– No importa cómo lo hayan criado a uno -dijo él-. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.
– ¿Qué es el poder personal?
– El poder personal es un sentimiento -dijo-. Algo como tener suerte. O podríamos llamarlo un estado de ánimo. El poder personal es algo que uno adquiere sin importar su propio origen. Ya te he dicho que un guerrero es un cazador de poder, y que te estoy enseñando a cazarlo y guardarlo. Lo difícil contigo, que es lo difícil con todos nosotros, es que te convenzas. Necesitas creer que el poder personal puede usarse y que es posible guardarlo, pero hasta ahora no te has convencido.
Le dije que se había dado a entender y que yo estaba tan convencido como jamás lo estaría. Rió.
– No hablo de ese tipo de convicción -dijo.
Dio dos o tres puñetazos suaves en mi hombro y añadió con un cacareo:
– No necesito que me sigas la corriente, ya lo sabes
Me sentí obligado a asegurarle que hablaba en serio.
– No lo dudo -dijo-. Pero estar convencido significa que puedes actuar por ti mismo. Todavía te costará una gran cantidad de esfuerzo el hacerlo.
Queda mucho por hacer. Apenas empiezas.
Quedó en silencio un momento. Su rostro adquirió una expresión de placidez.
– Es muy extraño, pero a veces me haces acordar a mí mismo -prosiguió-. Tampoco yo quería seguir el camino del guerrero-. Creía que tanto trabajo era para nada, y puesto que todos vamos a morir, ¿qué importaba el ser guerrero? Me equivocaba. Pero tuve que descubrirlo por mi propia cuenta. Cuando llegues a descubrir que te equivocas, y que ciertamente hay un mundo de diferencia, podrás decir que estás convencido. Y entonces puedes seguir adelante por tu cuenta. Y a lo mejor, por tu cuenta, hasta te haces hombre de conocimiento.
Le pedí explicar qué quería decir con hombre de conocimiento.
– Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias del aprendizaje -dijo-. Un hombre que, sin apurarse ni desfallecer, ha llegado lo más lejos que puede en desentrañar los secretos del poder personal.
Discutió el concepto en términos breves y luego lo desechó como tema de conversación, diciendo que yo sólo debía preocuparme por la idea de almacenar poder personal.
– Eso es incomprensible -protesté-. De veras, no puedo figurarme qué es lo que está usted diciendo.
– Cazar poder es un evento peculiar -dijo-. Primero tiene que ser una idea, luego hay que arreglarlo, paso a paso, y luego ¡pum! Sucede.
– ¿Cómo sucede?
Don Juan se puso en pie. Empezó a estirar los brazos, arqueando la espalda como gato. Sus huesos, como de costumbre, produjeron una serie de sonidos chasqueantes.
– Vámonos -dijo-. Tenemos que hacer un largo viaje.
– Pero tengo tantas cosas que preguntarle -dije.
– Vamos a un sitio de poder -respondió al entrar en su casa-. ¿Por qué no guardas tus preguntas para cuando estemos allí? A lo mejor tenemos oportunidad de hablar.
Pensé que iríamos en coche, de modo que me levanté y fui a mi auto, pero don Juan me llamó desde la casa y me indicó tomar mi red con guajes. Me estaba esperando a la orilla del chaparral desértico detrás de su casa.
– Hay que apurarse -dijo.
A eso de las tres de la tarde llegamos a las primeras faldas de la Sierra Madre occidental. Había sido un día cálido, pero hacia el atardecer el viento se enfrió. Don Juan tomó asiento en una roca y me hizo seña de imitarlo.
– ¿Qué vamos a hacer aquí esta vez, don Juan?
– Sabes muy bien que venimos a cazar poder.
– Lo sé. ¿Pero qué vamos a hacer aquí en particular?
– Sabes que no tengo la menor idea.
– ¿Quiere usted decir que nunca sigue un plan?
