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José Saramago: Ensayo Sobre La Ceguera

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José Saramago Ensayo Sobre La Ceguera

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Una de las obras más crudas, violentas y originales que tenido el placer de leer en los últimos años. Algunos la consideran una extraña frontera en la novela de Ciencia Ficción y el drama psicológico convencional.En cierta manera recuerda a obras como El Día de los Trifidos donde también la población de la Tierra se quedaba ciega o incluso a El Señor de las Moscas, donde también una situación límite hacía despertar los instintos más básicos e irracionales entre los protagonistas.Ensayo sobre la ceguera es una excusa para retratar el comportamiento humano en una situación límite: En este caso, cuando a causa de una extraña enfermedad, todo el mundo se va quedando ciego poco a poco. Es una obra dura pero narrada de forma amena, casi como un cuento, a veces recreandose en la desesperación de los protagonistas, a veces narrando de forma simbólica como actúa el mundo entero y por tanto realizando un tipo de ensayo -como indica el título- sobre la humanidad: Su egoísmo innato, sus instintos primarios pero también sus dotes de solidaridad y camaradería.Saramago introduce un elemento ajeno, una pequeña mutación dentro de este mundo de ceguera al cual el mundo se ve atado: Una persona ve, una persona puede contemplar las barbaridades a que puede llegar la raza humana; una sola persona queda sumergida por voluntad propia en el manicomio donde se aislan a los primeros ciegos para que no contagien al resto de la ciudad.Precisamente dentro de este manicomio, de esta sala de estudios sin observadores es donde quedan retratadas las más grandes miserias humanas hasta el extremo de hacerte estremecer -tal cual una novela de terror- mientras lees el libro.Puede que el clímax algo prematuro -por otro lado tan crudo que te puede revolver el estómago- que resta emoción a unos últimos capítulos mucho más tranquilos puede que sea la nota discordante en una novela que siempre havia ido In Crescendo. Pero igualmente, no hay ningún pasaje que sobre; Saramago calculó al milímetro su novela.La única nota negativa (estoy seguro que para otros no) sería el estilo de Saramago al escribir la novela: Sin diálogos propiamente dichos, juntando la narración, los diálogos, todo en las mismas líneas por lo que al comienzo, costa acostumbrarse a una lectura tan densa sin descanso para la vista (valga la redundancia).

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El mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía sólo una conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había recetado el médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante estos días sólo se tiene que quitar las gafas para dormir, le había dicho. La broma era antigua, seguro que había pasado de generación en generación de oftalmólogos, pero el efecto se repetía siempre, el médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y en este caso valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la vida, cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la vida de esta mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasaba de ser artimaña del oficio, pero sería una afirmación malvada y gratuita, porque aquella sonrisa ya era así en los tiempos, no tan distantes, en los que aquella mujer era una chiquilla, palabra en desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún estaba por nacer la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría incluir a esta mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la complejidad del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas, tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja moderar cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos, manía de la que, por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos librarnos. Aunque sea evidente lo mucho que de nube hay en Juno, no es lícito obstinarse en confundir con una diosa griega lo que no pasa de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en la atmósfera. Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría, probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta, pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido como un todo. Ella tiene, como la gente normal, una profesión, y, también, como la gente normal, aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Si no se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en definitiva debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le apetece y, además, saca de ello todo el placer que puede.

Se había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se quitó las gafas, la iluminación de las calles le molestaba, especialmente la de los anuncios. Entró en una farmacia a comprar el colirio que el médico le había recetado, decidió no darse por aludida cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos ojos anden cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de botica, imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas oscuras le daban un aire embriagador y misterioso capaz de provocar el interés de los hombres que pasaban, y, eventualmente, corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de que alguien la está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo referente a satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ella le dijera que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico no le había dado aún orden al respecto, el caso es que al hombre hasta le hizo gracia, era una novedad. A la salida de la farmacia, la muchacha llamó un taxi, dio el nombre de un hotel. Recostada en el asiento, prelibaba ya, si se acepta el término, las distintas y múltiples sensaciones del goce sensual, desde el primer y sabio roce de labios, desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas explosiones de un orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la estuvieran crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las gafas oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y técnica, con su obligación, paga siempre por adelantado y el doble de lo que luego cobra. En medio de estos pensamientos, sin duda porque había pagado hacía un momento una consulta, se preguntó si no sería conveniente subir, a partir de hoy mismo, su tarifa, lo que, con risueño optimismo, solía llamar su justo nivel de compensación.

