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Taisha Abelar: Donde Cruzan Los Brujos

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Taisha Abelar Donde Cruzan Los Brujos

Donde Cruzan Los Brujos: краткое содержание, описание и аннотация

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Hace veinte años, el antropólogo Carlos Castaneda electrizó a millones de lectores con la descripción de su iniciación y acceso a otra realidad bajo la tutela del indio brujo yaqui don Juan. Ahora, Taisha Abelar, que fue instruida por los miembros femeninos del grupo de don Juan, narra su propio `cruce` en este llamativo libro. Mientras se encontraba viajando por México, Taisha Abelar se involucró con un grupo de brujos y comenzó un riguroso proceso de entrenamiento físico y mental, diseñado para permitirle romper los límites de la percepción ordinaria. En el libro Donde Cruzan los Brujos narra los detalles de ese proceso, aportando a los lectores un enfoque sumamente práctico acerca de las responsabilidades y peligros que debe afrontar una bruja. La cautivadora historia de Taisha Abelar es de un valor incalculable ya sea como trabajo antropológico o como un `manual para brujos`, a la vez, también es una provocativa obra sobre la espiritualidad femenina.

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– También he viajado al Lejano Oriente -afirmó, con lo que reconquistó mi atención-. Ahí aprendí el arte de la acupuntura, además de las marciales y curativas. Incluso estuve varios años en un templo budista.

– ¿De veras?

Eché una mirada a sus ojos. Su expresión era propia de una persona que meditaba mucho. Eran ardientes y al mismo tiempo serenos.

– Tengo mucho interés en el Lejano Oriente -señalé-, sobre todo en Japón. También estudié budismo y artes marciales.

– ¿De veras? -respondió, en el mismo tono que yo-. Ojalá pudiera revelarle mi nombre budista, pero los nombres secretos no deben darse a conocer salvo en las circunstancias apropiadas.

– Yo le revelé mi nombre secreto -dije, apretando las correas de mi portafolio.

– Sí, Taisha, lo hizo y eso significa mucho para mí -replicó con excesiva seriedad-. Como sea, por lo pronto sólo caben las introducciones.

– ¿Trae coche? -pregunté, escudriñando los alrededores.

– Estaba a punto de hacerle la misma pregunta -contestó.

– Dejé mi coche como a medio kilómetro de aquí al lado de un camino de terracería. ¿Y el suyo?

– ¿Tiene un Chevrolet blanco? -preguntó alegremente.

– Sí.

– Entonces mi carro está estacionado junto al suyo.

Soltó una risita entrecortada, como si hubiera dicho algo gracioso. Me sorprendió la irritación que me causó su risa.

– Tengo que irme -indiqué-. Me dio mucho gusto conocerla. ¡Adiós!

Eché a caminar hacia mi coche, pensando que ella se quedaría a admirar el paisaje.

– No nos despidamos todavía -protestó-. La acompaño.

Nos fuimos caminando. Junto a mis cuarenta y nueve kilos, aquella mujer parecía una enorme roca. Su región abdominal era redonda y llena de fuerza. Causaba la sensación de haber podido fácilmente ser obesa, pero no lo era.

– ¿Puedo hacerle una pregunta personal, señora Grau? -dije, sólo para interrumpir el incómodo silencio.

Se detuvo para volverse hacia mí.

– No soy la señora de nadie -replicó bruscamente-. Soy Clara Grau. Y no me trates tan formalmente. Dime Clara y sí, pregúntame lo que quieras.

– El matrimonio no parece agradarte mucho -comenté ante el tono de su respuesta.

Por un instante me dirigió una mirada temible, pero la suavizó en el acto.

– Definitivamente no me agrada la esclavitud -explicó-; pero no sólo en lo que atañe a las mujeres. ¿Qué era lo que querías preguntarme?

Su reacción había sido tan inesperada que me hizo olvidar lo que iba a preguntar, y la observé con tal insistencia que me dio vergüenza.

– ¿Por qué caminaste tan lejos, hasta este sitio en particular? -me apuré a preguntar.

– Vine aquí porque este es un lugar de mucha energía.

Señaló las formaciones distantes de lava.

– Esos cerros fueron arrojados desde el corazón de la Tierra, como sangre. Siempre que estoy en Arizona me doy una vuelta para venir aquí. Este sitio rezuma una energía terrestre muy especial. Ahora permíteme que te haga la misma pregunta. ¿Por qué elegiste este lugar?

– Vengo aquí a menudo. Es mi lugar preferido para dibujar.

No lo había dicho como chiste, pero ella rompió a reír.