– Cazar poder es un asunto muy extraño -dijo-. No hay manera de planearlo por anticipado. Eso es lo emocionante. Pero de todos modos un guerrero procede como si tuviera un plan, porque confía en su poder personal. Sabe de cierto que lo hará actuar en la forma más apropiada.
Señalé que sus aseveraciones eran de alguna manera contradictorias. Si un guerrero ya tenía poder personal, ¿por qué iba a cazarlo?
Don Juan alzó las cejas e hizo un falso gesto de fastidio.
– Tú eres el que está cazando poder personal -dijo-. Y yo soy el guerrero que ya tiene. Me preguntaste si tenía un plan y yo dije que confío en que mi poder personal me guíe y que no necesito tener un plan.
Nos quedamos allí un momento y luego echamos a andar nuevamente. Las cuestas eran muy empinadas, y treparlas me resultaba muy difícil y extremadamente fatigoso. Por otra parte, el vigor de don Juan parecía no tener fin. No corría ni se apresuraba. Su andar era continuo e incansable. Noté que ni siquiera sudaba, incluso después de trepar una ladera enorme y casi vertical. Cuando yo llegué a su parte superior, don Juan ya estaba allí, esperándome. Al sentarme junto a él sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Me acosté bocarriba y el sudor manó, literalmente, de mis cejas.
Don Juan rió con fuerza y me rodó de un lado a otro durante un rato. El movimiento me ayudó a recobrar el aliento.
Le dije que su aptitud física me tenía en verdad atónito.
– Todo el tiempo he estado tratando de dártela a notar -dijo.
– ¡Usted no es viejo para nada, don Juan!
– Claro que no. He estado tratando de que lo notes.
– ¿Cómo le hace usted?
– No hago nada. Mi cuerpo se siente perfectamente, eso es todo. Me trato muy bien; por eso no tengo motivo para sentirme cansado o incómodo. El secreto no está en lo que tú mismo te haces, sino más bien en lo que no haces.
Esperé una explicación. Él parecía consciente de mi incapacidad de comprender. Sonrió y se puso de pie.
– Éste es un sitio de poder -dijo-. Encuentra un lugar para que acampemos aquí en esta cima.
Empecé a protestar. Quería que me explicara qué era lo que no debía yo hacerle a mi cuerpo. Hizo un gesto imperioso.
– Déjate de tonterías -dijo con suavidad-. Esta vez nada más actúa, para variar. No importa cuánto te tardes en hallar un sitio apropiado para descansar. Tal vez te lleve toda la noche. Tampoco es importante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo.
Guardé mi bloque de notas y me puse en pie. Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces -siempre que me había pedido hallar un lugar de reposo-, que mirara sin enfocar ningún sitio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión.
Eché a andar, escudriñando el suelo con mis ojos entrecerrados. Don Juan caminaba un metro a mi derecha y un par de pasos atrás de mí.
Cubrí primero la periferia de la cima. Mi intención era ir en espiral hacia el centro. Pero cuando hube cubierto la circunferencia de la cima, don Juan me hizo detenerme.
Me acusó de permitir que mi preferencia por las rutinas tomara las riendas. En tono sarcástico añadió que ciertamente cubría yo el área en forma sistemática, pero de un modo tan seco y estéril que no sería capaz de percibir el sitio convenientes Dijo que él mismo sabía donde estaba dicho sitio, de modo que no había posibilidad de improvisaciones por mi parte.
– ¿Qué debería hacer entonces en lugar de esto? -pregunté.
Don Juan me hizo sentarme. Luego arrancó una sola hoja de diversos arbustos y me las dio. Me ordenó acostarme de espaldas y aflojar mi cinturón y poner las hojas contra la piel de mi región umbilical. Supervisó mis movimientos y me indicó presionar con ambas manos las hojas contra mi cuerpo. Luego me ordenó cerrar los ojos y me advirtió que, si deseaba resultados perfectos, no debía soltar las hojas, ni abrir los ojos, ni tratar de sentarme cuando él moviese mi cuerpo a una posición de poder.
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