David - FUEGO.PDF

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—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No... toques... la varita... de papá...

¡Ay!

Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:

—¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!

Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo mayores que Kevin. Montaban en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando el húmedo césped con los dedos de los pies. Un mago del Ministerio que parecía tener mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado:

—¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo viera...

Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar. Tres magos africanos enfundados en túnicas blancas conversaban animadamente mientras asaban algo que parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de brujas norteamericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, sentadas bajo una destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las brujas de Salem.» Desde el interior de las tiendas por las que iban pasando les llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo

—Eh... ¿son mis ojos, o es que se ha vuelto todo verde? —preguntó Ron.

No eran los ojos de Ron. Habían llegado a un área en la que las tiendas estaban completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que unos extraños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes. De pronto oyeron sus nombres a su espalda:

—¡Harry!, ¡Ron!, ¡Hermione!

Era Seamus Finnigan, su compañero de cuarto curso de la casa Gryffindor. Estaba sentado delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo rubio cobrizo que debía de ser su madre, y su mejor amigo, Dean Thomas, también de Gryffindor.

—¿Os gusta la decoración? —preguntó Seamus, sonriendo, cuando los tres se acercaron a saludarlos—. Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.

—El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras simpatías? —dijo la señora Finnigan—. Tendríais que ver lo que han colgado los búlgaros en sus tiendas. Supongo que estaréis del lado de Irlanda —añadió, mirando a Harry, Ron y Hermione con sus brillantes ojillos.

Se fueron después de asegurarle que estaban a favor de Irlanda, aunque, como dijo Ron:

—Cualquiera dice otra cosa rodeado de todos ésos.

—Me pregunto qué habrán colgado en sus tiendas los búlgaros —dijo Hermione.

—Vamos a echar un vistazo —propuso Harry, señalando una gran área de tiendas que había en lo alto de la ladera, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria, roja, verde y blanca.

En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas colgaba el mismo póster, que mostraba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras.

La fotografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el entrecejo.

—Es Krum —explicó Ron en voz baja.

—¿Quién? —preguntó Hermione.

—¡Krum! —repitió Ron—. ¡Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria!

—Parece que tiene malas pulgas —comentó Hermione, observando la multitud de Krums que parpadeaban, ceñudos.

—¿Malas pulgas? —Ron levantó los ojos al cielo—. ¿Qué más da eso? Es increíble. Y es muy joven, además. Sólo tiene dieciocho años o algo así. Es genial.

Esperad a esta noche y lo veréis.

Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se pusieron al final, inmediatamente detrás de dos hombres que estaban enzarzados en una acalorada discusión. Uno de ellos, un mago muy anciano, llevaba un camisón largo estampado. El otro era evidentemente un mago del Ministerio: tenía en la mano unos pantalones de mil rayas y parecía a punto de llorar de exasperación.

—Tan sólo tienes que ponerte esto, Archie, sé bueno. No puedes caminar por ahí de esa forma: el muggle de la entrada está ya receloso.

—Me compré esto en una tienda muggle —replicó el mago anciano con testarudez—. Los muggles lo llevan.

—Lo llevan las mujeres muggles, Archie, no los hombres. Los hombres llevan esto

—dijo el mago del Ministerio, agitando los pantalones de rayas.

—No me los pienso poner —declaró indignado el viejo Archie—. Me gusta que me dé el aire en mis partes privadas, lo siento.

A Hermione le dio tal ataque de risa en aquel momento que tuvo que salirse de la cola, y no volvió hasta que Archie se fue con el agua.

Volvieron por el campamento, caminando más despacio por el peso del agua. Por todas partes veían rostros familiares: estudiantes de Hogwarts con sus familias. Oliver Wood, el antiguo capitán del equipo de quidditch al que pertenecía Harry, que acababa de terminar en Hogwarts, lo arrastró hasta la tienda de sus padres para que lo conocieran, y le dijo emocionado que acababa de firmar para formar parte de la reserva del Puddlemere United. Cerca de allí se encontraron con Ernie Macmillan, un estudiante de cuarto de la casa Hufflepuff, y luego vieron a Cho Chang, una chica muy guapa que jugaba de buscadora en el equipo de Ravenclaw. Cho Chang le hizo un gesto con la mano y le sonrió. Al devolverle el saludo, Harry se volcó encima un montón de agua.

Para que Ron dejara de reírse, Harry señaló a un grupo de adolescentes a los que no había visto nunca.

—¿Quiénes serán? —preguntó—. No van a Hogwarts, ¿verdad?

—Supongo que estudian en el extranjero —respondió Ron—. Sé que hay otros colegios, pero no conozco a nadie que vaya a ninguno de ellos. Bill se escribía con un chico de Brasil... hace una pila de años... Quería hacer intercambio con él, pero mis padres no tenían bastante dinero. El chico se molestó mucho cuando se enteró de que Bill no iba a ir, y le envió un sombrero encantado que hizo que se le cayeran las orejas para abajo como si fueran hojas mustias.

Harry se rió, y no confesó que le sorprendía enterarse de que existían otros colegios de magia. Al ver a representantes de tantas nacionalidades en el cámping, pensó que había sido un tonto al creer que Hogwarts sería el único. Observó que Hermione no parecía nada sorprendida por la información. Sin duda, ella había tenido noticia de otros colegios de magia al leer algún libro.

—Habéis tardado siglos —dijo George, cuando llegaron por fin a las tiendas de los Weasley.

—Nos hemos encontrado a unos cuantos conocidos —explicó Ron, dejando la cazuela—. ¿Aún no habéis encendido el fuego?

—Papá lo está pasando bomba con los fósforos —contestó Fred.

El señor Weasley no lograba encender el fuego, aunque no porque no lo intentara.

A su alrededor, el suelo estaba lleno de fósforos consumidos, pero parecía estar disfrutando como nunca.

—¡Vaya! —exclamaba cada vez que lograba encender un fósforo, e inmediatamente lo dejaba caer de la sorpresa.

—Déjeme, señor Weasley —dijo Hermione amablemente, cogiendo la caja para mostrarle cómo se hacía.

Al final encendieron fuego, aunque pasó al menos otra hora hasta que se pudo cocinar en él. Sin embargo, había mucho que ver mientras esperaban. Habían montado las tiendas delante de una especie de calle que llevaba al estadio, y el personal del Ministerio iba por ella de un lado a otro apresuradamente, y al pasar saludaban con cordialidad al señor Weasley. Éste no dejaba de explicar quiénes eran, sobre todo a Harry y a Hermione, porque sus propios hijos sabían ya demasiado del Ministerio para mostrarse interesados.

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