– ¡Ese detalle lo decide todo! -exclamó; luego continuó en tono más sosegado-. Voy a proponerte algo que quizá te parezca disparatado o incluso arriesgado, pero escúchame. Me gustaría que me acompañaras a mi casa a pasar unos días conmigo como mi invitada.

Alcé la mano para dar las gracias y rechazar su invitación, pero me instó a pensarlo. Aseveró que nuestro interés común por el Lejano Oriente y las artes marciales merecía un serio intercambio de ideas.

– ¿Dónde vives? -pregunté.

– Cerca de la ciudad de Navojoa.

– Pero eso está a más de seiscientos kilómetros de aquí.

– Sí, queda bastante lejos. Pero es tan hermoso y tranquilo que seguramente te gustaría.

Guardó silencio por un momento, como si esperase una respuesta.

– Además, tengo la impresión de que no estás ocupada con nada definido por el momento -prosiguió-, y que te es difícil encontrar qué hacer. Bueno, tal vez venir a mi casa sea justo lo que te ayude.

Tenía razón con respecto al hecho de que yo no tenía la menor idea de qué hacer con mi vida. Acababa de dejar un empleo de secretaria a fin de ponerme al día con mis trabajos artísticos. Por otra parte, definitivamente no sentía ningún deseo de ir como invitada a la casa de nadie.

Miré a mi alrededor, escudriñando el terreno en busca de algún indicio que me revelara qué hacer. Nunca había podido explicar de dónde saqué la idea de que era posible recibir ayuda o pistas del medio ambiente, pero normalmente solía obtenerla en esta forma. Aplicaba una técnica que parecía haber aparecido de la nada; por medio de ella, había conseguido muchas veces hallar opciones antes ignoradas por mí. Por lo común dejaba vagar mis pensamientos mientras fijaba los ojos en el horizonte meridional, aunque no tenía la menor idea de por qué elegía siempre el Sur. Tras unos minutos de silencio, por lo general me llegaba una revelación que me ayudaba a decidir qué hacer o cómo proceder en una determinada situación.

Fijé la mirada en el horizonte del Sur al caminar. De súbito vi el tenor de mi vida tendido delante de mí, igual que el desierto árido. Puedo afirmar sinceramente que, a pesar de saber que el desierto de Sonora abarcaba todo el sur de Arizona, un poco de California y la mitad del estado mexicano de Sonora, nunca antes había reparado en lo solitario y desolado que era ese páramo.

Tardé un momento en asimilar el impacto de haber descubierto que mi vida eran tan vacía y estéril como ese desierto. Había roto relaciones con mi familia y no tenía una familia propia. Ni siquiera había expectativas para mi futuro. No tenía trabajo. Por un tiempo viví de la pequeña herencia recibida de la tía cuyo nombre portaba, pero este ingreso se había agotado. Me encontraba completamente sola en el mundo. La vastedad que se extendía a mi alrededor, severa e indiferente, despertó en mi interior un avasallador sentimiento de autocompasión. Sentí necesidad de un alma amiga, de alguien que rompiera con la soledad de mi vida.

Sabía que sería absurdo aceptar la invitación de Clara y lanzarme de cabeza a una situación desconocida que sería incapaz de controlar, pero algo en la franqueza de su manera de ser y en su vitalidad física despertaron en mí una inmensa curiosidad y un gran respeto hacia ella. Me di cuenta de que admiraba e incluso envidiaba su belleza y fuerza. Me pareció una mujer sumamente llamativa y fuerte, independiente, confiada e indiferente, pero no dura ni carente de humor. Poseía justo las cualidades que siempre había anhelado para mí misma. Y más que ninguna otra cosa, su presencia parecía disipar mi aridez. Hacía vibrar el espacio a su alrededor, lo colmaba de energía y de posibilidades sin límite.

Con todo, yo tenía la costumbre inflexible de no aceptar invitaciones a la casa de nadie, mucho menos de alguien a quien acababa de conocer en la soledad del desierto. Tenía un pequeño departamento en Tucson y aceptar invitaciones, en mi opinión, me obligaba a corresponder, a lo cual no estaba dispuesta. Por un momento me quedé inmóvil, sin saber qué camino tomar.

– Por favor di que sí -me instó Clara-. Significaría mucho para mí.

– Bien, supongo que sí podría ir a tu casa -repliqué sin convicción alguna, queriendo decir lo opuesto.

Me miró, regocijada. Disfracé el pánico que me nació de inmediato con un despliegue de buen humor que estaba lejos de sentir.

– Me servirá cambiar de ambiente -afirmé-. ¡Será como una aventura!

Inclinó la cabeza en señal de aprobación.

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