Carlos Castaneda - Relatos De Poder

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Este cuarto volumen de las Enseñanzas de don Juan se abre con un encuentro entre Castaneda y su maestro, en el que el discípulo pregunta a don Juan: «¿Por qué me dio plantas visionarias en el inicio de mi entrenamiento en el camino del conocimiento?» La respuesta a esta demanda es: «Por tu falta de sensibilidad; necesitaba una herramienta para abrir esa cabeza tan dura». Dicho y hecho: en este punto nuestro autor reemprende sus enseñanzas sin la ayuda explícita de las plantas, prosiguiendo su aprendizaje en el camino de la sabiduría del enigmático don Juan…
Con plantas o sin ellas, seguiremos en el reino de los ensueños, en el camino del conocimiento, en el mundo de los acertijos, asistiremos a diálogos enigmáticos y tronchantes entre don Juan y el aprendiz Castaneda, con unas descripciones y una narración llenas de una fina psicología, planteando y replanteando constantemente el concepto que uno tiene de al realidad y de la participación y dominio de la misma.
Esta entrega de las enseñanzas retoma la situación dónde se había dejado el segundo libro de la serie, Una realidad aparte -pues el tercer libro, Viaje a Ixtlán, fue una reelaboración de lo expuesto en los dos primeros libros, conformando la base para el doctorado que Castaneda presentó en la Universidad de UCLA. En Relatos de poder se expone, largo y tendido, una discusión sobre los conceptos del tonal y el nagual, sobre el conocimiento de las fuerzas y articulaciones del mundo invisible, del dominio de uno mismo, y de la interacción consciente, con propósito y con estrategia en el reino de lo visible e invisible.
Algunas personas han querido ver ciertas semejanzas entre lo expuesto en este libro y las enseñanzas zen. Sea como fuere, narrando actitudes zen o estrategias del guerrero Juan Matus, o bien refundiendo estados alterados de consciencia en episodios de ensoñación, este libro, como los otros de la serie, buen puede tomarse como un relato de enseñanzas, de diálogos sin desperdicio y de inquirir e preguntarse una y otra vez sobre el mundo en que vivimos.

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Don Genaro dio una orden seca. No entendí lo que dijo, pero "supe" que nos prohibía cruzar los ojos.

– Ya la oscuridad descendió al mundo -dijo don Juan mirando el cielo.

Don Genaro dibujó una media luna en el duro suelo. Por un instante me pareció que usaba un gis iridiscente, pero luego advertí que no tenía nada en la mano; yo percibía la media luna imaginaria que había dibujado con el dedo. Hizo que Pablito y yo nos sentáramos en la curva interna del filo convexo, mientras él y don Juan se instalaban, con las piernas cruzadas, en los extremos de la media luna, a unos dos metros de nosotros.

Don Juan habló primero; dijo que nos iban a mostrar a sus aliados. Dijo que si mirábamos sus costados izquierdos, entre la cadera y el costillar, "veríamos" algo como un trapo o un pañuelo colgado de sus cinturones. Don Genaro añadió que junto a esos trapos había dos objetos redondos, como botones, y que debíamos mirar sus cintos hasta "ver" los trapos y los botones.

Antes de que don Genaro hablase yo había notado ya un objeto plano, como un trozo de tela, y un guijarro redondo que colgaban de sus cinturones. Los aliados de don Juan eran más oscuros y ominosos que los de don Genaro. Mi reacción fue una mezcla de curiosidad y miedo. Experimentaba las reacciones en el estómago y no juzgaba nada de manera racional.

Don Juan y don Genaro se llevaron la mano al cinturón y parecieron desenganchar los trozos de tela oscura. Los tomaron con la mano izquierda; don Juan lanzó el suyo al aire por encima de su cabeza, pero don Genaro dejó caer suavemente el propio. Los trozos de tela se desplegaron en la caída como pañuelos perfectamente lisos; descendieron despacio, oscilando como voladores. El movimiento del aliado de don Juan era la réplica exacta de lo que él había hecho al girar días antes. Conforme los trozos de tela se acercaban al suelo, se hacían sólidos, redondos y masivos. Se contrajeron como sí hubiesen caído sobre un tirador de puerta; luego se expandieron. El de don Juan creció hasta ser una sombra voluminosa. Tomó la guía y avanzó hacia nosotros, aplastando piedras y terrones. Llegó a uno o dos pasos de nosotros, hasta el cuenco de la media luna, entre don Juan y don Genaro. En cierto momento pensé que rodaría sobre nosotros, pulverizándonos. Mi terror en ese instante ardía como una hoguera. La sombra frente a mí era gigantesca, de unos cuatro metros de alto y dos de ancho. Se movía como si tentaleara a ciegas sintiendo su camino. Se sacudía y oscilaba. Supe que estaba buscándome. En ese momento, Pablito ocultó la cabeza contra mi pecho. La sensación que su movimiento me produjo, disipó en parte la atención empavorecida que yo había enfocado en la sombra. Ésta pareció disociarse, a juzgar por sus sacudidas erráticas, y luego desapareció, fundiéndose con la oscuridad en torno.

