Артур Дойл - La guardia blanca

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– Hasta que el sol salga por encima de aquel roble más alto y nos haga cerrar los ojos, contestó el mayor.

– ¿Y qué váis á ser vosotros? ¿Pecheros, leñadores?

– ¡No, arqueros! dijeron ambos á una voz.

– ¡Bien contestado, granujas! Ya se echa de ver que vuestro padre es de los míos. Pero ¿qué haréis cuando seáis soldados?

– Matar escoceses, dijo el chiquitín frunciendo el ceño.

– ¡Acabáramos! ¿Y qué entuerto os han hecho los pobres súbditos del rey Roberto? Sé que las galeras de España y Francia no han andado muy lejos de Southampton en estos últimos tiempos, pero dudo que los escoceses asomen por aquí ahora ni en muchos años.

– Pues nosotros, insistió el mayor de los niños, aprendemos á manejar el arco para matar escoceses, y no franceses ni españoles, porque aquéllos fueron los que cortaron los dedos á nuestro padre, para que no pudiera volver á manejar su arco.

– Muy cierto es eso, dijo una voz sonora detrás de los caminantes.

Era el que hablaba un rudo campesino de alta estatura, que al acercarse levantó ambas manos, á cada una de las cuales le faltaban el pulgar y los dos primeros dedos.

– ¡Por San Jorge! ¿Quién os ha maltratado de esa manera, camarada? preguntó Simón.

– Bien se echa de ver, repuso el otro, que sois nacido lejos de la tierra maldita de Escocia y que aunque soldado, no os han conducido nuestras banderas á las guaridas de aquellos lobos. De lo contrario reconoceríais desde luego en estas mutilaciones la barbarie de Douglas el Diablo, ó el Conde Negro, como también le llaman.

– ¿Os hizo prisionero?

– Sí, por mi mal. Nací en el norte, en Beverley, cerca de la frontera escocesa, y bien puedo decir que por muchos años no hubo mejor arquero desde Trent hasta Inverness. Mi fama me perdió, lo mismo que á otros muchos buenos tiradores ingleses, pues cuando nuestras luchas nos hicieron caer en manos de Douglas, aquella hiena, en lugar de matarnos, nos hizo cortar tres dedos de cada mano para que no pudiésemos despacharle más soldados ó atravesarle á él mismo los hígados de un flechazo. ¡Quiera Dios que estos dos hijos míos paguen un día con creces la deuda de su padre! Entre tanto, el rey me ha dado esa casita y algunas tierras acá en el sur, y de su producto vivimos. ¡Á ver, muchachos! ¿Cuál es el precio de los dos pulgares de vuestro padre?

– Veinte vidas escocesas, contestó el mayor.

– ¿Y por los otros cuatro dedos que me faltan?

– Diez vidas más, dijo su hermanito.

– Total treinta. Cuando puedan doblar mi gran arco de guerra, los enviaré á la frontera, para que se alisten á las órdenes del invencible Copeland, gobernador de Carlisle. Y os aseguro que como lleguen á verse frente á frente de mi verdugo y á menos de cuatrocientos pasos, no cortará más dedos ingleses el viejo zorro de Douglas.

– Así viváis para verlo, camarada, dijo Simón. Y vosotros, mes enfants , tened presente el consejo de un arquero veterano y que sabe su oficio: al tender el arco, la mano derecha pegada al cuerpo, para tirar de la cuerda no sólo con la fuerza del brazo, sino con ayuda del costado y muslo derechos. Y por vuestra vida, aprended también á disparar formando curva, pues aunque de ordinario la flecha va derecha al blanco, os hallaréis muchas veces atacando á gentes parapetadas tras las almenas ó en lo alto de una torre, ó á enemigos que ocultan pecho y cara con el escudo y á quienes sólo matan las flechas que les caen del cielo. No he tendido un arco hace dos semanas, pero eso no quita que os pueda dar una lección práctica, para que sepáis cómo taladrarle los sesos á un escocés, aunque sólo le veáis las plumas de la gorra.

