Nathaniel Hawthorne - Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie
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Cuando Rip y su compañero se aproximaron, los jugadores abandonaron súbitamente el juego y fijaron en el primero una mirada tan persistente, tan sepulcral, con tan singular y apagado continente, que sus rodillas se entrechocaron y el corazón le dió un vuelco dentro del pecho. Su compañero vaciaba entretanto el contenido del barril en grandes frascos, haciéndole señas de que sirviera a la compañía. Rip obedeció trémulo y asustado; bebieron ellos el licor en profundo silencio, volviendo luego a su juego.
Poco a poco fueron desapareciendo el terror y las aprensiones de Rip. Aun se aventuró a probar el licor cuando nadie le miraba, encontrando que tenía mucho del sabor de excelente holanda. Sediento por naturaleza, pronto sintió la tentación de repetir la prueba. Un trago provocaba otro trago; e hizo al fin al frasco visitas tan reiteradas, que sus sentidos se adormecieron, sus ojos nadaron en sus órbitas, su cabeza inclinóse gradualmente y quedó sumergido en profundo sueño.
Al despertar, encontróse en la verde hondonada donde vió por primera vez al viejo del valle. Se frotó los ojos. Era una brillante y hermosa mañana. Los pajarillos gorjeaban y revoloteaban entre la fronda, el águila formaba círculos en la altura, y se respiraba la brisa pura de las montañas. “Seguramente,” pensó Rip, “no he dormido aquí toda la noche.” Rememoró los sucesos antes de que el sueño le acometiera: el hombre extraño con el barril de licor; la hondonada de la montaña; el agreste retiro entre las rocas; la tétrica partida de bolos; el frasco… “¡Oh, ese frasco, ese condenado frasco!” pensó Rip. “¿Qué excusa daré a la señora Van Winkle?”
Buscó su fusil al rededor; pero en vez de la limpia y bien aceitada escopeta de caza halló una vieja arma con el cañón obstruido por el polvo, el gatillo cayéndose y la madera roída por la polilla. Sospechó entonces que los graves fanfarrones de la montaña le habían jugado una pasada y, embriagándole con su licor, le habían robado la escopeta. Wolf había desaparecido también; pero era posible que se hubiera extraviado persiguiendo alguna ardilla o alguna perdiz. Le silbó y llamó a gritos por su nombre, pero en vano; los ecos repitieron su silbido y su llamada, pero ningún perro apareció en lontananza.
Determinó entonces regresar al lugar donde se había realizado la broma de la noche anterior y si encontraba a alguno de la partida, reclamarle su perro y su fusil. Cuando se levantó, encontróse con las articulaciones rígidas y falto de su acostumbrada actividad. “Estos lechos de montaña no me sientan bien,” pensó Rip, “y si la broma me resulta en reumatismo, voy a tener un tiempo bendito con la señora Van Winkle.” Con bastante dificultad pudo llegar hasta el valle y encontró la garganta por donde él y su compañero subieron la víspera; pero observó con gran estupor que espumaba allí un torrente saltando de roca en roca y llenando el valle de parleros murmullos. Trató, sin embargo, de ingeniarse para trepar por los costados, ensayando una fatigosa ascensión a través de matorrales de abedules, sasafrases y arbustos de varias clases, más difícil aún por la trepadora vid silvestre que lanzaba sus espirales o tijeretas de árbol a árbol tendiendo una especie de red en el sendero.
Llegó al cabo al sitio donde las rocas de la hondonada se abrían para llevar al anfiteatro; pero no quedaba rastro de semejante abertura. Las rocas presentaban un muro alto e impenetrable sobre el cual se despeñaba el torrente en capas de rizada espuma para caer luego en una ancha y profunda cuenca, obscurecida por las sombras de la selva circundante. Aquí el pobre Rip vióse precisado a detenerse. Llamó a su perro y lo silbó una y otra vez; pero sólo obtuvo en respuesta el graznido de una bandada de cuervos holgazanes solazándose en lo alto de un árbol seco que se proyectaba sobre un asoleado precipicio desde el cual, seguros en su elevación, parecían espiar lo que pasaba abajo y mofarse de las perplejidades del pobre hombre. ¿Qué se podía hacer? La mañana transcurría rápidamente y Rip sentíase hambriento por la falta de su desayuno. Apenábale abandonar su perro y su fusil; temblaba a la idea de encontrarse con su mujer; pero no podía morirse de hambre entre los montes. Sacudió la cabeza, echó al hombro la vieja escopeta, y con el corazón lleno de angustia y de aflicción enderezó los pasos al hogar.
