Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- ¿Cómo te llamas? -preguntó Jordan.
- Agustín -dijo el hombre-. Me llamo Agustín y me muero de aburrimiento en este lugar.
- Daremos tu mensaje -dijo Jordan, y pensó que aburrimiento era una palabra que ningún campesino del mundo usaría en ninguna otra lengua. Y sin embargo, es la palabra más corriente en boca de un español de cualquier clase.
- Escucha -dijo Agustín, y acercándose puso la mano en el hombro de Robert. Luego encendió un yesquero y sopiando en la mecha, para alumbrarse mejor, miró a la cara al extranjero.
- Te pareces al otro -dijo-; pero un poco distinto. Escucha -agregó apagando el yesquero y volviendo a coger el fusil-. Dime, ¿es verdad lo del puente?
- ¿El qué del puente?
- Que vas a volar esa mierda de puente y que vamos a tener que irnos de estas puñeteras montañas.
- No lo sé.
- No lo sabes -dijo Agustín-; ¡qué barbaridad! ¿Para qué es entonces esa dinamita?
- Es mía.
- ¿Y no sabes para qué es? No me cuentes cuentos.
- Sé para qué es y lo sabrás tú cuando llegue el momento -prometió Jordan-; pero ahora vamos al campamento.
- Vete a la mierda -dijo Agustín-. J… con el tío. ¿Quieres que te diga algo que te interesa?
- Sí, si no es una mierda -repuso Jordan, empleando la palabra grosera que había salpicado la conversación.
Aquel hombre hablaba de un modo tan grosero, añadiendo una indecencia a cada nombre y adjetivo, utilizando la misma indecencia en forma de verbo, que Jordan se preguntaba si podría decir una sola palabra sin adornarla. Agustín se rió en la oscuridad al oírle decir mierda.
- Es una manera de hablar que yo tengo. A lo mejor es fea. ¿Quién sabe? Cada cual habla a su estilo. Escucha, no me importa nada el puente. Se me da tanto del puente como de cualquier otra cosa. Además, me aburro a muerte en estas montañas. Ojalá tengamos que marcharnos. Estas montañas no me dicen nada a mí. Ojalá tengamos que abandonarlas. Pero quiero decirte una cosa. Guarda bien tus explosivos.
- Gracias -dijo Jordan-. Pero ¿de quién tengo que guardarlos? ¿De ti?
- No -dijo Agustín-. De gente menos j… que yo.
- ¿Y por qué? -preguntó Jordan.
- ¿Tú comprendes el español? -preguntó Agustín, hablando menos seriamente-. Bueno, pues ten cuidado de esa mierda de explosivos.
- Gracias.
- No, no me des las gracias. Cuida bien de ellos.
- ¿Ha sucedido algo?
- No, o no perdería el tiempo hablándote de esta forma.
- Gracias de todas maneras. Vamos al campamento.
- Bueno -dijo Agustín-. Decidles que envíen aquí alguien que sepa el santo y seña.
- ¿Te veremos en el campamento?
- Sí, hombre, en seguida.
- Vamos -dijo Jordan a Anselmo.
Empezaron a bordear la pradera, que estaba envuelta en una niebla gris. La hierba formaba una espesa alfombra debajo de sus pies, con las agujas de pino, y el rocío de la noche mojaba la suela de sus alpargatas. Más allá, por entre los árboles, Jordan vio una luz que imaginó que señalaba la boca de la cueva.
- Agustín es un hombre muy bueno -advirtió Anselmo-. Habla de una manera muy cochina y siempre está de broma, pero es un hombre de mucha confianza.
- ¿Le conoces bien?
- Sí, desde hace tiempo. Y es un hombre de mucha confianza.
- ¿Y es cierto lo que dice?
- Sí, ese Pablo es cosa mala; ya verás.
- ¿Y qué podríamos hacer?
- Hay que estar en guardia constantemente.
- ¿Quién?
- Tú, yo, la mujer, Agustín. Porque Agustín ha visto el peligro.
- ¿Pensabas que las cosas iban a ir tan mal como van?
- No -dijo Anselmo-. Se han puesto mal de repente. Pero era necesario venir aquí. Esta es la región de Pablo y del Sordo. En estos lugares tenemos que entendérnoslas con ellos, a menos que se haga algo para lo que no se necesite la ayuda de nadie.
- ¿Y el Sordo?
- Bueno -dijo Anselmo-. Es tan bueno como malo el otro.
- ¿Crees que es realmente malo?
- He estado pensando en ello toda la tarde, y después de oír lo que hemos oído, creo que es así. Es así.
- ¿No sería mejor que nos fuéramos, diciendo que se trata de otro puente y buscáramos otras bandas?
- No -dijo Anselmo-. En esta parte mandan ellos. No puedes moverte sin que lo sepan. Así es que hay que andarse con muchas precauciones.
Capítulo cuarto
Descendieron hasta la entrada de la cueva en la que se veía brillar una luz colándose por las rendijas de la manta que cubría la abertura. Las dos mochilas estaban al pie de un árbol y Jordan se arrodilló junto a ellas y palpó la lona húmeda y tiesa que las cubría. En la oscuridad tanteó bajo la lona hasta encontrar el bolsillo exterior de uno de los fardos, de donde sacó una cantimplora que se guardó en el bolsillo. Abrió el candado que cerraba las cadenas que pasaban por los agujeros de la boca de la mochila y desatando las cuerdas del forro interior palpó con sus manos para comprobar el contenido. Dentro de una de las mochilas estaban los bloques envueltos en sus talegos y los talegos envueltos a su vez en el saco de dormir. Volvió a atar las cuerdas y pasó la cadena con su candado; palpó el otro fardo y tocó el contorno duro de la caja de madera del viejo detonador y la caja de habanos que contenía las cargas. Cada uno de los pequeños cilindros había sido enrollado cuidadosamente con el mismo cuidado con que, de niño, empaquetaba su colección de huevos de pájaros salvajes. Palpó el bulto de la ametralladora, separada del cañón y envuelta en un estuche de cuero, los dos detonadores y los cinco cargadores en uno de los bolsillos interiores del fardo más grande y las pequeñas bobinas de hilo de cobre y el gran rollo de cable aislante en el otro. En el bolsillo interior donde estaba el cable, palpó las pinzas y los dos punzones de madera destinados a horadar los extremos de los bloques. Del último bolsillo interior sacó una gran caja de cigarrillos rusos, una de las cajas procedentes del cuartel general de Golz, y cerrando la boca del fardo con el candado, dejó caer las carteras de los bolsillos y cubrió las dos mochilas con la lona. Anselmo entraba en la cueva en esos momentos.
Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.
Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.
- ¿Qué es eso que traes? -preguntó Pablo.
- Mis cosas -dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.
- ¿No puedes dejarlo fuera? -preguntó Pablo.
- Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad -dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.
- No me gusta tener dinamita en la cueva -dijo Pablo.
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