El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
– ¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio -declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre». Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.
«No volvió a gritar -dijo Pedro Vicario al instructor-. Al contrario: me pareció que se estaba riendo». Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo -me dijo Pablo Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta.
«Oímos la gritería -me dijo la esposa-, pero pensamos que era la fiesta del obispo».
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.
– ¡Santiago, hijo -le gritó-, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
– Que me mataron, niña Wene -dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.
Gabriel García Márquez nace en Colombia el 6 de Marzo de 1928 como uno de los doce hijos del matrimonio entre Gabriel Eligio García, que trabajaba como telegrafista en el momento del nacimiento del autor, y Luisa Santiaga Márquez, quien pertenecía a la aristocracia rural no acaudalada de la zona bananera de Colombia en la costa del Atlántico y el Caribe.
A los dieciséis años empieza a escribir su primera novela, y cursa estudios de Derecho en Bogotá a partir de 1947, año en el que también publica su primer cuento, La tercera resignación, en el periódico El espectador.
Luego marchó a Cartagena, donde residía su familia, y en aquella zona empezó a escribir ya profesionalmente en la prensa, y se relacionó con algunos intelectuales como Álvaro Cepeda Zamudio, Germán Margas, Amadeo Fuenmayor, el poeta Álvaro Mutis, así como un librero español exiliado, el catalán Ramón Vinyes. Escribe sobre todo en El universal de Cartagena y El Heraldo, de Barranquilla, mientras envía relatos para El espectador, de Bogotá, ciudad en la que fija su residencia a principios de los años cincuenta. En esta década se dedica intensivamente al periodismo, profesión en la que pronto triunfa como gran reportero, pero no sin dejar por ello de escribir ficción. De los restos de la primera novela que intentó escribir y que nunca terminaría (La casa), junto con recuerdos de su infancia y de la vida de su familia, escribiría su primera obra publicada, La hojarasca, así como un relato que se desgajó de ella y cobró vida propia, Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, donde ya aparece con su nombre el universo imaginario que llevará a su culminación en sus obras posteriores.
Viajó a Suiza, Francia, Roma. En esta última ciudad estudió en un centro especial de cinematografía durante algunos meses, y de allí nacería otra de sus grandes aficiones: el cine. No obstante, debido al cierre del diario para el que trabajaba, optó por trasladarse a París. Fueron duros años de trabajo y miseria. Su vivienda fue la buhardilla de un pequeño hotel del Barrio Latino que obtuvo gracias a la caridad. Allí escribió La mala hora, y El coronel no tiene quien le escriba, narración que se desgajó también de la anterior. Con La mala hora obtuvo el premio Literario de la compañía petrolera Esso.
En Enero de 1965 emprende la redacción de su obra maestra `Cien años de soledad`, que tarda 18 meses intensos en escribir. Algunos fragmentos aparecen en diversas revistas de Bogotá, París, México y Lima, y escritores amigos, como el mexicano Carlos Fuentes y el argentino Julio Cortázar, conocedores de estos fragmentos, lanzan las campanas al vuelo.
Requerido por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires, García Márquez les envía el manuscrito empleando para ello los últimos recursos que disponía. Finalmente, en Junio de 1967 la obra se publica y el éxito es fulminante: 15.000 ejemplares vendidos en pocos días. 500.000 en tres años, traducciones a numerosos idiomas -18 en pocos meses- y premios por doquier en Italia, Francia y EE.UU.
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