David - FILOSOFAL.PDF
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Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba.
Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo.
Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles , intercambia rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?
—¿Un qué?
—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe».
Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera
«aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... están... bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
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