Sacudí a Pablito. Él alzó la cara y dejó escapar un grito sofocado. Miré hacia arriba. Un hombre extraño me contemplaba. Parecía haberse hallado detrás de la sombra, acaso oculto por ella. Era alto y delgado, de rostro largo, sin cabello, y una irritación o eczema cubría el lado izquierdo de su cabeza. Sus ojos eran locos y brillantes; tenía la boca entreabierta. Vestía una rara especie de pijama; los pantalones le quedaban cortos. No pude discernir si usaba zapatos. Quedó mirándonos durante lo que pareció un largo rato, como en espera de una coyuntura para lanzarse sobre nosotros y despedazarnos. Así de intensos eran sus ojos. No había en ellos odio ni violencia, sino alguna especie de desconfianza animal. Yo no podía soportar más la tensión. Quise adoptar una posición de pelea que don Juan me había enseñado años antes, y lo habría hecho si Pablito no me hubiera susurrado que el aliado no podía pasar de la raya que don Genaro trazara en el suelo. Advertí entonces que en verdad había una línea brillante que al parecer detenía lo que se hallaba frente a nosotros.

Tras un momento el hombre se apartó hacia la izquierda, igual que la sombra. Tuve la sensación de que don Juan y don Genaro habían llamado a ambos.

Hubo un corto intervalo de quietud. Yo no veía a don Juan ni a don Genaro; no estaban ya sentados en las puntas de la media luna. De pronto oí el sonido de dos guijarros que golpeaban el sólido suelo de roca donde nos hallábamos, y en un destello el área frente a nosotros se iluminó como si alguien hubiera encendido una luz amarillenta. Vimos una bestia voraz, un gigantesco lobo o coyote de aspecto repugnante.,Cubría su cuerpo una secreción blanca, como sudor o saliva. Su pelambre era áspera y húmeda. Gruñía con una furia ciega que me produjo escalofríos. Su quijada temblaba, lanzando goterones de baba. Rascaba el suelo como un perro rabioso que tratara de librarse de una cadena. Luego se paró sobre las patas traseras y agitó con furia las delanteras y las quijadas. Toda su ferocidad parecía concentrada en romper alguna barrera frente a nosotros.

Me percaté de que el miedo hacia aquel animal enloquecido era diferente del que me habían producido las dos apariciones anteriores. Mi temor de la bestia era repulsión y horror físicos. Seguí mirando, en completa impotencia, su rabia. De pronto pareció perder su salvajismo y se alejó trotando.

Oí entonces que algo más venía hacia nosotros, o acaso lo sentí; de un momento a otro apareció la forma de un felino colosal. Lo primero que vi fueron sus ojos en la oscuridad; eran enormes y fijos como dos charcos dé agua que reflejaran la luz. Resoplaba y gruñía suavemente. Exhalaba aire y se paseaba frente a nosotros sin quitarnos la vista de encima. No tenía el mismo brillo eléctrico que el coyote; yo no podía distinguir claramente sus facciones, y sin embargo su presencia era infinitamente más ominosa que la de la otra bestia. Parecía reunir fuerzas; sentí que, en su audacia, traspasaría sus límites. Pablito debe de haber tenido un sentimiento similar, pues me susurró que agachara la cabeza y me tendiera en el suelo. Un segundo después, el felino atacó. Corrió en nuestra dirección y luego saltó con las garras extendidas. Cerré los ojos y escondí la cabeza entre los brazos, contra el suelo. Sentí que la bestia había rasgado la línea protectora que don Genaro dibujara alrededor nuestro, y que se hallaba encima de nosotros. Su peso me aplastaba; la piel de su vientre frotaba mi cuello. Parecía que sus patas delanteras estaban atrapadas en algo; forcejeaba por liberarse. Sentí sus sacudidas y oí su diabólico resoplar. Supe entonces que me hallaba perdido. Tuve un vago sentido de elección racional y quise resignarme con calma a la suerte de morir allí, pero temía el dolor físico de la muerte bajo tan atroces circunstancias. Entonces, una fuerza extraña brotó de mi cuerpo; fue como si mi cuerpo rehusara morir y reuniera toda su energía en un solo punto, mi brazo izquierdo. Sentí que un empellón indomable lo atravesaba. Algo incontrolable tomaba posesión de mi cuerpo, algo que me forzaba a empujar el peso maligno de la bestia y quitárnoslo de encima. Pablito pareció haber reaccionado en la misma forma, y ambos nos pusimos de pie al mismo tiempo; fue tanta la energía creada por ambos, que la bestia salió disparada como un muñeco de trapo.

El esfuerzo había sido supremo. Me derrumbé en el suelo, jadeante. Los músculos de mi estómago estaban tan tensos que me impedían respirar. No prestaba atención a lo que Pablito hacía. Finalmente noté que don Juan y don Genaro me ayudaban a sentarme. Vi a Pablito tirado bocabajo con los brazos extendidos. Parecía desmayado. Después de haber hecho que me sentara, don Juan y don Genaro ayudaron a Pablito. Ambos le frotaron el estómago y la espalda. Lo hicieron poner de pie y tras un rato pudo sentarse por sí mismo.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento en los extremos de la media luna, y luego empezaron a moverse frente a nosotros como si entre los dos puntos existiera un barandal, el cual usaban para cambiar sus posiciones de un lado a otro. Sus movimientos me mareaban. Por fin se detuvieron junto a Pablito y empezaron a susurrarle al oído. Tras un momento, los tres se incorporaron al unísono y fueron hasta el filo del risco. Don Genaro alzó a Pablito como si éste fuera un niño. El cuerpo de Pablito estaba tieso como una tabla; don Juan lo asió por los tobillos. Le dio vueltas, al parecer para ganar fuerza e impulso, y finalmente soltó sus piernas y arrojó el cuerpo sobre el abismo, desde el borde del risco.

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