Nathaniel Hawthorne - Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie
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Íchabod era figura adecuada para tal cabalgadura. Llevaba estribos cortos que ponían sus rodillas cerca del pomo de la silla; sus codos agudos proyectábanse hacia fuera como patas de saltamonte; sostenía el látigo perpendicularmente como un cetro; y al trotar del caballo, el movimiento de sus brazos figuraba un continuo aleteo. Un pequeño sombrero de lana descansaba en la cumbre de su nariz, que así podía llamarse la estrecha faja que hacía las veces de frente; y los negros faldones de su chaqueta flotaban sobre las ancas casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Íchabod y de su corcel cuando transpusieron renqueando la portada de Hans Van Rípper, formando en conjunto una aparición tan extraordinaria como pocas veces es dado contemplar a la clara luz del día.
Era, como he dicho, una hermosa tarde de otoño; el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza hacía gala de la rica y dorada librea que asociamos siempre a la idea de abundancia. Los bosques ostentaban su soberbio amarillo obscuro, mientras algunos árboles tiernos se habían teñido con la helada de brillante colorido anaranjado, púrpura y escarlata. Hileras interminables de patos salvajes aparecían en el horizonte; podía oírse el latido de la ardilla desde los bosquecillos de hayas y nogales y a intervalos el meditabundo silbo de la codorniz desde el vecino campo de rastrojo.
Los pajarillos celebraban su último banquete diurno. En la plenitud de su regocijo revolvíanse chirriando y triscando de rama en rama y árbol en árbol a su capricho, entre la profusión y variedad de los alrededores. Revoloteaba por allí el honrado petirrojo con su nota alta y quejumbrosa, caza favorita de los mozalbetes; y los mirlos gorjeadores volando en negras nubes; el carpintero de doradas alas con su cresta carmesí, su ancha gorguera negra y espléndido plumaje; el pájaro del cedro con sus alas de puntas rojas, su cola terminada en amarillo y su pequeña montera de plumas; y el gayo azul, ese estrepitoso currutaco, con su chaqueta azul claro y su ropaje blanco interior, chillando y gorjeando, cabeceando, agitándose y haciendo cortesías, y afectando estar en buenas relaciones con todos los cantores del boscaje.
Mientras Íchabod seguía a trote lento su camino, sus ojos, siempre abiertos a todo síntoma de abundancia culinaria, recontaban con deleite los tesoros del opulento otoño. Divisaba por todos lados amplia provisión de manzanas, colgando unas de los árboles en pesada madurez, reunidas otras en cestos y barriles para el mercado, y amontonadas las de más allá en abundantes pilas destinadas a la prensa del lagar. Más lejos podía observar los hermosos campos de maíz con sus doradas mazorcas asomando entre la hojosa cubierta, sugiriendo la promesa de bollos y pasteles; y debajo las amarillas calabazas mostraban sus redondos vientres, preludio de las pastas más exquisitas; y dondequiera que atravesaba y observaba los fragantes campos de trigo sarraceno exhalando un olor a colmena, dulces esperanzas se apoderaban de su mente haciéndole saborear de antemano las tortas bien cargadas de mantequilla y endulzadas con miel o jarabe, preparadas por las lindas y regordetas manecitas de Katrina Van Tássel.
Alimentando así su imaginación con mil dulces pensamientos y “azucaradas” fantasías, caminaba por el flanco de una hilera de colinas que dominaban algunos de los paisajes más bellos del majestuoso Hudson. Gradualmente descendía el sol hundiendo su ancho disco hacia el oeste. El dilatado seno del Tappan Zee yacía inmóvil y vidrioso, y apenas una ligera ondulación acá y allá delineaba y engrandecía la sombra azulada de las montañas lejanas. El horizonte lucía bellos tonos dorados que paulatinamente se tornaban en nítido verde manzana y luego en el azul profundo del cenit. Rayos oblicuos, prolongándose sobre las crestas arboladas de las montañas que dominan algunos puntos de la ribera, prestaban mayor intensidad al gris obscuro y purpúreo de sus rocosos flancos. Una barca mecíase indolentemente a la distancia, derivando con suavidad a impulsos de la corriente mientras su vela flotaba ociosa contra el mástil; y, como la refracción del cielo se reflejaba sobre el agua quieta, la embarcación parecía suspendida en el espacio.
