Carlos Castaneda - El Fuego Interno

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El conocimiento de Don Juan presenta tres facetas: la maestría del estar "Consciente de Ser", que es el enigma de la mente, la maestría del "acecbo", que es el enigma del corazón, y la maestría del "intento", que es el enigma del espíritu.
Esta séptima obra de Carlos Castaneda trata sobre la perplejidad que sienten los brujos al darse cabal cuenta del alcance de la conciencia de Ser y del asombroso misterio que es la percepción. En ella narra experiencias que tuvieron lugar en estados de conciencia acrecentada y que nos introducen en la maestría del estar Conscientes del Ser.
"La tercera atención se alcanza así, cuando el resplandor de la conciencia se convierte en el fuego interno, un fuego que no enciende sólo una banda de emanaciones sino que enciende a la vez todas las emanaciones del Águila que están en el interior del capullo luminoso del hombre. El logro supremo de los seres humanos es alcanzar ese nivel de atención y, al mismo tiempo, retener la fuerza de la vida".
Don Juan.

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Algo te va a hacer sacudirte en tus pantalones del susto -susurró-. No te rindas, porque si lo haces morirás, y los viejos buitres que están enterrados aquí se van a dar un festín con tu energía.

– Salgamos de aquí -le rogué-. Realmente no tengo ningún interés que me dé usted un ejemplo de lo grotesco que eran los antiguos videntes.

– Es demasiado tarde -dijo Genaro plenamente despierto y de pie a mi lado-. Aunque tratáramos de huir, los dos videntes y sus aliados en el otro sitio nos cortarían el paso. Ya hicieron un círculo a nuestro alrededor. Ahorita hay como dieciséis conciencias enfocadas en ti.

– ¿Quiénes son? -le susurré al oído a Genaro.

– Los cuatro videntes y su corte -contestó-. Han estado conscientes de nosotros desde que llegamos.

Yo quería dar la media vuelta y correr como alma que lleva el diablo, pero don Juan me tomó del brazo y señaló al cielo. Me di cuenta de que tuvo lugar un cambio notable en la visibilidad. En vez de la oscuridad total que prevalecía, había un agradable crepúsculo matutino. Rápidamente me orienté con los puntos cardinales. Definitivamente, el cielo se veía más claro hacia el este.

Sentí una extraña presión alrededor de la cabeza. Me zumbaban los oídos. Tenía frío y fiebre a la vez. Jamás había sentido tanto miedo, pero lo que más me molestaba era una engorrosa sensación de derrota, de ser un cobarde. Me sentí nauseabundo y miserable.

Don Juan me susurró al oído que tenía que estar alerta, porque en cualquier momento los tres sentiríamos el embate de los antiguos videntes.

– Si quieres, te puedes agarrar de mí -dijo Genaro con un rápido susurro, como si algo lo aguijoneara.

Titubee por un instante. No quería que don Juan pensara que yo tenía tanto miedo que necesitaba agarrarme de Genaro.

– ¡Ahí vienen! -dijo Genaro susurrando con fuerza.

Para mí, el mundo se paró de cabeza, en un instante, cuando algo me aferró del tobillo izquierdo. Sentí el frío de la muerte en todo el cuerpo. Sabía que había pisado unas tenazas de hierro, quizás una trampa para osos. Todo eso relampagueó en mi mente antes de que soltara un grito penetrante, tan intenso como mi miedo.

Don Juan y Genaro se rieron a viva voz. Estaban a mis costados, a no más de un metro, pero yo estaba tan aterrado que ni siquiera los veía.

– ¡Canta! ¡Canta por lo que más quieras! -escuché que don Juan me ordenaba en voz baja.

Traté de liberar mi pie. Sentí una punzada, como si agujas me penetraran la piel. Una y otra vez, don Juan insistía en que cantara. Él y Genaro comenzaron a cantar una canción ranchera. Genaro declamaba la letra mientras me miraba a escasos ocho centímetros de distancia. Sus voces estaban roncas, y cantaban tan mal, perdiendo de tal manera el aliento y saliéndose tanto del registro de sus voces que acabé riéndome.

– Canta, o perecerás -me dijo don Juan.

– Hagamos un trío -dijo Genaro-. El trío los calaveras y cantemos un bolero.

Me uní a ellos en un trío desafinado. Como borrachos, cantamos durante un buen rato, a todo pulmón. Sentí que poco a poco, la empuñadura de hierro soltaba mi pierna. No me atrevía a mirar mi tobillo. En cierto momento lo hice, y me di cuenta de que no era una trampa lo que me aferraba. ¡Una forma oscura, como una cabeza, me mordía!