Mandó parar el taxi una manzana antes, se mezcló con la gente que iba en la misma dirección, como dejándose llevar por ella, anónima y sin ninguna culpa notoria. Entró en el hotel con aire natural, cruzó el vestíbulo hacia el bar. Llegaba con unos minutos de adelanto, y tendría que esperar, pues la hora de la cita había sido fijada con precisión. Pidió un refresco y lo tomó sosegadamente, sin posar los ojos en nadie, no quería que la confundieran con una vulgar cazadora de hombres. Un poco más tarde, como una turista que sube al cuarto a descansar después de haber pasado la tarde por los museos, se dirigió al ascensor. La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre encuentra escollos en el durísimo camino de la perfección, pero el pecado y el vicio se ven tan favorecidos por la fortuna que todo fue llegar y se abrieron ante ella las puertas del ascensor. Salieron dos huéspedes, un matrimonio de edad avanzada, ella entró y apretó el botón del tercero, trescientos doce era el número que la esperaba, es aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la conciencia, dijo, agotada y feliz, Aún lo veo todo blanco.

Al ladrón del coche lo llevó un policía a casa. No podía el circunspecto y compasivo agente de la autoridad imaginar que llevaba a un empedernido delincuente cogido por el brazo, y no para impedir que se escapara, como habría ocurrido en otra ocasión, sino, simplemente, para que el pobre hombre no tropezara y se cayera. En compensación, nos es muy fácil imaginar el susto de la mujer del ladrón cuando, al abrir la puerta, se encontró ante ella con un policía de uniforme que traía sujeto, o así le pareció, a un decaído prisionero, a quien, a juzgar por la tristeza de la cara, debía de haberle ocurrido algo peor que la detención. Por un instante, pensó la mujer que habrían atrapado a su hombre en flagrante delito y que el policía estaba allí para registrar la casa, idea ésta, por otra parte, y por paradójico que parezca, bastante tranquilizadora, considerando que el marido sólo robaba coches, objetos que, por su tamaño, no se pueden ocultar bajo la cama. No duró mucho la duda, pues el policía dijo, Este señor está ciego, encárguese de él, y la mujer, que debería sentirse aliviada porque el agente venía al fin sólo de acompañante, percibió la dimensión de la fatalidad que le entraba por la puerta cuando un marido deshecho en lágrimas cayó en sus brazos diciendo lo que ya sabemos.

La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un policía, pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó, una mujer desnuda, gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella intentaba escabullirse embutiéndose trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de la situación. La ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en todo compatible, por mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos, con los mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los gritos lacerantes que dio al comprender que la pérdida de visión no era una nueva e imprevista consecuencia del placer, apenas se atrevía a llorar y lamentarse cuando, con malos modos, vestida a toda prisa, casi a empujones, la llevaron fuera del hotel. El policía, en tono que sería sarcástico si no fuera simplemente grosero, quiso saber, después de haberle preguntado dónde vivía, si tenía dinero para el taxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que, anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que esas personas pertenecen al número de las que no pagan impuestos sobre el rendimiento de sus inmorales réditos. Ella afirmó con la cabeza, pero, estando ciega como estaba, pensó que quizá el policía no había visto su gesto y murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá no lo tuviera, palabras que nos parecerán fuera de lugar, pero que, si atendemos a las circunvoluciones del espíritu humano, donde no existen caminos cortos y rectos, acaban, esas palabras, por resultar absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido castigada por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le dijo a su madre que no iría a cenar, y ahora resulta que iba a llegar muy a tiempo, antes incluso que el padre.

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