David - FUEGO.PDF

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Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí misma.

A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los trabajos. Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta gracia cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les había agotado el repertorio de desgracias.

El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como preparación a su clase de encantamientos convocadores.

Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario comportamiento.

—No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.

De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.

—Harás lo que te digo —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesor Moody... Me han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.

Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante doloroso para impedirle replicar. Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año anterior para que despidieran a Hagrid.

Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar un vistazo por encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel: TORNEO DE LOS TRES MAGOS

Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.

—¡Estupendo! —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape no le dará tiempo de envenenarnos a todos!

Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del banquete de bienvenida.

—¡Sólo falta una semana! —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—. Me pregunto si Cedric estará enterado. Me parece que voy a decírselo...

—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.

—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.

—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts? —gruñó Ron mientras se abrían camino hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.

—No es idiota. Lo que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch —repuso Hermione—. He oído que es un estudiante realmente bueno. Y es prefecto.

Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.

—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.

—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa —repuso Hermione indignada.

Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»

El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo.

Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de Beauxbatons y Durmstrang...

Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos alumnas de primero hasta la histeria.

Los profesores también parecían algo nerviosos.

—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.

Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw, amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se unían en torno a una enorme hache.

Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.

—Es un peñazo de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos puede evitar eternamente.

—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.

—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.

—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.

—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.

—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos?

—inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?

—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo

—repuso George con amargura—. Me mandó callar y seguir con la transformación del mapache.

—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy peligrosas.

—No delante de un tribunal —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.

—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.

—Bueno, los directores de los colegios participantes deben de formar parte del tribunal —declaró Hermione, y todos se volvieron hacia ella, bastante sorprendidos—, porque los tres resultaron heridos durante el torneo de mil setecientos noventa y dos, cuando se soltó un basilisco que tenían que atrapar los campeones.

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