Ayn Rand - Los que vivimos

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Miró a la cola, contempló su cartilla, contó los cupones, se rascó la nuez, y murmuró confidencialmente:

– Espero que no habrán terminado los guisantes. Y otra cosa; quisiera que nos lo dieran todo de una sola vez, en lugar de tener que estar hoy dos horas haciendo cola aquí por los "varios", mañana otras dos horas por el pan, y pasado mañana otra vez aquí para el petróleo. La semana próxima dicen que darán manteca de cerdo. Será un acontecimiento, ¿verdad? Esta semana, en el distrito once han dado grasa vegetal, y a nosotros no nos dan. Pero en cambio a ellos hace dos meses que no les dan jabón, y nosotros lo hemos tenido, y no malo. ¡Fíjese! ¡Que me muera si no es jabón de primera calidad!

Cuando llegó la vez a Andrei, el dependiente le dio sus raciones, cogió los cupones con impaciencia y refunfuñó:

– ¿Qué es eso, ciudadano? Su cupón está medio rasgado.

– No sé -dijo Andrei-, debo haberlo rasgado por casualidad.

– ¡Pues hubiera podido no aceptárselo! No hay que rasgarlos. Luego a mí no me queda tiempo para comprobar todas las cartillas. Procure que el mes que viene no suceda eso, ciudadano.

– ¿El… mes que viene? -preguntó Andrei.

– Sí, el mes que viene, y el año que viene y todo, si no quiere quedarse con la barriga vacía… A ver, ¡el siguiente! Andrei salió de la cooperativa con una libra de choucroute, un litro de aceite de linaza, un pedazo de jabón y dos libras de guisantes. Anduvo lentamente por las calles cubiertas de una capa blanca y dura de nieve inmaculada, en la que sus tacones, al hundirse, dejaban profundas huellas. En los faroles, la nieve brillaba como cristales de sal, y en los amarillos conos de luz proyectados por los escaparates centelleaba como un polvillo de fuego. Bajo una densa cortina de hielo, un cartel ostentaba un gigante en traje encarnado que levantaba sus dos brazos imperiosamente, con aire de triunfo y de éxtasis, hacia una roja inscripción: "Somos los fundadores de una nueva humanidad."

Los pasos de Andrei eran seguros y serenos, porque Andrei Taganov, cuando había tomado una decisión, estaba sereno y seguro.

Cuando entró en su cuarto, dejó los paquetes encima de la mesa y encendió la luz. Se quitó la gorra y la chaqueta de cuero y las colgó de una percha, en un rincón. Un rizo se le caía sobre la frente; se lo echó hacia atrás con un movimiento largo y lento. La chimenea estaba encendida y la habitación caldeada. Andrei se puso en mangas de camisa.

Miró lentamente a su alrededor. Recogió los libros que estaban por el suelo y los amontonó cuidadosamente sobre la mesa. Encendió un cigarrillo y se paró en medio de la estancia, con los codos pegados al cuerpo como un figurín de cera, sin mover más que el brazo para llevarse a los labios apretados el cigarrillo que sostenía entre sus largos dedos. Nada se movía en la estancia excepto aquel brazo, el humo que subía lentamente desde los labios de Andrei, y la ceniza que iba cayendo al suelo.

Cuando sintió que se le quemaban los dedos y que el cigarrillo se había terminado, arrojó la colilla a la chimenea y se acercó a la mesa. Se sentó, abrió los cajones uno tras otro y fue repasando su contenido. Fue sacando todos los papeles y amontonándolos encima de la mesa.

Luego se levantó y se acercó a la chimenea. Se arrodilló, puso un par de periódicos sobre el fuego y sopló sobre los carbones hasta que salieron unas vivas llamas anaranjadas. Añadió dos trozos de leña y se quedó mirando hasta que ardieron. Entonces, tomando el montón de papeles de la mesa, lo echó al fuego. Luego abrió las cajas que le servían de armario. Había cosas que no quería que nadie encontrase en su cuarto. Tomó un vestido de mujer, de seda negra, y lo echó al fuego. Vio rizarse lentamente la tela y salir una espesa y acre columna de humo. Pero sus ojos permanecieron serenos, sólo un poco asombrados. Luego echó al fuego un par de escarpines de raso negro, un pañuelo de encaje y una blusa de puntilla adornada de cintas. Una manga se quedó sobre el guardafuego; Andrei se inclinó y cogiéndola delicadamente la echó sobre la leña y sopló luego. La ceniza voló hasta su rostro. El se lo limpió cuidadosamente con un pañuelo, que volvió a guardarse en el bolsillo.

