Taisha Abelar - Donde Cruzan Los Brujos

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Hace veinte años, el antropólogo Carlos Castaneda electrizó a millones de lectores con la descripción de su iniciación y acceso a otra realidad bajo la tutela del indio brujo yaqui don Juan. Ahora, Taisha Abelar, que fue instruida por los miembros femeninos del grupo de don Juan, narra su propio `cruce` en este llamativo libro. Mientras se encontraba viajando por México, Taisha Abelar se involucró con un grupo de brujos y comenzó un riguroso proceso de entrenamiento físico y mental, diseñado para permitirle romper los límites de la percepción ordinaria.
En el libro Donde Cruzan los Brujos narra los detalles de ese proceso, aportando a los lectores un enfoque sumamente práctico acerca de las responsabilidades y peligros que debe afrontar una bruja. La cautivadora historia de Taisha Abelar es de un valor incalculable ya sea como trabajo antropológico o como un `manual para brujos`, a la vez, también es una provocativa obra sobre la espiritualidad femenina.

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– ¿Por qué no pusieron cables en toda la casa? -pregunté a Clara-. No tiene sentido dejar la mayor parte del edificio a oscuras.

Obedeciendo a un impulso, agregué:

– Si gustas, puedo hacer las conexiones.

Clara me miró sorprendida.

– ¿De veras? ¿Estás segura de que no incendiarías la casa?

– Segurísima. En mi casa decían que soy una maga con las conexiones eléctricas. Trabajé de aprendiz con un electricista por un tiempo, hasta que empezó a propasarse conmigo.

– ¿Qué hiciste? -preguntó Clara.

– Le dije dónde podía meter sus cables y renuncié.

Clara soltó una risa gutural. No entendí qué encontraba tan gracioso, el hecho de que hubiera trabajado de electricista o que éste me hiciera proposiciones amorosas.

– Gracias por la oferta -dijo Clara cuando recuperó la voz-, pero la casa tiene justo el alumbrado que queremos. Sólo usamos electricidad donde hace falta.

Supuse que se necesitaría en la cocina y que ésa debía ser la parte de la casa que contaba con luz. Automáticamente eché a andar hacia el área iluminada. Clara me jaló de la manga para detenerme.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– A la cocina.

– Vas al revés -indicó-. Este es el México rural; ni la cocina ni el baño se encuentran dentro de la casa principal. ¿Qué crees que tenemos aquí? ¿Refrigeradores eléctricos y estufas de gas?

Me guió por un costado de la casa, pasando de largo su gimnasio, hasta otro edificio pequeño que no había visto antes. Se encontraba casi totalmente oculto por árboles espinosos en flor. La cocina resultó ser una sola y enorme habitación provista de un piso de losetas, paredes recién encaladas y en el cielo raso, una brillante hilera de focos de luz concentrada. Alguien se había tomado muchas molestias para instalar accesorios modernos. No obstante, los utensilios eran viejos; de hecho, parecían antigüedades. De un lado de la habitación había una gigantesca estufa de hierro para madera, la cual sorprendentemente parecía estar encendida. Contaba con un fuelle de pie y un tubo de escape que salía por el techo. Enfrente había dos largas mesas estilo campestre flanqueadas por sendas bancas a cada lado. Junto a ellas había una mesa de trabajo rematada con una tabla de carnicero de diez centímetros de grueso. La superficie de la madera parecía gastada, como si se hubiera picado interminablemente ahí.

Colgados de ganchos colocados en sitios estratégicos a lo largo de las paredes había canastas, ollas y sartenes de hierro y diversos utensilios de cocina. El lugar tenía el aspecto de una cocina bien equipada, rústica pero cómoda, como aparecen retratadas en ciertas revistas.

Había tres cazuelas de barro con tapa sobre la estufa. Clara me indicó que me sentara a una de las mesas. Dándome la espalda, se dirigió a la estufa y se puso a mover y a revolver la comida con un cucharón. En unos cuantos minutos me sirvió una cena que consistía en caldo de carne, arroz y frijoles.

– ¿A qué hora preparaste esta comida? -pregunté con auténtica curiosidad, porque no podría haber tenido tiempo para ello.

– Lo hice todo rapidísimo hace rato y lo dejé cociéndose en la estufa antes de que nos fuéramos -replicó alegremente.

"¿Qué tan crédula crees que soy? -pensé-. Hacen falta horas para preparar una comida así." Clara se rió con cierto empacho ante mi mirada de incredulidad.

– Tienes razón -indicó, como si quisiera dejar de fingir-. Hay un cuidador que a veces guisa para nosotros.

