David - FUEGO.PDF
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—¡No... pronuncies... ese... nombre! —dijo Ron entre sus dientes apretados.
—¿Y recordáis lo que dijo la profesora Trelawney al final de este curso? —siguió Harry, sin hacer casó a Ron.
La profesora Trelawney les daba clase de Adivinación en Hogwarts.
Del rostro de Hermione desapareció la expresión de terror, y lanzó un resoplido de burla.
—Harry, ¡no irás a prestar atención a lo que dijo aquel viejo fraude!
—Tú no estabas allí —contestó Harry—. No la oíste. Aquella vez fue diferente. Ya te lo conté, entró en trance. En un trance de verdad. Y dijo que el Señor Tenebroso se alzaría de nuevo... más grande y más terrible que nunca ... y que lo lograría porque su vasallo iba a regresar con él. Y aquella misma noche escapó Colagusano.
Se hizo un silencio durante el cual Ron hurgaba, sin darse cuenta, en un agujero que había en la colcha de los Chudley Cannons.
—¿Por qué preguntaste si había llegado Hedwig , Harry? —preguntó Hermione—.
¿Esperas carta?
—Le escribí a Sirius contándole lo de mi cicatriz —respondió Harry, encogiéndose de hombros—. Espero su respuesta.
—¡Bien pensado! —aprobó Ron, y su rostro se alegró un poco—. ¡Seguro que Sirius sabe qué hay que hacer!
—Esperaba que regresara enseguida —dijo Harry.
—Pero no sabemos dónde está Sirius... Podría estar en África o ve a saber dónde,
¿no? —opinó sensatamente Hermione—. Hedwig no va a hacer un viaje así en pocos días.
—Sí, ya lo sé —admitió Harry, pero sintió un peso en el estómago al mirar por la ventana y no ver a Hedwig .
—Vamos a jugar a quidditch en el huerto, Harry —propuso Ron—. Vamos, seremos tres contra tres. Jugarán Bill, Charlie, Fred y George... Puedes intentar el
«Amago de Wronski»...
—Ron —dijo Hermione, en tono de «no creó que estés siendo muy sensato»—, Harry no tiene ganas de jugar a quidditch justamente ahora... Está preocupado y cansado. Deberíamos ir todos a dormir.
—Sí que me apetece jugar a quidditch —la contradijo Harry—. Vamos, cogeré mi Saeta de Fuego.
Hermione abandonó la habitación, murmurando algo que sonó más o menos cómo a: «¡Hombres!»
Ni Percy ni su padre pararon mucho en casa durante la semana siguiente. Se marchaban cada mañana antes de que se levantara el resto de la familia, y volvían cada noche después de la cena.
—Es un absoluto caos —contaba Percy dándose tono, la noche antes del retorno a Hogwarts—. Me he pasado toda la semana apagando fuegos. La gente no ha dejado de enviarnos vociferadores y, claro, si no se abren enseguida, estallan. Hay quemaduras por todo mi escritorio, y mi mejor pluma quedó reducida a cenizas.
—¿Por qué envían tantos vociferadores? —preguntó Ginny mientras arreglaba con celo su ejemplar de Mil y una hierbas y hongos mágicos sobre la alfombrilla que había delante de la chimenea de la sala de estar.
—Para quejarse de la seguridad en los Mundiales —explicó Percy—. Reclaman compensaciones por los destrozos en sus propiedades. Mundungus Fletcher nos ha puesto una demanda por una tienda de doce dormitorios con jacuzzi, pero lo tengo calado: sé a ciencia cierta que estuvo durmiendo bajo una capa levantada sobre unos palos.
La señora Weasley miró el reloj de pared del rincón. A Harry le gustaba aquel reloj. Resultaba completamente inútil si lo que uno quería saber era la hora, pero en otros aspectos era muy informativo. Tenía nueve manecillas de oro, y cada una de ellas llevaba grabado el nombre de un miembro de la familia Weasley. No había números alrededor de la esfera, sino indicaciones de dónde podía encontrarse cada miembro de la familia; indicaciones tales como «En casa», ((En el colegio» y «En el trabajo», pero también «Perdido», «En el hospital» «En la cárcel» y, en la posición en que en los relojes normales está el número doce, ponía «En peligro mortal».
