Ayn Rand - Los que vivimos

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– Se lo agradecería… si pudiese.

Y volviéndose, tomó la gorra de encima de la mesa y añadió mien

tras se abotonaba la chaqueta:

– Ahora tengo que marcharme. ¡Ah! Otra cosa. No vea a Morozov. Me han dicho que va a salir de la ciudad; pero volverá y urdirá alguna nueva combinación. No se le acerque usted. El siempre encontrará la manera de salirse de apuros, y a usted le tocará sufrir las consecuencias.

– ¿Volveremos a verle… Andrei? -preguntó Kira.

– Claro que sí. Durante algún tiempo estaré muy ocupado; pero luego volveré. Buenas noches.

– Aguarde un momento -dijo Leo de pronto-, quiero preguntarle una cosa.

Y acercándose a Andrei, con las manos en los bolsillos, preguntó

poco a poco, como dejando escapar las palabras entre sus labios

apretados:

– ¿Por qué ha hecho usted todo esto? ¿Qué representa exactamente Kira para usted?

Andrei miró a Kira, que permanecía inmóvil, erguida y silenciosa, esperando que fuera él quien contestase a la pregunta.

– Precisamente una amiga -dijo Andrei volviéndose hacia Leo.

– Buenas noches -dijo éste.

La puerta se cerró, y poco después oyeron cerrarse también la del cuarto de los Lavrov, y sucesivamente abrirse y cerrarse tras de Andrei la puerta del rellano. Entonces Kira dio de pronto un salto hacia adelante. Leo no le vio la cara, pero la oyó prorrumpir en un gemido que parecía un grito. Y antes de que él se diera cuenta, Kira estaba ya fuera de la estancia, y la puerta se cerraba violentamente en pos de ella, haciendo temblar la lámpara del techo.

Kira bajó la escalera corriendo y salió a la calle. Estaba nevando. Sintió el aire frío, como un chorro hirviente de vapor que hiriese su cuello desnudo; los pies, en sus ligeras zapatillas, le parecieron volverse ligeros e inmateriales al contacto de la nieve. Vio alejarse la alta figura de Andrei, y le llamó:

– ¡Andrei!

– ¡Kira… sin abrigo, con esta nieve! -dijo él volviéndose súbitamente. Y cogiéndola del brazo la llevó de nuevo hasta su casa, dejándola en el pequeño y oscuro vestíbulo, al pie de la escalera. -Vuélvete arriba, inmediatamente -ordenó.

– Andrei -balbució ella-; Andrei, yo…

A la luz de un farol de la calle, Kira le vio sonreír con dulzura, tiernamente, mientras le secaba la nieve de los cabellos. -¿No crees que está mejor… así, Kira? -murmuró-. ¿No crees que vale más no decir nada, y dejarlo todo en… nuestro silencio, en este sentimiento de que los dos lo comprendemos y de que todavía siguen uniéndonos tantas cosas?

– Sí, Andrei -murmuró ella.

– No te preocupes por mí. Me lo has prometido, ¿te acuerdas? ¡Ahora vete! Te resfriarás.

Kira levantó la mano, y sus dedos rozaron la mejilla de Andrei, lentamente, casi sin tocarla, desde la cicatriz de la sien hasta la barbilla, como si sus dedos temblorosos pudieran decir algo que ella no era capaz de expresar. El la tomó de la mano y puso sus labios en la palma, por un largo momento. Por la calle pasó un carro, y por los cristales del portal entró de súbito un poco de luz en la portería, tocó sus cabezas, y desapareció. Andrei soltó su mano. Kira se volvió y subió lentamente la escalera. Oyó abrirse y cerrarse tras sí la puerta, pero no miró hacia atrás.

Cuando entró en la habitación, Leo estaba telefoneando. Le oyó decir:

– ¿Tonia? Sí; acabo de salir ahora mismo. Ya se lo contaré todo. Claro; venga en seguida y traiga algo que beber… En casa no tengo ni una gota de nada…

Andrei Taganov fue trasladado de la G. P. U. a la biblioteca de la casa-cuna Lenin del Centro de amas de casa del arrabal de Lesnoe. El centro estaba instalado en una antigua iglesia. Las paredes eran de madera vieja, y el viento penetraba en el interior, agitando los pasquines. Una viga de madera basta sostenía una techumbre que amenazaba ruina; una sola ventana, parte de cuyos cristales habían sido sustituidos por tablas, iluminaba el local, y una vieja bourgeoise de hierro colado lo llenaba de humo. En lo que en otro tiempo había sido altar, había una bandera de algodón rojo, y las paredes estaban cubiertas por retratos de Lenin, sin marco, recortados de periódicos ilustrados: Lenin niño, Lenin estudiante, Lenin en el Consejo de Comisarios del pueblo, Lenin en su ataúd. Había unos cuantos estantes con libros en rústica, un gran cartel con la consigna "Proletarios del mundo entero, unios" y un busto en yeso de Lenin, con una herida de cola a través de la barba.

