Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- Entonces debiéramos tener un informe esta noche -dijo el general-. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.
- Mañana, a primera hora.
- Mantente alejado de él, si la cosa no va bien -dijo el general-. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.
- Sin embargo, acerca de lo de los fascistas… -Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras -dijo el general, sonriendo-. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.
- Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje -dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.
- ¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en-él.
- Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.
- Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?
- Busca tú la respuesta -dijo Karkov-. Yo me voy a la cama.
Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.
Capítulo treinta y tres
Eran las dos de la madrugada cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.
Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:
- ¿Qué es lo que te pasa, mujer?
- Pablo se ha marchado.
Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.
- ¿Cuándo? -preguntó.
- Debe de hacer una hora.
- ¿Y que más?
- Se ha llevado algunas cosas tuyas -dijo la mujer con aire desolado.
- ¿El qué?
- No lo sé. Ven a verlo.
Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:
- ¿Es la hora?
- No -susurró Robert Jordan-. Duerme, viejo.
Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.
Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.
Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.
- A eso llamas tú guardar mi equipo -dijo.
- He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo -aseguró Pilar.
- Has dormido bien.
- Oye -dijo Pilar-, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adonde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego -prosiguió ella desconsolada- como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.
- Vamos -dijo Robert Jordan.
Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.
- ¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?
- Hay dos senderos más.
- ¿Quién está arriba?
- Eladio.
Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.
- ¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?
- Debe de hacer una hora.
- Entonces no hay nada que hacer -dijo Robert Jordan-. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.
- Yo te las guardaré.
- ¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.
- Inglés -dijo la mujer-, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.
Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.
Puso una mano sobre su hombro:
- No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.
- Pero ¿qué es lo que se ha llevado?
- Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.
- ¿Era una parte del mecanismo para la explosión?
- Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.
- Y se los ha llevado también -dijo ella, acongojada-. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.
Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.
- Vete a dormir -dijo él-. Estaremos mejor sin Pablo.
- Voy a ver a Eladio.
- No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.
- Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.
- No -dijo él-. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.
Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.
- Déjame que te las cosa.
- Antes de salir -dijo él suavemente-. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.
- Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.
- Las tendrás muy temprano -dijo-. Vete a dormir Pilar.
- No -dijo ella-. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.
- Vete a dormir, Pilar -le dijo él, con dulzura-. Vete a dormir.
Capítulo treinta y cuatro
Los fascistas ocupaban las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.
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