Ocho de las manecillas señalaban en aquel instante la posición «En casa», pero la del señor Weasley, que era la más larga, aún seguía marcando «En el trabajo». La señora Weasley exhaló un suspiro.
—Vuestro padre no había tenido que ir a la oficina un fin de semana desde los días de Quien-vosotros-sabéis —explicó—. Lo hacen trabajar demasiado. Si no vuelve pronto se le va a echar a perder la cena.
—Bueno, papá piensa que tiene que compensar de alguna manera el error que cometió el día del partido, ¿no? —repuso Percy—. A decir verdad, fue un poco imprudente al hacer una declaración pública sin contar primero con la autorización del director de su departamento...
—¡No te atrevas a culpar a tu padre por lo que escribió esa miserable de Skeeter!
—dijo la señora Weasley, estallando de repente.
—Si papá no hubiera dicho nada, la vieja Rita habría escrito que era lamentable que nadie del Ministerio informara de nada —intervino Bill, que estaba jugando al ajedrez con Ron—. Rita Skeeter nunca deja bien a nadie. Recuerda que en una ocasión entrevistó a todos los rompedores de maldiciones de Gringotts, y a mí me llamó «gilí del pelo largo».
—Bueno, la verdad es que está un poco largo, cielo —dijo con suavidad la señora Weasley—. Si me dejaras tan sólo que...
—No, mamá.
La lluvia golpeaba contra la ventana de la sala de estar. Hermione se hallaba inmersa en el Libro reglamentario de hechizos, curso 4º , del que la señora Weasley había comprado ejemplares para ella, Harry y Ron en el callejón Diagon. Charlie zurcía un pasamontañas a prueba de fuego. Harry, que tenía a sus pies el equipo de mantenimiento de escobas voladoras que le había regalado Hermione el día en que cumplió trece años, le sacaba brillo a su Saeta de Fuego. Fred y George estaban sentados en un rincón algo apartado, con las plumas en la mano, cuchicheando con la cabeza inclinada sobre un pedazo de pergamino.
—¿Qué andáis tramando? —les preguntó la señora Weasley de pronto, con los ojos clavados en ellos.
—Son deberes —explicó vagamente Fred.
—No digas tonterías. Todavía estáis de vacaciones —replicó la señora Weasley.
—Sí, nos hemos retrasado bastante —repuso George.
—No estaréis por casualidad redactando un nuevo cupón de pedido, ¿verdad?
—dijo con recelo la señora Weasley—. Espero que no se os haya pasado por la cabeza volver a las andadas con los «Sortilegios Weasley».
—¡Mamá! —dijo Fred, levantando la vista hacia ella, con mirada de dolor—. Si mañana se estrella el expreso de Hogwarts y George y yo morimos, ¿cómo te sentirías sabiendo que la última cosa que oímos de ti fue una acusación infundada?
Todos se rieron, hasta la señora Weasley.
—¡Ya viene vuestro padre! —anunció repentinamente, al volver a mirar el reloj.
La manecilla del señor Weasley había pasado de pronto de «En el trabajo» a
«Viajando». Un segundo más tarde se había detenido en la indicación «En casa», con las demás manecillas, y lo oyeron en la cocina.
—¡Voy, Arthur! —dijo la señora Weasley, saliendo a toda prisa de la sala.
Un poco después el señor Weasley entraba en la cálida sala de estar, con su cena en una bandeja. Parecía reventado de cansancio.
—Bueno, ahora sí que se va a armar la gorda —dijo, sentándose en un butacón junto al fuego, y jugueteando sin entusiasmo con la coliflor un poco mustia de su plato—. Rita Skeeter se ha pasado la semana husmeando en busca de algún otro lío ministerial del que informar en el periódico, y acaba de enterarse de la desaparición de la pobre Bertha, así que ya tiene titular para El Profeta de mañana. Le advertí a Bagman que debería haber mandado a alguien a buscarla hace mucho tiempo.
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