David - SECRETA.PDF

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—¿Qué pasa? —preguntó Ron, vacilante—. ¿Todavía te queda la nariz de Millicent o algo así?

Hermione se descubrió la cara y Ron retrocedió hasta darse en los riñones con un lavabo.

Tenía la cara cubierta de pelo negro. Los ojos se le habían puesto amarillos y unas orejas puntiagudas le sobresalían de la cabeza.

—¡Era un pelo de gato! —maulló—. ¡Mi-Millicent Bulstrode debe de tener un gato! ¡Y la poción no está pensada para transformarse en animal!

—¡Eh, vaya! —exclamó Ron.

—Todos se van a reír de ti —dijo Myrtle, muy contenta.

—No te preocupes, Hermione —se apresuró a decir Harry—. Te llevaremos a la enfermería. La señora Pomfrey no hace nunca demasiadas preguntas...

Les costó mucho trabajo convencer a Hermione de que saliera de los aseos. Myrtle la Llorona los siguió riéndose con ganas.

—¡Pues ya verás cuando todos se enteren de que tienes cola!

13

El diario secretísimo

Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de que la vieran con la cara peluda.

Harry y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo trimestre, le llevaban cada día los deberes.

—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía Hermione junto a la cama.

—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tenéis alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla.

—Nada —dijo Harry con tristeza.

—Estaba tan convencido de que era Malfoy... —dijo Ron por centésima vez.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía debajo de la almohada de Hermione.

—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien

—dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta:

A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja».

Ron miró a Hermione con disgusto.

—¿Duermes con esto debajo de la almohada?

Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con la medicina de la noche.

—¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —dijo Ron a Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de Gryffindor. Snape les había mandado tantos deberes, que a Harry le parecía que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior.

—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se detuvieron a escuchar donde no podía verlos.

—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado.

Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que parecía completamente histérico.

—... aun más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore.

Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos.

Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto en que habían atacado a la Señora Norris . Buscaron lo que había motivado los gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona . Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír los gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos.

—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.

—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre, entraron.

Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.

—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.

—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—.

¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?

Harry fue hacia el retrete y le preguntó:

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro...

—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry—. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?

Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:

—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!

—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry.

—No lo sé... Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio en la cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado.

Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos. Harry se acercó para cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.

—¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar peligroso?

—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno tenía que andar por todas partes con el libro delante, intentando hacer las cosas con una sola mano. Y...

—Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo, empapado y misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo averiguaremos —dijo y, esquivando a Ron, lo recogió del suelo.

Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la cubierta le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió intrigado. En la primera página podía leerse, con tinta emborronada, «T.M. Ryddle».

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