Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- No hables. Es mejor no hablar.
- Tengo que decírtelo, porque es una cosa maravillosa.
- No. -.
- Conejito…
Ella le apretó fuertemente, desvió la cabeza y entonces él preguntó con dulzura:
- ¿Te duele, corderito?
- No -dijo ella-. Es que te estoy agradecida porque he vuelto a estar en la gloria.
Se quedaron quietos, el uno junto al otro, tocándose desde el hombro hasta la planta de los pies, tobillos, muslos, cadera y hombros. Robert Jordan colocó el reloj de manera que pudiese verlo nuevamente, y María dijo:
- Hemos tenido mucha suerte.
- Sí -dijo él-; somos gentes de mucha suerte.
- ¿No es hora de dormir?
- No -dijo él-. Va a empezar todo en seguida.
- Entonces tenemos que levantarnos y comer algo.
- Muy bien.
- ¿No estás preocupado por algo?
- No.
- ¿De veras?
- No, ahora, no.
- Pero ¿estuviste preocupado antes?
- Un instante.
- ¿No podría ayudarte?
- No -contestó-; ya me has ayudado bastante.
- ¿Por eso? Eso fue sólo para mí.
- Fue para los dos -dijo él-. Nadie está nunca a solas en ese terreno. Ven, conejito, vamos a vestirnos.
Pero su mente, que era su mejor compañía, estaba pensando en la gloria.
Ella había dicho la gloria. «Eso no tiene nada que ver con la gloria en inglés ni con la gloire, de que los franceses hablan y escriben. Es algo que se encuentra sólo en el cante jondo y en las saetas. Está en el Greco y en San Juan de la Cruz, y, desde luego, en otros. Yo no soy místico; pero negar eso sería ser tan ignorante como negar el teléfono o el movimiento de la tierra alrededor del sol, o la existencia de otros planetas. ¡Qué pocas cosas conocemos de lo que hay que conocer! Me gustaría vivir mucho, en lugar de morir hoy, porque he aprendido mucho en estos cuatro días sobre la vida. Creo que he aprendido más que durante toda mi vida. Me gustaría ser viejo y saber las cosas a fondo. Me pregunto si se sigue aprendiendo o bien si no hay más que cierta cantidad de cosas que cada hombre puede comprender. Yo creía saber muchas cosas y, de verdad, no sabía nada. Me gustaría tener más tiempo.»
- Me has enseñado mucho, guapa -dijo en inglés.
- ¿Qué dices?
- Que he aprendido mucho de ti.
- ¡Qué va! -exclamó-. Tú sí que tienes instrucción.
«Instrucción -pensó él-. Tengo los primeros rudimentos de una instrucción. Los rudimentos más ínfimos. Si muéro hoy será una pérdida, porque ahora conozco algunas cosas. Me pregunto si las has aprendido hoy porque el poco tiempo que te queda te ha hecho hipersensible. Pero el tiempo no existe. Debieras ser lo suficientemente inteligente para saberlo. He vivido la experiencia de toda una vida desde que llegué a estas montañas. Anselmo es mi amigo más antiguo. Le conozco mejor de lo que conocía a Charles, de lo que conocía a Chub, de lo que conocía a Guy, de lo que conocía a Mike, y los conocía muy bien. Agustín, el malhablado, es hermano mío, y no he tenido nunca más hermano que él. María es mi verdadero amor y mi mujer. Y no he tenido nunca verdadero amor. Nunca he tenido mujer. Ella es también mi hermana, y no he tenido nunca hermana. Y mi hija, y no tendré nunca una hija. Odio el dejar una cosa tan bella.»
Acabó de atarse las alpargatas.
- Encuentro la vida muy interesante -dijo a María.
Ella estaba sentada junto a él, en el saco de dormir, con las manos cruzadas sobre los tobillos. Alguien levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y vieron luz. Era aún de noche y no había el menor atisbo del nuevo día, salvo que, al levantar la cabeza, Jordan vio, por entre los pinos, las estrellas muy bajas. El día llegaba rápidamente en esa época del año.
- ¡Roberto! -exclamó María.
- Sí, guapa.
- En el trabajo de hoy estaremos juntos, ¿no es así?
- Después del comienzo, sí.
- ¿Y en el comienzo no?
- No. Tú estarás con los caballos.