Diciendo esto, asió Simón el poderoso arco que á la espalda llevaba, tomó tres flechas y señaló á los niños, que ávidamente seguían todos sus movimientos, un altísimo árbol y más allá, en un claro del bosque, un tronco carcomido de un pie de diámetro y no más de dos ó tres de altura. Midió el arquero la distancia con mirada de águila y en seguida lanzó las tres flechas una tras otra, con increíble rapidez y apuntando á lo alto. Las flechas pasaron rozando las ramas más elevadas del árbol y dos de ellas fueron á clavarse en el tronco de que hemos hablado, describiendo una curva enorme y perfecta. La tercera flecha rozó el seco tronco y penetró profundamente en la tierra, á dos pulgadas de aquél.

– ¡Soberbio! exclamó el mutilado arquero. ¡Aprended, muchachos, que este es buen maestro!

– Á fe mía que si empezara á hablaros de arcos y ballestas no acabara en todo el día, dijo Simón. En la Guardia Blanca tenemos tiradores capaces de asaetear uno por uno todos los encajes y junturas de la armadura mejor construida. Y ahora, pequeñuelos, id á traerme mis flechas, que algo cuestan y mucho sirven y no es cosa de dejarlas clavadas en los troncos secos del camino. Adiós, camarada; os deseo que adiestréis ese par de halconcillos de manera que un día puedan traeros buena caza y le saquen también los ojos al pajarraco con quien tenéis pendiente tan grave cuenta.

Dejando atrás al mutilado arquero, siguieron la senda que se estrechaba al penetrar en el bosque, cuyo silencio interrumpió de pronto el ruido de una carrera precipitada entre la maleza. Un instante después saltó al camino una hermosa pareja de gamos, y aunque los viajeros se detuvieron, el macho, alarmado, saltó de nuevo y desapareció á la izquierda del camino. La hembra permaneció unos instantes como asombrada, mirando al grupo con sus grandes y dulces ojos. Contemplaba Roger con admiración el soberbio animal, pero Simón no pudo resistir el instinto del cazador y preparó su arco.

¡Tête Dieu! exclamó en voz baja. No vamos á tener mal asado en la comida.

– ¡Teneos, amigo! dijo Tristán posando la mano sobre el arco de Simón, á tiempo que el gamo desaparecía á todo correr. ¿No sabéis que la ley es rigorosísima? En mi mismo pueblo de Horla recuerdo á dos cazadores á quienes sacaron los ojos por matar esos animales. Confieso que no me fuisteis muy simpático la primera vez que os ví y oí, pero desde entonces he aprendido á estimaros y ¡por la cruz de Gestas! no quisiera ver el cuchillo de los guardabosques jugándoos una mala partida.

– Tengo por oficio arriesgar mi pellejo, repuso Simón encogiéndose de hombros.

Sin embargo, volvió á poner la flecha en su aljaba, se echó el arco al hombro y continuó andando entre sus dos amigos. Iban subiendo una cuesta y pronto llegaron á un punto elevado desde el cual pudieron ver á la izquierda y detrás de ellos el espeso bosque y hacia la derecha, aunque á gran distancia, la alta torre blanca de Salisbury, cuyas alegres casitas rodeaban la iglesia y se extendían por la ladera. La vegetación poderosa, el aire puro de la montaña, el canto de multitud de pajarillos y la vista de los ondulantes prados que más allá de Salisbury se divisaban, eran espectáculo tan nuevo como interesante para Roger, que hasta entonces había vivido en la costa. Respiraba con delicia y sentía que la sangre corría con más fuerza por sus venas. El mismo Tristán apreció la belleza del paisaje y el robusto arquero entonó, ó por mejor decir, desentonó algunas picantes canciones francesas, con voz y berridos capaces de no dejar un solo pájaro en media milla á la redonda.

Tendiéronse sobre la hierba y tras breve silencio dijo Simón:

– Me gusta el compañero ese que hemos dejado allá abajo. Se le ve en la cara el odio que guarda á su verdugo, y á la verdad, me placen los hombres que saben preparar una venganza justa y mostrar un poco de hiel cuando llega la ocasión.

– ¿No sería más humano y más noble mostrar un poco de amor al prójimo? preguntó Roger.

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