Hacia la noche llegó Íchabod al castillo de Herr Van Tássel, encontrándolo atestado de lo más alto y florido de la comarca adyacente. Viejos granjeros con el rostro enjuto y curtido de su raza, vistiendo calzas y chaquetas de tela basta, medias azules, enormes zapatones y magníficas hebillas de metal. Mujercitas vivarachas y ajadas, con sus gorros plegados y ceñidos, sus faldas cortas y corpiños de talle largo, enaguas de tela basta, y las tijeras y acericos y bolsillos de zaraza colgando al exterior. Alegres doncellas, vestidas de moda casi tan anticuada como las mamás, salvo uno que otro sombrero de paja, alguna linda cinta y a veces algún vestido blanco que revelaba síntomas de ciertas innovaciones de la ciudad. Mozos llevando chaquetas de faldones cuadrados, hileras de estupendos botones de metal y el pelo largo por lo común y dispuesto en coleta según la moda de aquel tiempo – especialmente si habían podido conseguir una piel de anguila, que se consideraba en todo el país como el tónico más poderoso y eficaz para el cabello.
Brom Bones era, sin embargo, el héroe de la jornada, habiéndose presentado a la fiesta montando su caballo favorito Daredevil (Temerario), que poseía a la par que su amo grandes bríos y coraje, y al cual nadie sino Bones habría podido dominar. Distinguíase, en efecto, por su afición a esos animales reacios y espantadizos, acostumbrados a toda clase de mañas y que ponen al jinete en continuo riesgo de romperse la crisma; pues sostenía que un caballo tratable y bien domeñado era cabalgadura indigna de un mozo de hígados.
De buena gana me detendría a describir el mundo deleitoso que brotó ante las miradas de mi héroe al penetrar en la sala de recibo de la morada de Van Tássel. No se trataba por cierto de los encantos del grupo de muchachas campesinas con su ostentoso despliegue de blanco y rojo, sino de los innumerables atractivos de una mesa de te campestre y genuinamente holandesa en la abundante estación del otoño. ¡Qué aglomeración de fuentes de pastas de diversas clases, casi indescriptibles, y cuyo secreto guardaban las hacendosas amas de casa holandesas! Veíase allí el ilustre doughnut , 25 25 Buñuelo. — La Redacción . Pasta dulces de amasijo. — La Redacción .
el tierno oly koek , [26] Pasta dulces de amasijo. — La Redacción .
y el frágil y dorado cruller ; [26] Pasta dulces de amasijo. — La Redacción .
bizcochos y bollos, pasteles de jengibre y pastas de miel; en fin, todas las familias de pastas y bollos. Y había además pasteles de manzana, de melocotón y de calabaza, codeándose con rebanadas de jamón y carne ahumada y con deliciosas fuentes de conservas de ciruelas, melocotones, peras y membrillos; sin hacer mención de los pescados a la parrilla y gallinas asadas, ni de los tazones de leche y crema, todo amontonado tan confusamente como lo he enumerado, ni de la maternal tetera lanzando desde el centro nubes de vapor. ¡Dios bendiga la marca! Necesitaría aliento y tiempo de que disponer para describir como se merece este banquete, y tengo demasiada prisa para terminar mi historia. Afortunadamente, Íchabod Crane no estaba tan apurado como su historiador, y dispensó grandes honores a todas estas golosinas.
Era una bondadosa y agradecida criatura, cuyo corazón se dilataba en proporción al buen alimento que recibía su estómago y cuyo espíritu se abrillantaba con la comida como acontece a otros con la bebida. Tampoco podía evitar que sus grandes ojos rodaran por todas partes mientras comía, ni regocijarse interiormente ante la posibilidad de llegar algún día a ser el dueño de este lujo y esplendidez casi incomparables. Pensaba cuán pronto volvería entonces la espalda a la vieja escuela, cómo chasquearía sus dedos en las narices de Hans Van Rípper o cualquier otro de sus tacaños patrones, y enviaría a rodar al ambulante pedagogo que se atreviera a llamarle camarada.
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