Sólo un esfuerzo supremo impidió que me desmayara. Sentí que iba a vomitar y automáticamente me incliné hacia adelante, pero algo o alguien con fuerza sobrehumana me asió de los codos y de la nuca y no me dejó moverme. Ensucié toda mi ropa.

Mi repugnancia era tan completa que comencé a caer, desmayado. Don Juan me salpicó la cara con agua que tomó de una pequeña calabaza que siempre llevaba consigo cuando íbamos a las montañas. El agua se deslizó por debajo del cuello de mi camisa. La frialdad restauró mi equilibrio físico, pero no afectó a la fuerza que me sostenía de los codos y del cuello.

– Creo que tu pinche miedo ya se sale de la medida -dijo don Juan en voz alta y con un tono tan práctico que creó inmediatamente una sensación de orden.

– Cantemos de nuevo -agregó-. Cantemos una canción con sustancia, ya no quiero más boleros.

Silenciosamente le agradecí su sobriedad y su gran estilo. Me conmovió tanto escucharlos cantar " La Valen tina", que comencé a llorar.

Si porque tomo tequila,

mañana tomo jeréz.

Si porque me ves borracho,

mañana ya no me ves.

Valentina, Valentina,

Rendido estoy a tus pies.

Si me han de matar mañana

que me maten de una vez.

Todo mi ser se cimbró bajo el impacto de esa inconcebible yuxtaposición de valores. Jamás había significado tanto para mí una canción. Al escucharlos cantar, algo que generalmente consideraba sentimentalismo pueril, creí entender el carácter del guerrero. Don Juan me inculcó que los guerreros viven con la muerte al lado, y de saber que la muerte está con ellos extraen el valor para enfrentar cualquier cosa. Don Juan había dicho que lo peor que podía pasarnos es que tenemos que morir, y puesto que ése ya es nuestro inalterable destino estamos libres; aquéllos que han perdido todo ya no tienen nada qué temer. La Valentina en ese contexto era simplemente sublime.

Caminé hasta don Juan y Genaro y los abracé para expresar mi ilimitada gratitud y admiración por ellos. Sin decir palabra don Juan me tomó del brazo y me llevó a sentarme a la roca plana.

– Ahora, la función está a punto de comenzar -dijo Genaro con tono jovial mientras trataba de encontrar una posición cómoda para sentarse-. Acabas de pagar tu boleto de entrada. Lo tienes embarrado en todo el pecho.

Me miró, y los dos soltaron la risa.

– No te sientes demasiado cerca de mí -dijo Genaro-. Y mejor siéntate al otro lado de mí. Quiero estar a favor del viento, porque no hueles muy bien que digamos.

Cuando pararon de reír, Genaro me habló otra vez.

– No te alejes mucho -dijo-. Los antiguos videntes aún no acaban con sus trucos.

Me acerqué a ellos todo lo que permitía la cortesía. Durante un instante me preocupé de mi estado, pero al otro instante todos mis escrúpulos se volvieron una tontería al darme cuenta de que algunas personas se acercaban a nosotros. No podía ver claramente sus formas pero distinguí una masa de figuras humanas que se movía en la penumbra. No traían linternas, y a esa hora las hubieran necesitado. De alguna manera, ese detalle me preocupó muchísimo. No quise enfocarlo e intencionalmente comencé a pensar de manera racional. Supuse que debíamos haber hecho tanto barullo con nuestro canto a todo pulmón y que esas personas venían a investigar. Don Juan me tocó el hombro. Con un movimiento del mentón señaló a los hombres que venían al frente del grupo.

– Esos cuatro son los antiguos videntes -dijo-. Los demás son sus aliados.

Antes de que yo pudiera comentar que simplemente esos eran campesinos locales, escuché un sonido susurrante justo a mis espaldas. En un estado de alarma total volví la cabeza con toda rapidez. Mi movimiento fue tan repentino que el aviso de don Juan llegó demasiado tarde.

– ¡No vuelvas la cabeza! -lo oí gritar.

Sus palabras no eran más que un telón de fondo, no significaban nada para mí. Al volverme, vi que tres hombres grotescamente deformados treparon a la roca justo detrás de mí; en una mueca de pesadilla se arrastraban hacia mí con las bocas abiertas y los brazos extendidos para agarrarme.

Mi intención fue gritar a todo pulmón, pero lo que brotó fue un graznido agonizante, como si algo obstruyera mi garganta. Automáticamente, rodé para eludirlos y caí al suelo.

Al incorporarme, don Juan saltó hasta mi lado, en el momento preciso en que descendían sobre mí como buitres una horda de hombres dirigidos por aquéllos que don Juan había señalado. Chillaban como murciélagos o ratas. Aterrado, grité. Esta vez pude dar un grito penetrante.

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