David - SECRETA.PDF

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Ayer la encontré. —Hagrid miró a Harry de soslayo y vio que le temblaba la barbilla—.

Dijo que estaba contemplando el campo, pero me da la impresión de que esperaba encontrarse a alguien más en mi casa.

—Guiñó un ojo a Harry—. Si quieres mi opinión, creo que ella no rechazaría una foto fir...

—¡Cállate! —dijo Harry. A Ron le dio la risa y llenó la tierra de babosas.

—¡Cuidado! —gritó Hagrid, apartando a Ron de sus queridas calabazas.

Ya casi era la hora de comer, y como Harry sólo había tomado un caramelo de café con leche en todo el día, tenía prisa por regresar al colegio para la comida. Se despidieron de Hagrid y regresaron al castillo, con Ron hipando de vez en cuando, pero vomitando sólo un par de babosas pequeñas.

Apenas habían puesto un pie en el fresco vestíbulo cuando oyeron una voz.

—Conque estáis aquí, Potter y Weasley. —La profesora McGonagall caminaba hacia ellos con gesto severo—. Cumpliréis vuestro castigo esta noche.

—¿Qué vamos a hacer, profesora? —preguntó Ron, asustado, reprimiendo un eructo.

—Tú limpiarás la plata de la sala de trofeos con el señor Filch —dijo la profesora McGonagall—. Y nada de magia, Weasley... ¡frotando!

Ron tragó saliva. Argus Filch, el conserje, era detestado por todos los estudiantes del colegio.

—Y tú, Potter, ayudarás al profesor Lockhart a responder a las cartas de sus admiradoras —dijo la profesora McGonagall.

—Oh, no... ¿no puedo ayudar con la plata? —preguntó Harry desesperado.

—Desde luego que no —dijo la profesora McGonagall, arqueando las cejas—. El profesor Lockhart ha solicitado que seas precisamente tú. A las ocho en punto, tanto uno como otro.

Harry y Ron pasaron al Gran Comedor completamente abatidos, y Hermione entró detrás de ellos, con su expresión de «no-haber-infringido-las-normas-del-colegio».

Harry no disfrutó tanto como esperaba con su pudín de carne y patatas. Tanto Ron como él pensaban que les había tocado la peor parte del castigo.

—Filch me tendrá allí toda la noche —dijo Ron apesadumbrado—. ¡Sin magia!

Debe de haber más de cien trofeos en esa sala. Y la limpieza muggle no se me da bien.

—Te lo cambiaría de buena gana —dijo Harry con voz apagada—. He hecho muchas prácticas con los Dursley. Pero responder a las admiradoras de Lockhart... será una pesadilla.

La tarde del sábado pasó en un santiamén, y antes de que se dieran cuenta, eran las ocho menos cinco. Harry se dirigió al despacho de Lockhart por el pasillo del segundo piso, arrastrando los pies. Llamó a la puerta a regañadientes.

La puerta se abrió de inmediato. Lockhart le recibió con una sonrisa.

—¡Aquí está el pillo! —dijo—. Vamos, Harry, entra.

Dentro había un sinfín de fotografías enmarcadas de Lockhart, que relucían en los muros a la luz de las velas. Algunas estaban incluso firmadas. Tenía otro montón grande en la mesa.

—¡Tú puedes poner las direcciones en los sobres! —dijo Lockhart a Harry, como si se tratara de un placer irresistible—. El primero es para la adorable Gladys Gudgeon, gran admiradora mía.

Los minutos pasaron tan despacio como si fueran horas. Harry dejó que Lockhart hablara sin hacerle ningún caso, diciendo de cuando en cuando «mmm» o «ya» o

«vaya». Algunas veces captaba frases del tipo «La fama es una amiga veleidosa, Harry»

o «Serás célebre si te comportas como alguien célebre, que no se te olvide».

