David - SECRETA.PDF

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Ron y Hermione levantaron la mirada, sorprendidos. Harry les contó todo lo que Dobby le había dicho... y lo que no le había querido decir. Ron y Hermione lo escucharon con la boca abierta.

—¿La Cámara de los Secretos ya fue abierta antes? —le preguntó Hermione.

—Es evidente —dijo Ron con voz de triunfo—. Lucius Malfoy abriría la cámara en sus tiempos de estudiante y ahora le ha explicado a su querido Draco cómo hacerlo. Está claro. Sin embargo, me gustaría que Dobby te hubiera dicho qué monstruo hay en ella.

Me gustaría saber cómo es posible que nadie se lo haya encontrado merodeando por el colegio.

—Quizá pueda volverse invisible —dijo Hermione, empujando unas sanguijuelas hacia el fondo del caldero—. O quizá pueda disfrazarse, hacerse pasar por una armadura o algo así. He leído algo sobre fantasmas camaleónicos...

—Lees demasiado, Hermione —le dijo Ron, echando crisopos encima de las sanguijuelas. Arrugó la bolsa vacía de los crisopos y miró a Harry—. Así que fue Dobby el que no nos dejó coger el tren y el que te rompió el brazo... —Movió la cabeza—. ¿Sabes qué, Harry? Si no deja de intentar salvarte la vida, te va a matar.

La noticia de que habían atacado a Colin Creevey y de que éste yacía como muerto en la enfermería se extendió por todo el colegio durante la mañana del lunes. El ambiente se llenó de rumores y sospechas. Los de primer curso se desplazaban por el castillo en grupos muy compactos, como si temieran que los atacaran si iban solos.

Ginny Weasley, que se sentaba junto a Colin Creevey en la clase de Encantamientos, estaba consternada, pero a Harry le parecía que Fred y George se equivocaban en la manera de animarla. Se turnaban para esconderse detrás de las estatuas, disfrazados con una piel, y asustarla cuando pasaba. Pero tuvieron que parar cuando Percy se hartó y les dijo que iba a escribir a su madre para contarle que por su culpa Ginny tenía pesadillas.

Mientras tanto, a escondidas de los profesores, se desarrollaba en el colegio un mercado de talismanes, amuletos y otros chismes protectores. Neville Longbottom había comprado una gran cebolla verde, cuyo olor decían que alejaba el mal, un cristal púrpura acabado en punta y una cola podrida de tritón antes de que los demás chicos de Gryffindor le explicaran que él no corría peligro, porque tenía la sangre limpia y por tanto no era probable que lo atacaran.

—Fueron primero por Filch —dijo Neville, con el miedo escrito en su cara redonda—, y todo el mundo sabe que yo soy casi un squib .

Durante la segunda semana de diciembre, la profesora McGonagall pasó, como de costumbre, a recoger los nombres de los que se quedarían en el colegio en Navidades.

Harry, Ron y Hermione firmaron en la lista; habían oído que Malfoy se quedaba, lo cual les pareció muy sospechoso. Las vacaciones serían un momento perfecto para utilizar la poción multijugos e intentar sonsacarle una confesión.

Por desgracia, la poción estaba a medio acabar. Aún necesitaban el cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbórea africana, y el único lugar del que podrían sacarlos era el armario privado de Snape. A Harry le parecía que preferiría enfrentarse al monstruo legendario de Slytherin a tener que soportar las iras de Snape si lo pillaba robándole en el despacho.

—Lo que tenemos que hacer —dijo animadamente Hermione, cuando se acercaba la doble clase de Pociones de la tarde del jueves— es distraerle con algo. Entonces uno de nosotros podrá entrar en el despacho de Snape y coger lo que necesitamos. —Harry y Ron la miraron nerviosos—. Creo que es mejor que me encargue yo misma del robo

—continué Hermione, como si tal cosa—. A vosotros dos os expulsarían si os pillaran en otra, mientras que yo tengo el expediente limpio. Así que no tenéis más que originar un tumulto lo suficientemente importante para mantener ocupado a Snape unos cinco minutos.