Conforme se acercaba a la aldea iba encontrando varias personas a quienes no reconocía, lo cual le sorprendía un tanto pues siempre había creído conocer a todo el mundo en los alrededores de la comarca. Los vestidos que llevaban eran también de estilo diferente al que estaba él acostumbrado. Todos le observaban con iguales demostraciones de sorpresa, y apenas fijaban en él sus miradas llevaban invariablemente la mano a la barba. La repetición unánime de este gesto indujo a Rip a hacer el mismo movimiento sin darse cuenta; y ¡cuál no sería su estupor al notar que su barba tenía un pie de largo!
Llegaba ahora a los arrabales de la aldea. Una turba de chiquillos extraños corría a sus talones, burlándose de él y señalando su barba gris. Los perros ladraban también a su paso y no podía reconocer entre ellos a ninguno de sus antiguos conocidos. Todo el pueblo estaba cambiado; era más grande y más populoso. Había hileras de casas que él jamás había visto, y habían desaparecido sus habituales guaridas. Veíanse nombres extraños sobre todas las puertas, y rostros extraños en todas las ventanas; todo era extraño, en una palabra. Sus ideas comenzaban ya a abandonarle; principiaba a recelar que tanto él como el mundo que le rodeaba estaban hechizados. Evidentemente éste era su pueblo natal, el mismo que abandonó la víspera. Allí estaban las montañas Káatskill; allí a corta distancia se deslizaba el plateado Hudson; las colinas y cañadas ocupaban exactamente el mismo lugar donde siempre estuvieran; pero Rip se hallaba tristemente perplejo. “¡Ese frasco de anoche,” pensaba, “ha dejado huera mi pobre cabeza!”
Con alguna dificultad encontró el camino de su propia casa, hacia la cual se aproximaba con silencioso pavor esperando oír a cada instante la voz chillona de la señora Van Winkle. Todo estaba arruinado, el techo cayéndose a pedazos, las ventanas destrozadas y las puertas fuera de sus goznes. Un hambriento can, algo parecido a Wolf, andaba huroneando por allí. Rip lo llamó con el nombre de su perro, mas el animal gruñó enseñando los dientes y escapó. Esto fué una herida dolorosa, en verdad. “¡Aun mi perro me ha olvidado!” sollozó el pobre Rip.
Penetró en la casa que, a decir verdad, mantenía siempre en meticuloso orden la señora Van Winkle. Aparecía ahora vacía, tétrica y en apariencia abandonada. Tal desolación se sobrepuso a sus temores conyugales, y llamó en alta voz a su mujer y a sus hijos. Las desiertas piezas resonaron un momento con sus voces y luego quedó todo nuevamente silencioso.
Apresuróse a salir y se dirigió rápidamente a su antiguo refugio, el mesón de la aldea; pero éste también había desaparecido. En su lugar veíase un amplio y desvencijado edificio de madera con grandes y destartaladas vidrieras, rotas algunas de ellas y recompuestas con enaguas y sombreros viejos, el cual ostentaba pintado sobre la puerta un rótulo que decía: “Hotel Unión, de Jónathan Dóolittle.” En vez del gran árbol que cobijaba con su sombra al silencioso y menudo mesonero holandés de otros tiempos, alzábase ahora una larga y desnuda pértiga con algo semejante a un gorro rojo de dormir en su extremidad superior, y de la cual se desprendía una bandera de rayas y estrellas en singular combinación: cosas todas extrañas e incomprensibles. Reconoció en la muestra, sin embargo, la rubicunda faz del rey Jorge, debajo de la cual había saboreado pacíficamente tantas pipas; pero aun la figura se había metamorfoseado de manera singular. La chaqueta roja habíase convertido en azul y ante; ceñía una espada en lugar del cetro; la cabeza estaba provista de un sombrero de tres picos, y debajo del retrato leíase en grandes caracteres: GENERAL WASHINGTON.
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