Las velas se fueron consumiendo y la agonizante luz desdibujaba las múltiples caras que ponía Lockhart ante Harry. Éste pasaba su dolorida mano sobre lo que le parecía que tenía que ser el milésimo sobre y anotaba en él la dirección de Verónica Smethley.

«Debe de ser casi hora de acabar», pensó Harry, derrotado. «Por favor, que falte poco...»

Y en aquel momento oyó algo, algo que no tenía nada que ver con el chisporroteo de las mortecinas velas ni con la cháchara de Lockhart sobre sus admiradoras.

Era una voz, una voz capaz de helar la sangre en las venas, una voz ponzoñosa que dejaba sin aliento, fría como el hielo.

Ven..., ven a mí... Deja que te desgarre... Deja que te despedace... Déjame matarte...

Harry dio un salto, y un manchón grande de color lila apareció sobre el nombre de la calle de Verónica Smethley.

—¿Qué? —gritó.

—Pues eso —dijo Lockhart—: ¡seis meses enteros encabezando la lista de los más vendidos! ¡Batí todos los récords!

—¡No! —dijo Harry asustado—. ¡La voz!

—¿Cómo dices? —preguntó Lockhart, extrañado—. ¿Qué voz?

—La... la voz que ha dicho... ¿No la ha oído?

Lockhart miró a Harry desconcertado.

—¿De qué hablas, Harry? ¿No te estarías quedando dormido? ¡Por Dios, mira la hora que es! ¡Llevamos con esto casi cuatro horas! Ni lo imaginaba... El tiempo vuela,

¿verdad?

Harry no respondió. Aguzaba el oído tratando de captar de nuevo la voz, pero no oyó otra cosa que a Lockhart diciéndole que otra vez que lo castigaran, no tendría tanta suerte como aquélla. Harry salió, aturdido.

Era tan tarde que la sala común de Gryffindor estaba prácticamente vacía y Harry se fue derecho al dormitorio. Ron no había regresado todavía. Se puso el pijama y se echó en la cama a esperar. Media hora después llegó Ron, con el brazo derecho dolorido y llevando con él un fuerte olor a limpiametales.

—Tengo todos los músculos agarrotados —se quejó, echándose en la cama—. Me ha hecho sacarle brillo catorce veces a una copa de quidditch antes de darle el visto bueno. Y vomité otra tanda de babosas sobre el Premio Especial por los Servicios al Colegio. Me llevó un siglo quitar las babas. Bueno, ¿y tú qué tal con Lockhart?

En voz baja, para no despertar a Neville, Dean y Seamus, Harry le contó a Ron con toda exactitud lo que había oído.

—¿Y Lockhart dijo que no había oído nada? —preguntó Ron. A la luz de la luna, Harry podía verle fruncir el entrecejo—. ¿Piensas que mentía? Pero no lo entiendo...

Aunque fuera alguien invisible, tendría que haber abierto la puerta.

—Lo sé—dijo Harry, recostándose en la cama y contemplando el dosel—. Yo tampoco lo entiendo.

8

El cumpleaños de muerte

Llegó octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró en el castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima debido a una repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su poción Pepperup tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la tomaba echando humo por las orejas durante varias horas.

Como Ginny Weasley tenía mal aspecto, Percy le insistió hasta que la probó. El vapor que le salía de debajo del pelo producía la impresión de que toda su cabeza estaba ardiendo.

Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del castillo durante días y días; el nivel del lago subió, los arriates de flores se transformaron en arroyos de agua sucia y las calabazas de Hagrid adquirieron el tamaño de cobertizos. El entusiasmo de Oliver Wood, sin embargo, no se enfrió, y por este motivo Harry, a última hora de una tormentosa tarde de sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se encontraba volviendo a la torre de Gryffindor, calado hasta los huesos y salpicado de barro.

Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban al equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de las nuevas Nimbus 2.001. Dijeron que lo único que podían describir del juego del equipo de Slytherin era que los jugadores cruzaban el aire como centellas y no se les veía de tan rápido como volaban.

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