– ¿Y está aquí ahora?

– No, no. Debió venir por la mañana, pero ya se fue. Come tu cena y no te preocupes por detalles tan insignificantes como de dónde salió.

"Clara y su casa están llenas de sorpresas", fue la idea que cruzó mi mente, pero estaba demasiado cansada y hambrienta como para hacer más preguntas o meditar cualquier cosa que no fuese de interés inmediato. Comí en forma voraz; no quedaba rastro alguno de los camarones gigantes que había engullido a mediodía. Para una persona que normalmente era melindrosa para comer, estaba yo devorando mi comida. De niña siempre fui demasiado nerviosa como para descansar y disfrutar la comida. Siempre pensaba en todos los trastes que tendría que lavar después. Cada vez que alguno de mis hermanos usaba un plato adicional o una cuchara innecesaria, yo me achicaba. Estaba segura de que deliberadamente usaban el mayor número de trastes posible, con el único fin de hacerme lavar más. Por encima de todo, mi padre solía aprovechar la oportunidad brindada por cada comida para discutir con mi madre. Sabía que los buenos modales de ella le impedirían abandonar la mesa hasta que todos hubiéramos terminado de comer. Por lo tanto, aprovechaba para ventilar todas sus quejas y resentimientos.

Clara dijo que no haría falta que lavara los trastes, aunque ofrecí mi ayuda. Nos dirigimos a la sala, al parecer una de las habitaciones que en su opinión no requerían electricidad, porque estaba completamente a oscuras. Clara prendió un quinqué de gasolina. En mi vida había visto la luz de tal lámpara. Era brillante y misteriosa, pero al mismo tiempo suave y delicada. Sombras trémulas se proyectaban por todas partes. Me sentí inmersa en un mundo de ensoñación, lejos de la realidad exhibida por las luces eléctricas. Clara, la casa y la habitación parecían pertenecer a otro tiempo, a un mundo diferente.

– Prometí presentarte a nuestro perro -afirmó Clara al sentarse en el sofá-. Es un auténtico miembro de la familia. Debes tener mucho cuidado con lo que sientes o dices cerca de él.

Me senté a su lado.

– ¿Es un perro sensible y neurótico? -pregunté, temerosa ante la idea de conocerlo.

– Sensible, sí. Neurótico, no. Estoy convencida seriamente de que este perro es un ser altamente desarrollado, pero el hecho de ser perro le torna difícil a esta pobre alma, si no es que imposible, trascender la idea del yo.

Me reí en voz alta ante la absurda noción de que un perro tuviese un concepto de sí mismo. Hice ver a Clara el disparate que había dicho.

– Tienes razón -aceptó-. No debería usar la palabra "yo". Más bien debería decir que está perdido en el estado de sentirse importante.

Sabía que estaba burlándose de mí. Mi risa se tornó más reservada.

– Es posible que te rías, pero estoy hablando en serio -señaló Clara en voz baja-. Dejaré que tú misma lo juzgues.

Se acercó a mí y bajó la voz a un susurro.

– A sus espaldas le decimos 'sapo' porque eso parece, un enorme sapo. Pero no te atrevas a decirle eso en su cara; te atacaría y te haría pedazos. Ahora bien, si no me crees o si eres lo bastante temeraria o estúpida como para intentarlo y el perro se enoja, sólo hay una cosa que puedes hacer.

– Y ésa ¿cuál es? -pregunté, siguiéndole la corriente otra vez, aunque en esta ocasión con auténtico temor.

– Tienes que decir muy rápido que yo soy la que parece un sapo blanco. Le encanta escuchar eso.

No iba a dejarme engañar por sus trucos. Me creía demasiado sofisticada como para creer tales tonterías.

– Has de haber entrenado a tu perro para reaccionar en forma negativa a la palabra sapo -argumenté-. Tengo cierta experiencia con las cuestiones del entrenamiento canino. Estoy segura de que los perros no tienen la inteligencia suficiente como para saber qué es lo que la gente dice de ellos. Y mucho menos para ofenderse por ello.

– Entonces hagamos lo siguiente -sugirió Clara-. Deja que te lo presente; luego buscaremos ilustraciones de sapos en un libro de zoología y las comentaremos. En algún momento tú me dirás, en voz muy baja, "definitivamente parece un sapo", y veremos qué pasa.

Antes de que tuviese oportunidad de aceptar o rechazar su propuesta, Clara salió por una puerta lateral y me dejó sola. Me aseguré a mí misma que la situación estaba bajo control y que no permitiría a esa mujer persuadirme de cosas absurdas, como la existencia de perros dueños de una conciencia altamente desarrollada.

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