Luego encontró el "embajador americano", el juguete de cristal con su diablillo negro nadando en el líquido encarnado. Lo miró, vaciló, y luego lo puso con cuidado sobre las puntillas en llamas. El tubo se rompió y el líquido silbó sobre los carbones al convertirse en un pequeño chorro de vapor, mientras el "embajador" rodaba por entre los carbones encendidos.

Por fin tomó la camisa de crespón. De pie ante la chimenea, la sostuvo un momento entre las manos; sus dedos acariciaban poco a poco, dulcemente, aquel tejido sutil como un puñado de humo, y sus ojos miraban los dedos a través del delicado velo negro transparente.

Se arrodilló y lo puso sobre el fuego. Por un segundo, los carbones ardientes quedaron como oscurecidos por el velo negro; luego la camisa se estremeció como agitada por el viento y empezó a rizarse por el borde, mientras una leve llama azul se deslizaba rápidamente hasta el cuello.

Andrei se levantó y se quedó mirando los rojos hilillos de fuego que recorrían la negra tela y las contorsiones de ésta, que parecían respirar y luego se enroscaba y desaparecía lentamente en una humareda sutil como su mismo cuerpo.

Largo rato estuvo mirando aquella cosa negra inmóvil, con sus relucientes bordes de fuego, que conservaba todavía la forma, pero había perdido toda transparencia.

Luego la tocó ligeramente con el pie, y la camisa se deshizo en sutiles copos negros que subieron por la chimenea. Se alejó y volvió a sentarse, con un codo apoyado sobre la mesa, el otro en una rodilla, con las manos inertes, los dedos rígidos e inmóviles, sin otra interrupción en su rigidez que las articulaciones; tan inmóviles que parecían haberse quedado detenidos en el aire. En un estante, un viejo despertador dejaba oír su lento tictac. El rostro de Andrei permanecía sereno, grave, y sus ojos miraban con dulzura, absortos y maravillados…

En la primera página de Pravda, enmarcadas por un gran cuadro negro, se leían estas palabras:

"El Comité Central de la Federación de todas las organizaciones comunistas hace constar su dolor por la muerte de un heroico combatiente de la Revolución, soldado que fue del Ejército Rojo y militante del Partido desde 1915, el camarada Andrei Taganov." Debajo, en otro grueso cuadro negro, se leía:

"El Comité de Leningrado de la Federación de todas las organizaciones comunistas tiene el dolor de anunciar la muerte del camarada Andrei Taganov. El entierro tendrá lugar mañana, en el Campo de las Víctimas de la Revolución, y el cortejo fúnebre saldrá del Instituto Smolny a las diez de la mañana." Un artículo de fondo de Pravda decía:

"Un nuevo nombre ha venido a sumarse a la gloriosa lista de los caídos en el campo del honor de la Revolución. Es un nombre que quizás muchos ignoren, pero que representa y simboliza las filas modestas de nuestro Partido, los héroes no cantados de nuestros días. En la persona del camarada Andrei Taganov pagamos el último tributo a los combatientes anónimos del ejército del proletariado. ¡El camarada Taganov ha muerto! Se ha dado a sí mismo la muerte, en una crisis de depresión nerviosa. Su salud, todo su cuerpo, ha sucumbido a la inmensa e incesante fatiga que le imponía su condición de miembro del Partido. Este ha sido su sacrificio por la Revolución. Este es el sacrificio de un Partido que no manda para recabar ninguna vanagloria personal, como los partidos que gobiernan en todos los países capitalistas, sino para tener el privilegio de asumir los trabajos más duros, las misiones más arduas al servicio de la colectividad. Y si se sintiera débil ante la empresa que le está confiada, que mire a la Federación de todas las organizaciones comunistas que nos guía y que no regatea ni esfuerzos, ni energías, ni vidas. Convirtamos el funeral rojo de un héroe del Partido en una ocasión de rendir tributo a nuestros jefes. Que todos los obreros de Leningrado asistan al cortejo que ha de llevar a su última morada al camarada Taganov." En una oficina de la G. P. U., un hombre que sonreía enseñando las encías hablaba con Pavel Syerov.

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