Andrei Taganov se esforzaba en resistir su nueva situación. A las cinco, cuando se encendían las luces en los escaparates de las tiendas, y empezaban a correr por las calles oscuras las brillantes perlas de colores de los tranvías, Andrei salía del Instituto y se dirigía a Lesnoe. En el vehículo lleno de gente, se sentaba junto a una ventanilla, comía un bocadillo para sustituir el almuerzo que no había podido tomar, y tendía a la ceñuda cobradora un billete blanco, arrancado del taco de treinta que le habían dado juntamente con su sueldo mensual. De seis a nueve permanecía en la biblioteca de la casa-cuna Lenin del Centro de amas de casa; solo, catalogando libros, pegando cubiertas desgarradas, echando leña a la bourgeoise, ordenando los libros en los estantes, y diciendo, cada vez que, sacudiendo la nieve de sus pesadas botas de fieltro, entraba la figura de una mujer envuelta en un oscuro mantón gris:

– Buenas tardes, camarada. No, El abecé del comunismo no ha llegado todavía. Sí, camarada; le guardo a usted el libro que me encargó. Sí; es un excelente libro, camarada Samsonova, muy instructivo y estrictamente proletario… Sí, camarada Danilova, el Consejo del Partido lo recomiendo como muy útil para la educación política de los obreros conscientes… Camarada, de ahora en adelante haga el favor de no hacer dibujos en los libros de la Biblioteca… Sí, camarada; ya lo sé, la estufa no funciona bien; no tenemos ninguna estadística de nacimientos… Desde luego, camarada Selivanova, es aconsejable leer todas las obras de Lenin para comprender la ideología de nuestro gran jefe… Camarada, ¿quiere hacer el favor de cerrar la puerta…? Lo siento, camarada, no tenemos retretes… No, camarada Ziablova, no tenemos novelas de amor… No, camarada Ziablova, no puedo acompañarle al baile el domingo… No, camarada, El abecé del comunismo no ha llegado todavía…

En las oficinas de la G. P. U. se murmuraba: -Deja que el camarada Taganov aguarde la próxima depuración. Pero el camarada Taganov no la aguardó.

Un sábado por la tarde estaba haciendo cola ante la cooperativa del distrito para que le dieran su ración de víveres. La cooperativa olía a petróleo y a cebolla podrida. Junto al mostrador había un barril de choucroute, un saco de guisantes secos, una lata de aceite de linaza y un montón de pedazos de jabón azulado; sobre el mostrador humeaba una lámpara de petróleo y por la espaciosa sala desnuda zigzagueaba una hilera de clientes. No había más que un dependiente, con un orzuelo en un ojo y un aire de insuperable pereza en todo su cuerpo.

Delante de Andrei, en la cola, había un hombrecito con una mancha verdosa sobre la nuca, que el cuello raído de su viejo abrigo dejaba al descubierto. Jugueteaba nerviosamente con su cartilla, y se volvía constantemente a mirar a los que formaban la cola detrás de él. Su cuello era flaco y rugoso, y su nuez de Adán, prominente y del mismo color que las patas de una gallina. Continuamente estaba rascándosela y husmeando ruidosamente, porque estaba resfriado.

Volviéndose a Andrei, dijo, con un amistoso guiño: -Camarada del Partido, ¿verdad? -y señaló la estrella roja que Andrei llevaba en el ojal-. Yo también. Sí. Miembro del Partido. Aquí está mi estrella. Hace frío, ¿verdad, camarada? Mucho frío. Espero que no habrán terminado los guisantes antes de que nos toque el turno, camarada. Van muy bien para la sopa. Verdaderamente, la carne también hace falta; pero le enseñaré un truco: los deja usted en remojo toda la noche, luego los hace hervir en agua clara, y cuando estén casi cocidos, echa una cucharada de aceite de linaza; la sopa queda con unas lunas de grasa que no parece sino que haya usted echado carne de veras. Realmente, es una sopa sabrosísima, y espero que no habrán terminado los guisantes cuando nos llegue la vez. No es muy listo que digamos el dependiente ese, pero en fin, no hay que quejarse. No; no crea usted que me quejo.

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