Carlos Castaneda - Las Enseñanzas De Don Juan

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Como Lázaro vuelto de la tumba (dijo algún crítico), un antropólogo narra la primera etapa del aprendizaje que lo convertirá en "hombre de conocimientos" bajo la guía de un brujo yaqui. Con diversos medios, don Juan sumerge a su discípulo en una "realidad no ordinaria", tan objetiva como la cotidiana pero totalmente distinta, inexplicable para nuestros esquemas de pensamiento pero no para la sabiduría antigua que el maestro transmite con impecable coherencia lógica y poética. Así, al tiempo que socava la "descripción del mundo" en que Castaneda ha creído, don Juan propone otra -vasta, maravillosa, terrible- y, con lecciones prácticas, enseña a habitarla desde el nivel más inmediato. Conforme pierde defensas, el aprendiz va experimentando el estado de ser al que lo llevan las enseñanzas, la vida de guerrero", y sucumbe ante el primer enemigo de un hombre de conocimiento: el temor. No fue, sin embargo, una derrota definitiva: Castaneda reanudó su aprendizaje y ha publicado otros dos libros sobre él, considerados, como Las enseñanzas de don Juan, clásicos contemporáneos."

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Lunes, 23 de diciembre, 1963

Regresábamos en el coche a su casa, tras recolectar unas flores amarillas para la mezcla. Eran uno de los ingredientes necesarios. Hice la observación de que aquel año, al juntar los ingredientes, no habíamos seguido el mismo orden que el pasado. Rió y dijo que el humito no era caprichoso ni mezquino, como la yerba del diablo. Para el humito, el orden de recolección carecía de importancia; lo único que se requería era que quien usara la mezcla fuese certero y exacto.

Pregunté a don Juan qué íbamos a hacer con la mezcla que él preparó y me dio a guardar. Repuso que era mía, y añadió que yo debía usarla lo más pronto posible. Pregunté cuánto se necesitaba cada vez. La bolsita que me había dado contenía aproximadamente el triple de la cantidad que cabría en una bolsa pequeña de tabaco. Me dijo que en un año tenía que usar todo el contenido de mi bolsa, y la cantidad necesaria cada vez que fumase era asunto personal.

Quise saber qué pasaría si nunca me acababa la bolsa. Don Juan dijo que nada pasaría; el humito no exigía nada. El mismo ya no necesitaba fumar, y sin embargo cada año hacia una mezcla nueva. Luego se corrigió y dijo que rara vez tenía que fumar. Le pregunté qué hacía con la mezcla no usada, pero no respondió. Dijo que la mezcla ya no servía si no se usaba en un año.

En este punto nos metimos en una larga discusión. Yo no formulaba correctamente mis preguntas, y sus respuestas parecían confusas. Yo deseaba saber si la mezcla perdería sus propiedades alucinógenas, o poder, después de un año, haciendo así necesario el ciclo anual, pero él insistió en que la mezcla no perdía su poder después de ningún tiempo. Sólo pasaba, dijo, que uno ya no la necesitaba porque había hecho nueva provisión; debía disponer del resto de la vieja mezcla en una forma especifica, que don Juan no quiso revelarme en ese punto.

Martes, 24 de diciembre, 1963

– Dijo usted, don Juan, que ya no necesita fumar.

– Sí; como el humito es mi aliado, ya no necesito fumar. Puedo llamarlo en donde sea y cuando sea.

– ¿Quiere decir que viene con usted aunque usted no fume?

– Quiero decir que yo voy libremente con él.

– ¿Podré hacer eso yo también?

– Podrás, si logras ganártelo como aliado.

Martes, 31 de diciembre, 1963

El jueves 26 de diciembre tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante todo el día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos. Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo el día. Eso no le preocupaba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era imperativo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo yo mismo para ver cuán importante era como aliado.

Sin darme oportunidad de responder nada, don Juan anunció, que en ese preciso momento iba a encenderme su pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que no sentía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar este paso inevitable.

La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encendido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.

Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angustia profunda. Era como una premonición.

Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.

La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo -todavía susurrando- que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.

Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.

Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.

– ¡Otra vez! ¡Otra vez! -oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.

De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.

Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.

Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo -cualquier cosa- para sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirarlo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.

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