Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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En lo alto de la cuesta, Pilar, acurrucada detrás de un árbol, observaba el fragmento de carretera que descendía del puerto. Tenía tres fusiles cargados y tendió uno de ellos a Primitivo cuando éste fue a colocarse a su lado.
- Ponte ahí -le dijo-, detrás de ese árbol. Tú, gitano, más abajo -y señaló un árbol más abajo-. ¿Ha muerto?
- No. Todavía no -dijo Primitivo.
- ¡Qué mala suerte! -dijo Pilar-. Si hubiéramos sido dos más, no hubiera sucedido. Fernando debería haberse tumbado detrás de los montones de serrín. ¿Está bien donde le habéis dejado?
Primitivo afirmó con la cabeza.
- Cuando el inglés vuele el puente, ¿llegarán hasta aquí los pedazos? -preguntó el gitano detrás del árbol.
- No lo sé -dijo Pilar-; pero Agustín, con la máquina, está más cerca que tú. El inglés no le hubiera colocado allí si estuviera demasiado cerca.
- Me acuerdo de que cuando hicimos saltar el tren, la lámpara de la locomotora pasó por encima de mi cabeza y los trozos de acero volaban como golondrinas.
- Tienes recuerdos muy poéticos -dijo Pilar-. Como golondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te has portado bien hoy. Ahora, cuidado no vaya a cogerte otra vez el miedo.
- Bueno, yo he preguntado solamente si llegarían hasta aquí los hierros, para saber si tendría que seguir detrás del tronco del árbol -dijo el gitano.
- Quédate ahí -dijo Pilar-. ¿A cuántos has matado?
- Pues a cinco. Dos, aquí, ¿no ves al otro extremo del puente? Mira, fíjate. ¿Ves? -Y señaló con el dedo.- Había ocho en el puesto de Pablo. Estuve vigilando ese puesto por orden del inglés.
Pilar soltó un bufido y luego dijo, encolerizada:
- ¿Qué le pasa a ese inglés? ¿Qué porquería está haciendo debajo del puente? ¡Vaya mandanga! ¿Está construyendo un puente o va a volarlo?
Irguió la cabeza y miró a Anselmo acurrucado detrás del poyo.
- ¡Eh, viejo! -gritó-; ¿qué es lo que le pasa a ese puerco de inglés?
- Paciencia, mujer -gritó Anselmo, sosteniendo el alambre con suavidad aunque con firmeza entre sus manos-. Está terminando su trabajo.
- La gran puta, ¿por qué tarda tanto?
- Es muy concienzudo -gritó Anselmo-. Es un trabajo científico.
- Me cago en la ciencia -gritó Pilar, con rabia, dirigiéndose al gitano-. Que ese puerco lo vuele, o que no se hable más de eso. María -gritó con voz ronca, dirigiéndose a lo alto de la cuesta-. Tu inglés… -Y soltó una andanada de obscenidades a propósito de los actos imaginarios de Jordan debajo del puente.
- Cálmate, mujer -le gritó Anselmo desde la carretera-. Está haciendo un trabajo enorme. Acaba en estos momentos.
- Al diablo con él -rugió Pilar-. Lo importante es la rapidez.
En aquel momento oyeron el tiroteo más abajo, en la carretera, en el lugar en que Pablo ocupaba el puesto que había tomado. Pilar dejó de maldecir y escuchó atentamente.
- ¡Ay! -exclamó-. ¡Ay!, ¡ay! Ahora sí que se ha armado!
Robert Jordan oyó también el tiroteo cuando arrojaba el rollo de alambre por encima del puente y trepaba hacia arriba. Mientras apoyaba las rodillas en el borde de hierro del puente, con las manos extendidas hacia delante, oyó la ametralladora que disparaba en el recodo de más abajo. El ruido no era el del arma automática de Pablo. Se puso de pie y después, inclinándose, echó el alambre por encima del pretil del puente para ir soltándolo mientras retrocedía andando de costado a lo largo del puente.
