George Borrow - La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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La Biblia en España, Tomo III (de 3): краткое содержание, описание и аннотация

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CAPÍTULO XXXIX

Los dos Evangelios. – El alguacil. – La orden de prisión. – María la buena. – El arresto. – Me envían a la cárcel. – Reflexiones. – El recibimiento. – La celda en la cárcel. – Demanda de desagravios.

Al cabo, la traducción del Evangelio de San Lucas al gitano estuvo lista. Deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vascuence, impreso también por entonces, fué igualmente anunciado. Hubo poca demanda de esta obra. No así del San Lucas en gitano, y con facilidad hubiera podido vender toda la edición en menos de quince días. Sin embargo, mucho antes de transcurrir este plazo el clero se puso sobre las armas.

«¡Brujería!» – dijo un obispo.

«Aquí hay más de lo que a primera vista parece» – exclamó el segundo.

«Va a convertir a toda España valiéndose del lenguaje gitano» – gritó un tercero.

Y luego surgió el coro habitual en esos casos:

« ¡Qué infamia! ¡Qué picardía! »

Al fin, después de andar en bureo entre sí, corrieron a su instrumento el corregidor , o jefe político , como se le llama ahora, de Madrid. He olvidado el nombre de este personaje, a quien no conocí personalmente. Juzgando por sus acciones y por lo que se decía de él, puedo asegurar que era una criatura estúpida, testarudo, y además grosero, un mélange de borrico , mula y lobo. Como profesaba inveterada antipatía a todos los extranjeros, prestó oídos benévolos a la queja de mis acusadores, y sin tardanza dió orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en gitano que hubiese en el despacho 8 8 El 14 de enero de 1838 el jefe político, don Francisco de Gamboa, ordenó el secuestro. . La consecuencia fué que un nutrido cuerpo de alguaciles dirigió sus pasos a la calle del Príncipe, y se apoderaron de unos treinta ejemplares del libro perseguido y de otros tantos del San Lucas en vascuence. Con tales despojos, los satélites volvieron en triunfo a la jefatura política , donde se repartieron entre sí los ejemplares del Evangelio en gitano, vendiéndolos después casi todos a buen precio, porque el libro era muy buscado, y así se convirtieron sin quererlo en agentes de una Sociedad herética. Pero cada cual debe vivir de su trabajo – dice esa gente – y no pierde ocasión de hacer buenas sus palabras, vendiendo lo mejor que puede cualquier botín que cae en sus manos.

Como nadie se ocupaba del Evangelio en vascuence, fué guardado sin tropiezo, con otras capturas invendibles, en los almacenes de la jefatura.

Ya estaban secuestrados los Evangelios en gitano, al menos los que tenía en el despacho expuestos para la venta. Pero el corregidor y sus amigos pensaron que aún podía conseguirse mucho más mediante una pequeña combinación. Todos los días se presentaban en la tienda algunos ganchos de la policía, bajo disfraces diferentes, preguntando con gran interés por los «libros gitanos» y ofreciendo pagar los ejemplares a buen precio. Pero se fueron con las manos vacías. Mi gallego estaba sobre aviso, y a todo el que preguntaba le decía que por el momento no se vendían libros de ninguna clase en el establecimiento. Y así era la verdad, pues le había dado orden de no vender más, bajo ningún pretexto.

A pesar de mi conducta franca, no me creyeron. El corregidor y sus aliados no podían convencerse de que, bajo cuerda, y por medios misteriosos, no vendía yo diariamente cientos de aquellos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Trazaron, pues, un plan, mediante el cual esperaban colocarme en tal situación, que no pudiese en algún tiempo trabajar activamente en la difusión de las Escrituras, ya estuviesen en gitano o en otro idioma cualquiera.

El 1.º de mayo (1838), por la mañana, si no recuerdo mal, un individuo desconocido se presentó en mi cuarto cuando me disponía a tomar el desayuno. Era un tipo de innoble catadura, de mediana talla, con todos los estigmas de la picardía en el semblante. La huéspeda le introdujo en mi aposento y se retiró. No me agradó la llegada del visitante; pero, afectando cortesía, le rogué que se sentara y le pregunté el objeto de su visita.

– Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid – respondió – y mi objeto es decirle a usted que su excelencia conoce perfectamente sus manejos, y cuando quiera puede demostrar que sigue usted vendiendo en secreto los malditos libros cuya venta se le ha prohibido a usted.

– ¿De verdad? Pues que lo haga sin tardanza. ¿Qué necesidad tiene de avisarme?

– Puede que crea usted – continuó el hombre – que su señoría no tiene testigos; pues los tiene, sépalo usted, y muchos, y muy respetables además.

– No lo dudo – repliqué – . Dada la apariencia respetable de usted, será usted uno de ellos. Pero me está usted haciendo perder tiempo; márchese, pues, y diga a quien le haya enviado que no tengo una idea muy alta de su talento.

– Me iré cuando quiera – replicó el otro. – ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que si me parece conveniente puedo registrarle a usted el cuarto, hasta debajo de la cama? ¿Qué tenemos aquí? – continuó; y empezó a hurgar con el bastón un rimero de papeles que había encima de una silla – . ¿Qué tenemos aquí? ¿Son también papeles de los gitanos?

En el acto resolví no tolerar por más tiempo su proceder, y, agarrando al hombre por un brazo, le saqué del cuarto, y sin soltarle le conduje escaleras abajo desde el tercer piso, en que yo vivía, hasta la calle, mirándole fijamente a la cara durante todo el tiempo.

El individuo se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo envié con la patrona, que se lo entregó en propia mano cuando aún se estaba en la calle el hombre mirando con ojos pasmados a mi balcón.

– Le han tendido a usted una trampa , don Jorge – dijo María Díaz cuando subió de la calle – . Ese corchete no traía más intención que la de provocarle a usted. De cada palabra que usted le ha dicho hará un mundo, como acostumbra esa gente; al darle el sombrero ha dicho que antes de veinticuatro horas habrá usted visto por dentro la cárcel de Madrid.

En efecto, en el curso de la mañana supe que se había dictado contra mí orden de arresto 9 9 Por el gobernador don Diego de Entena, sucesor de Gamboa. La prisión se decretaba: 1.º, por insultos al alguacil; 2.º, por repartir un libro impreso en Gibraltar. Era el Lucas en gitano (sin licencia de impresión), pero que todos sabían impreso en Madrid (Knapp). . La perspectiva de un encarcelamiento no me atemorizó gran cosa; las aventuras de mi vida y mis inveterados hábitos de vagabundo me habían ya familiarizado con situaciones de todo género, hasta el punto de encontrarme tan a gusto en una prisión como en las doradas salas de un palacio, y aún más, porque en aquel lugar siempre puedo aumentar mi provisión de informaciones útiles, mientras que en el último el aburrimiento se apodera de mí con frecuencia. Había yo, además, pensado algún tiempo atrás hacer una visita a la cárcel, en parte con la esperanza de poder decir algunas palabras de instrucción cristiana a los criminales, y en parte con la mira de hacer ciertas investigaciones acerca del lenguaje de los ladrones en España, asunto que había excitado en gran manera mi curiosidad; y hasta hice algunas gestiones para conseguir que me dejasen entrar en la Cárcel de la Corte , pero encontré el asunto rodeado de dificultades, como hubiese dicho mi amigo Ofalia. Casi me alegré, pues, de la oportunidad que iba a presentárseme para ingresar en la cárcel, no en calidad de visitante, sino como mártir, como víctima de mi celo por la santa causa de la religión.

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