Harry sonrió tímidamente. Provocar un tumulto en la clase de Pociones de Snape era tan arriesgado como pegarle un puñetazo en el ojo a un dragón dormido.

Las clases de Pociones se impartían en una de las mazmorras más espaciosas.

Aquella tarde de jueves, la clase se desarrollaba como siempre. Veinte calderos humeaban entre los pupitres de madera, en los que descansaban balanzas de latón y jarras con los ingredientes. Snape rondaba por entre los fuegos, haciendo comentarios envenenados sobre el trabajo de los de Gryffindor, mientras los de Slytherin se reían a cada crítica. Draco Malfoy, que era el alumno favorito de Snape, hacia burla con los ojos a Ron y Harry, que sabían que si le contestaban tardarían en ser castigados menos de lo que se tarda en decir «injusto».

A Harry la pócima infladora le salía demasiado líquida, pero en aquel momento le preocupaban otras cosas más importantes. Aguardaba una seña de Hermione, y apenas prestó atención cuando Snape se detuvo a mirar con desprecio su poción agnada.

Cuando Snape se volvió y se fue a ridiculizar a Neville, Hermione captó la mirada de Harry; y le hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

Harry se agachó rápidamente y se escondió detrás de su caldero, se sacó de un bolsillo una de las bengalas del doctor Filibuster que tenía Fred, y le dio un golpe con la varita. La bengala se puso a silbar y echar chispas. Sabiendo que sólo contaba con unos segundos, Harry se levantó, apuntó y la lanzó al aire. La bengala aterrizó dentro del caldero de Goyle.

La poción de Goyle estalló, rociando a toda la clase. Los alumnos chillaban cuando los alcanzaba la pócima infladora. A Malfoy le salpicó en toda la cara, y la nariz se le empezó a hinchar como un balón; Goyle andaba a ciegas tapándose los ojos con las manos, que se le pusieron del tamaño de platos soperos, mientras Snape trataba de restablecer la calma y de entender qué había sucedido. Harry vio a Hermione aprovechar la confusión para salir discretamente por la puerta.

—¡Silencio! ¡SILENCIO! —gritaba Snape—. Los que hayan sido salpicados por la poción, que vengan aquí para ser curados. Y cuando averigüe quién ha hecho esto...

Harry intentó contener la risa cuando vio a Malfoy apresurarse hacia la mesa del profesor, con la cabeza caída a causa del peso de la nariz, que había llegado a alcanzar el tamaño de un pequeño melón. Mientras la mitad de la clase se apiñaba en torno a la mesa de Snape, unos quejándose de sus brazos del tamaño de grandes garrotes, y otros sin poder hablar debido a la hinchazón de sus labios, Harry vio que Hermione volvía a entrar en la mazmorra, con un bulto debajo de la túnica.

Cuando todo el mundo se hubo tomado un trago de antídoto y las diversas hinchazones remitieron, Snape se fue hasta el caldero de Goyle y extrajo los restos negros y retorcidos de la bengala. Se produjo un silencio repentino.

—Si averiguo quién ha arrojado esto —susurró Snape—, me aseguraré de que lo expulsen.

Harry puso una cara que esperaba que fuera de perplejidad. Snape lo miraba a él, y la campana que sonó al cabo de diez minutos no pudo ser mejor bienvenida.

—Sabe que fui yo —dijo Harry a Ron y Hermione, mientras iban deprisa a los aseos de Myrtle la Llorona —. Podría jurarlo.

Hermione echó al caldero los nuevos ingredientes y removió con brío.

—Estará lista dentro de dos semanas —dijo contenta.

—Snape no tiene ninguna prueba de que hayas sido tú —dijo Ron a Harry, tranquilizándolo—. ¿Qué puede hacer?

—Conociendo a Snape, algo terrible —dijo Harry, mientras la poción levantaba borbotones y espuma.

Una semana más tarde, Harry, Ron y Hermione cruzaban el vestíbulo cuando vieron a un puñado de gente que se agolpaba delante del tablón de anuncios para leer un pergamino que acababan de colgar. Seamus Finnigan y Dean Thomas les hacían señas, entusiasmados.

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