Oía el tiroteo y, sin dejar de moverse, lo sentía golpear dentro de sí, como si hallara eco en su diafragma. A medida que retrocedía, fue oyéndolo más y más cercano. Miró hacia el recodo de la carretera. Estaba libre de coches, tanques y hombres. La carretera continuaba vacía cuando se hallaba a medio camino de la extremidad del puente. Seguía aún vacía cuando había hecho las tres cuartas partes del camino, desenrollando siempre el alambre con cuidado, para evitar que se enredara, y seguía aún vacía cuando trepó alrededor de la garita del centinela, extendiendo el brazo para mantener apartado el alambre de modo que no se enredase en los barrotes de hierro. Por fin se encontró en la carretera, que continuaba vacía; subió rápidamente la cuesta de la cuneta, al borde de la carretera, extendiendo siempre el hilo, con el gesto del jugador que intenta atrapar una pelota que viene muy alta, y quedó casi frente a Anselmo; la carretera seguía aún libre más allá del puente.
En ese preciso instante oyó un camión que bajaba y, por encima de su hombro, le vio acercarse al puente. Arrollandose el alambre en torno de su muñeca, gritó a Anselmo:
- Hazlo saltar.
Y hundió los talones en el suelo, echándose hacia atrás con todas sus fuerzas para tirar del alambre. Se oyó el ruido del camión al acercarse, cada vez más potente, y allí estaba la carretera, con el centinela muerto, el largo puente, el trecho de carretera, más allá, aún libre, y luego hubo un estrépito infernal y el centro del puente se levantó por los aires, como una ola que se estrella contra los rompientes, y Robert Jordan sintió la ráfaga de la explosión llegar hasta él en el mismo instante en que se arrojaba de bruces en la cuneta llena de piedras, protegiéndose la cabeza con las manos. Aún tenía la cara pegada a las piedras cuando el puente descendió de los aires y el olor acre y familiar del humo amarillento le envolvió mientras comenzaban a llover los trozos de acero.
Cuando los pedazos de acero dejaron de caer, él seguía vivo aún. Levantó la cabeza y miró al puente. La parte central había desaparecido. La carretera y el resto del puente estaban sembrados de pedazos de hierro, retorcidos y relucientes. El camión se había detenido un centenar de metros más arriba. El conductor y los dos hombres que le acompañaban corrían buscando refugio.
Fernando seguía recostado en la cuesta y respiraba aún, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas.
Anselmo estaba tendido de bruces detrás del poyo blanco. Su brazo izquierdo aparecía doblado debajo de la cabeza y el brazo derecho extendido. Aún llevaba el alambre arrollado a la muñeca derecha.
Robert Jordan se levantó, atravesó la carretera, se arrodilló junto a él y vio que estaba muerto. No le volvió la cara por no ver de qué manera le había golpeado el trozo de acero. Estaba muerto, y eso era todo.
Parecía muy pequeño muerto, pensó Robert Jordan. Parecía pequeño con su cabeza gris, y Robert Jordan pensó: «Me pregunto cómo ha podido llevar encima semejantes cargas, si era verdaderamente tan pequeño.» Luego se fijó en la forma de las pantorrillas y en los gruesos muslos por debajo del estrecho pantalón de pana gris y en las alpargatas de suela de cáñamo, muy gastadas. Recogió la carabina y las dos mochilas, casi vacías, atravesó la carretera y cogió el fusil de Fernando.
De un puntapié, apartó un trozo de hierro que había quedado en la carretera. Luego se echó los dos fusiles al hombro, sujetándolos por el cañón, y comenzó a subir la cuesta hacia los árboles. No volvió la cabeza para mirar atrás ni tampoco al otro lado del puente, hacia la carretera. Más abajo seguían disparando, pero aquello no le preocupaba.
Los humos del TNT le hicieron toser. Estaba como entontecido.
Cuando llegó junto a Pilar, escondida detrás de un árbol, dejó caer uno de los fusiles, junto a los que ya estaban allí. Pilar echó un vistazo y vio que volvían a tener tres fusiles.
- Estáis colocados aquí demasiado arriba -dijo-; hay un camión en la carretera y no podéis verlo. Han creído que era un avión. Sería preferible que os apostárais más abajo. Yo voy a bajar con Agustín para cubrir a Pablo.
- ¿Y el viejo? -preguntó ella, mirándole a la cara.
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