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David: FILOSOFAL.PDF

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Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día.

—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!

Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.

—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.

Su tía volvió a la puerta.

—¿Ya estás levantado? —quiso saber.

—Casi —respondió Harry

—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.

Harry gimió.

—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.

—Nada, nada...

El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.

Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido.

Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.

—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas.

«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.

Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.

—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.

Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados.

Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre.

Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.

Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.

—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año pasado.

—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá.

—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.

Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.

Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:

—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece, pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?

Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último, dijo lentamente.

—Entonces tendré treinta y.. treinta y..

—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.

—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más cercano—. Entonces está bien.

Tío Vernon rió entre dientes.

—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo, Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.

En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada ala vez.

—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.

La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de todos los gatos que había tenido.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que ver otra vez a Tibbles , Snowy , el Señor Paws o Tufty .

—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.

—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.

Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos, algo así como un gusano.

—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?

—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.

—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.

—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.

—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.

—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y dejarlo en el coche...

—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...

Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa que quisiera.

—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial

—exclamó, abrazándolo.

—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los brazos de su madre.

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