Tras larga vigilancia pregunté qué cosa específica debía tratar de ver. Don Juan me silenció con un ademán impaciente.
Me hallaba cansado. Quería dormir. Entrecerré los ojos; me ardían y los froté, pero tenía las manos pegajosas y el sudor me produjo escozor. Miré los picos de lava a través de los párpados entrecerrados, y de pronto la montaña entera se encendió.
Dije a don Juan que, achicando los ojos, podía ver toda la cordillera como una intrincada trama de fibras luminosas.
Me indicó respirar lo menos posible, para conservar la visión de las fibras, y no escudriñarla directamente, sino mirar en forma casual un punto en el horizonte, directamente encima de la pendiente. Seguí sus instrucciones y pude sostener la imagen de una extensión interminable cubierta por una red de luz.
Don Juan dijo, en voz muy suave, que yo debía tratar de aislar zonas de oscuridad dentro del campo de las fibras luminosas, y que al hallar un sitio oscuro abriera de inmediato los ojos y constatara dónde se hallaba ese punto sobre la cara de la pendiente.
Fui incapaz de percibir ningún área oscura. Varias veces entrecerré los ojos para luego abrirlos. Acercándose, don Juan señaló un sitio a mi derecha, y después otro justamente frente a mí. Intenté cambiar la posición de mi cuerpo; pensé que acaso, si variaba mi perspectiva, me sería posible percibir la supuesta zona de oscuridad que él indicaba, pero don Juan sacudió mi brazo y me dijo, en tono severo, que me quedase quieto y fuera paciente.
Volví a achicar los ojos y una vez más vi la red de fibras luminosas. La miré un momento y luego ensanché los ojos. En ese instante oí un leve retumbar -podría haberse explicado fácilmente como el sonido distante de un aeroplano a reacción- y luego, con los ojos de par en par, vi toda la fila de montañas frente a mí como un enorme campo de minúsculos puntos de luz. Fue como si por un momento fugaz ciertos granos metálicos en la lava solidificada reflejasen el sol al unísono. Luego la luz se opacó y se apagó de repente, y las montañas se convirtieron en una masa de roca café oscuro, sin brillo, y al mismo tiempo el viento empezó a soplar y enfrió el día.
Quise volverme para ver si una nube había tapado el sol, pero don Juan me detuvo la cabeza y no me permitió moverla. Dijo que, si me volvía, acaso alcanzara a ver a una entidad de las montañas, el aliado que nos iba siguiendo. Me aseguró que yo carecía de la fuerza necesaria para soportar una visión de tal naturaleza, y añadió en tono deliberado que el rumor llegado a mis oídos era la forma peculiar en que un aliado anunciaba su presencia.
Luego se puso en pie y anunció que íbamos a subir por la ladera.
– ¿A dónde vamos? -pregunté.
Señaló una de las áreas que había indicado como sitio de oscuridad. Explicó que el "no-hacer" le había permitido destacar ese punto como un posible centro de poder, o quizá como un lugar donde podrían hallarse objetos de poder.
Tras un penoso ascenso, llegamos al sitio que tenía en mente. Se quedó quieto un momento, a poca distancia de mí. Traté de acercarme, pero él me hizo una, seña con la mano y me detuve. Parecía estarse orientando. Yo podía ver que su nuca se movía como si sus ojos barrieran la montaña de arriba a abajo; luego con paso firme, encabezó la marcha hacia una saliente. Tomó asiento y se puso a limpiar la saliente, quitando con la mano la tierra suelta. Cavó con los dedos en torno de un pequeño trozo de roca que sobresalía del suelo, quitando la. tierra que lo rodeaba. Luego me ordenó sacarlo.
Cuando hube desalojado el trozo de roca, don Juan me indicó meterlo de inmediato en mi camisa, porque era un objeto de poder que me pertenecía. Dijo que me lo daba para su custodia, y que yo debía pulirlo y cuidarlo.
Acto seguido empezamos a descender por una cañada, y un par de horas después nos hallábamos en el desierto alto, al pie de las montañas volcánicas. Don Juan caminaba unos tres metros delante de mí, a buen paso constante. Fuimos hacia el sur hasta que el sol ya casi se había puesto. Un pesado banco de nubes, hacia occidente, lo ocultaba, pero detuvimos la marcha hasta suponer que su disco había desaparecido tras el horizonte.