- ¿No podré estar contigo?
- No. Tengo que hacer un trabajo que sólo puedo hacer yo, y estaría preocupado por ti.
- Pero ¿volverás en cuanto lo acabes?
- En seguida -dijo, y sonrió en la oscuridad-. Vamos, guapa, vamos a comer.
- ¿Y tu saco de dormir?
- Enróllalo, si quieres.
- Claro que quiero -dijo ella.
- Déjame que te ayude.
- No. Déjame que lo haga yo sola.
Se arrodilló para extender y enrollar el saco de dormir. Luego, cambiando de parecer, se levantó y lo sacudió. Después volvió a arrodillarse de nuevo para alisarlo y enrollarlo. Robert Jordan recogió las dos mochilas, sosteniéndolas con precaución, para que no se cayera nada por las hendiduras, y se fue por entre los pinos, hasta la entrada de la cueva, donde pendía la manta pringosa. Eran las tres menos diez en su reloj cuando levantó la manta con el codo para entrar en la cueva.
Capítulo treinta y ocho
Ya estaban todos en la cueva; los hombres, de pie delante del hogar; María, atizando el fuego. Pilar tenía el café listo en la cafetera. No había vuelto a acostarse después de haber despertado a Robert Jordan, y estaba sentada en un taburete en medio del ambiente saturado de humo, cosiendo el rasgón de una de las mochilas de Jordan. La otra mochila estaba ya repasada. El fuego iluminaba su cara.
- Come un poco más de cocido -le dijo a Fernando-. ¿Qué importa que tengas la barriga llena? No habrá médico para operarte si te coge el toro.
- No hables así, mujer -dijo Agustín-. Tienes una lengua de grandísima puta.
Estaba apoyado en el fusil automático, cuyos pies aparecían plegados junto al cañón, y tenía los bolsillos llenos de granadas; de un hombro le colgaba la bolsa con las cintas de los proyectiles y en bandolera llevaba una carga completa de municiones. Estaba fumándose un cigarrillo mientras sostenía en la mano una taza de café, que se llenaba de humo cada vez que se la acercaba a los labios.
- Eres una verdadera ferretería andante -le dijo Pilar-. No podrás ir más de cien metros con todo eso.
- ¡Qué va, mujer! -replicó Agustín-. Es cuesta abajo.
- Para ir al puesto es cuesta arriba -dijo Fernando-. Antes de que sea cuesta abajo es cuesta arriba.
- Treparé como una cabra -dijo Agustín-. ¿Y tu hermano? -preguntó a Eladio-. ¿Tu preciosidad de hermano ha desaparecido?
Eladio estaba de pie, apoyado en el muro.
- Calla la boca -le contestó.
Estaba nervioso y sabía que nadie lo ignoraba. Estaba siempre nervioso e irritable antes de la acción. Se apartó de la pared, se acercó a la mesa y empezó a llenarse los bolsillos de granadas, que cogía de uno de los grandes capachos de cuero sin curtir que estaban apoyados contra una pata de la mesa.
Robert Jordan se agachó junto a él delante del capacho. Tomó del capacho cuatro granadas. Tres eran del tipo Mills, de forma ovalada, de casco de hierro dentado, con una palanca de resorte sujeta por una tuerca conectada con el dispositivo de que se tira para hacerla estallar.
- ¿De dónde habéis sacado esto? -preguntó a Eladio.
- ¿Eso? De la República. Fue el viejo quien las trajo.
- ¿Qué tal son?
- Valen más que pesan -dijo Eladio.
- Fui yo quien las trajo -expuso Anselmo-. Sesenta de una vez, y pesaban más de cuarenta kilos, inglés.
- ¿Las habéis utilizado ya? -preguntó Robert Jordan a Pilar.
- ¿Que si las hemos usado? Fue con eso con lo que Pablo acabó con el puesto de Otero.
Cuando Pilar pronunció el nombre de Pablo, Agustín se puso a blasfemar. Robert Jordan vio el semblante de Pilar a la luz del fuego.
- Acaba con eso ya -dijo vivamente a Agustín-. De nada vale hablar.
- ¿Han explotado siempre? -preguntó Robert Jordan, sosteniendo en la mano la granada pintada de gris y probando el mecanismo con la uña del pulgar.
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