Entonces don Juan cambió de ruta y me guió hacia el sureste. Traspusimos un cerro; en la cima avisoré cuatro hombres que venían del sur hacia nosotros.
Miré a don Juan. Jamás habíamos encontrado gente en nuestras excursiones y yo ignoraba qué hacer en un caso así. Pero él no pareció preocuparse. Siguió andando como si nada ocurriera.
Los hombres se movían sin prisa; reposada y tortuosamente venían a nosotros. Cuando estuvieron mas cerca noté que eran cuatro indios jóvenes. Mostraron reconocer a don Juan. Él les habló en español. Lo trataban con gran respeto, y sus voces eran suaves. Sólo uno de ellos me habló. Pregunté a don Juan, en un susurro, si también yo podía dirigirles la palabra, y él meneó la cabeza en sentido afirmativo.
Una vez que les hablé, estuvieron muy amigables y comunicativos, especialmente el que me había hablado primero. Me contaron que buscaban cuarzos de poder. Dijeron que llevaban muchos días vagando, por las montañas de lava, pero sin suerte.
Don Juan miró en torno y señaló una zona rocosa como a doscientos metros de distancia.
– Ése es buen sitio para acampar un rato -dijo.
Echó a andar hacia las rocas y todos lo seguimos.
El sitio elegido era muy áspero. Carecía de arbustos. Nos sentamos en las rocas. Don Juan anunció que volvía al matorral a reunir algunas ramas secas para hacer leña.
Quise ayudarlo, pero me susurró que éste sería un fuego especial para aquellos jóvenes valerosos, y que no necesitaba mi ayuda.
Los jóvenes se apiñaron en torno mío. Uno de ellos tomó asiento reclinando su espalda contra la. mía. Me sentí un poco apenado.
Al volver con una pila de varas don Juan, encomie lo cuidadosos que eran, y me dijo que, como aprendices de brujo, tenían la regla de formar un circulo con dos personas en el centro, espalda contra espalda, cuando salían en partidas a cazar objetos de poder.
Uno de los jóvenes me preguntó si alguna vez había yo encontrado cristales de cuarzo. Le dije que don Juan nunca me había llevado a buscarlos.
Don Juan escogió un lugar cercano a un gran peñasco y empezó a armar una hoguera. Ninguno de los jóvenes acudió a ayudarlo; lo observaban con atención. Cuando todas las varas ardían, don Juan tomó asiento con la espalda contra el peñasco. El fuego quedaba a su derecha.
Al parecer, los jóvenes se hallaban al tanto de la situación, pero yo no tenía la menor idea acerca del procedimiento a seguir en tratos con aprendices de brujería.
Observé a los jóvenes. Formaban un semicírculo perfecto, encarando a don Juan. Advertí que don Juan me miraba de frente, y que dos jóvenes hablan tomado asiento a mi izquierda y los otros dos a mi derecha.
Don Juan empezó a contarles que yo estaba en las montañas de lava para aprender a “no-hacer”, y que un aliado nos andaba siguiendo. Me pareció un comienzo muy dramático, y por lo visto lo era. Los jóvenes cambiaron de postura y se sentaron sobre la pierna izquierda. Yo no había observado qué posición tenían antes. Suponía que tenían las piernas cruzadas, igual que yo. Un vistazo a don Juan me reveló que también él estaba sentado sobre la pierna izquierda. Hizo con la barbilla un gesto apenas perceptible, señalando mi postura. Plegué la pierna con disimulo.
Don Juan me había dicho una vez que ésa era la postura adoptada por un brujo cuando las cosas estaban inciertas. Pero siempre había resultado, para mi, una posición muy fatigosa. Sentí que me costaría un esfuerzo terrible quedarme sentado así mientras durara su charla. Don Juan parecía comprender por entero mi desventaja, y en forma sucinta explicó a los jóvenes que los cristales de cuarzo podían hallarse en ciertos sitios específicos de aquella zona, y de que una vez hallados se requerían técnicas especiales para convencerlos de dejar su morada. Entonces los cuarzos se convertían en el hombre mismo, y su poder escapaba al entendimiento.
Читать дальше