José Saramago - La caverna

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"La Caverna" es la nueva novela del escritor portugués José Saramago. En ella el escritor critica la sociedad consumista de nuestros tiempos. La novela cuenta la historia de una familia de artesanos que fabrica objetos de barro y se da cuenta de que su trabajo ha dejado de ser necesario para el mundo. El pequeño negocio de la familia corre peligro debido a la creación de un gran centro. El protagonista, Cipriano Alvor de 64 años, no entiende como las industrias de cerámica y sus robots pueden sustituir a los barros amasados, principal crítica del autor.El tema de la novela es el análisis que hace Saramago de la sociedad de hoy en día a la que considera "una realidad injusta y vergonzante". Saramago realiza una metáfora en la que el gran centro del que habla es el Occidente de hoy en día. Saramago afirma que "en los centros comerciales, los estadios y las discotecas es donde las personas aprenden las normas de vida y todos esos lugares son cavernas cerradas". Saramago intenta con su novela implicarnos en el mundo e informarnos de "la conciencia autista que crean los grandes centros comerciales"."La Caverna" está basada en el mito que Platón mostraba en el libro VII de "La República" y forma parte de una "trilogía involuntaria" integrada por "Ensayo sobre la ceguera" y "Todos los nombres". En la primera se perdía la vista, en la segunda el nombre y en esta última Saramago retrata la pérdida del empleo, "una neurosis a la orden del día". Sin lugar a dudas Saramago conquistará de nuevo a los lectores intentándoles demostrar que "vivimos observando sombras que se mueven y creemos que eso es la realidad, esa realidad que hoy llamamos virtual".

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La mujer de las chabolas, aquella que necesitaba platos y tazas nuevas, preguntó al marido, Qué ha pasado, no encontraste la furgoneta de la alfarería, y el marido respondió, Sí, la obligué a parar, pero después dejé que se marchara, Por qué, Si tú hubieses visto la cara del hombre que iba dentro, apuesto a que habrías hecho lo que yo hice.

El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y esperó que alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas desesperaciones de espíritu, ciertos golpes de la vida empujen a la víctima a decisiones tan dramáticas como ésta, cuando no peores. Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye una voz gritándole dentro de su cabeza, Perdido por diez, perdido por cien, y entonces es según las particularidades de la situación en que se encuentre y el lugar donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero que le quedaba en un billete de lotería, o pone sobre la mesa de juego el reloj heredado del padre y la pitillera de plata que le regaló la madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese color cinco veces seguidas, o salta solo de la trinchera y corre con la bayoneta calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta furgoneta, baja los cristales, abre después las puertas, y se queda a la espera de que, con las porras de costumbre, las navajas de siempre y las necesidades de la ocasión, lo venga a saquear la gente de las chabolas, Si no lo quisieron ellos, que se lo lleven éstos, fue el último pensamiento de Cipriano Algor. Pasaron diez minutos sin que nadie se aproximase para cometer el ansiado latrocinio, un cuarto de hora se fue sin que ni siquiera un perro vagabundo hubiese subido hasta la carretera a orinar en una rueda y olisquear el contenido de la furgoneta, y ya iba vencida media hora cuando finalmente se aproximó un hombre sucio y mal encarado que preguntó al alfarero, Tiene algún problema, necesita ayuda, le doy un empujoncito, puede ser cosa de la batería. Ahora bien, si hasta incluso los ánimos más fuertes tienen momentos de irresistible debilidad, que es cuando el cuerpo no consigue comportarse con la reserva y la discreción que el espíritu durante años le ha ido enseñando, no deberemos extrañarnos de que la oferta de auxilio, para colmo procedente de un hombre con toda la pinta de asaltante habitual, hubiese tocado la cuerda más sensible de Cipriano Algor hasta el punto de hacerle asomar una lágrima en el rabillo del ojo, No, muchas gracias, dijo, pero a continuación, cuando el obsequioso cirineo ya se apartaba, saltó de la furgoneta, corrió a abrir la puerta trasera, al mismo tiempo que llamaba, Eh, señor, eh, señor, venga aquí. El hombre se detuvo, Quiere que le ayude, preguntó, No, no es eso, Entonces, qué, Venga aquí, hágame el favor. El hombre vino y Cipriano Algor dijo, Tome esta media docena de platos, lléveselos a su mujer, es un regalo, y tome estos seis más, que son soperos, Pero yo no he hecho nada, dudó el hombre, No importa, es lo mismo que si hubiese hecho, y si necesita un botijo para el agua, aquí tiene, Realmente, un botijo no vendría mal en casa, Pues entonces lléveselo, lléveselo. El alfarero apiló los platos, primero los llanos, después los hondos, después éstos sobre aquéllos, los acomodó en la curva del brazo izquierdo del hombre, y, como tenía el botijo colgando de la mano derecha, no tuvo el beneficiado mucho de sí con que agradecer, sólo la vulgar palabra gracias, que tanto es sincera como no, y la sorpresa de una inclinación de cabeza nada armónica con la clase social a que pertenece, queriendo esto decir que sabríamos mucho más de las complejidades de la vida si nos aplicásemos a estudiar con ahínco sus contradicciones en vez de perder tanto tiempo con las identidades y las coherencias, que ésas tienen la obligación de explicarse por sí mismas.

Cuando el hombre que tenía pinta de asaltante, pero que finalmente no lo era, o simplemente no lo había querido ser esta vez, desapareció, medio perplejo, entre las chabolas, Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Obviamente, ni la visión más aguda sería capaz de notar diferencia alguna en la presión ejercida sobre los amortiguadores y los neumáticos de la furgoneta, en cuestión de peso doce platos y un botijo de barro significan tanto en un vehículo de transporte, incluso de tamaño medio, como significarían en la feliz cabeza de una novia doce pétalos de rosa blanca y un pétalo de rosa roja. No ha sido casualidad el hecho de que la palabra feliz apareciera ahí atrás, en realidad es lo mínimo que podemos decir de la expresión de Cipriano Algor, que, mirándolo ahora, nadie creería que sólo le han comprado la mitad de la carga que transportó al Centro. Lo malo es que le volvió a la memoria, cuando dos kilómetros adelante penetró en el Cinturón Industrial, el bruto revés comercial sufrido. La ominosa visión de las chimeneas vomitando chorros de humo le indujo a preguntarse en qué estúpida fábrica de ésas se estarían produciendo las estúpidas mentiras de plástico, las alevosas imitaciones del barro, Es imposible, murmuró, ni en sonido ni en peso se pueden igualar, y además está la relación entre la vista y el tacto que leí no sé dónde, la vista que es capaz de ver por los dedos que están tocando el barro, los dedos que, sin tocar, consiguen sentir lo que los ojos están viendo. Y, como si esto no fuese tormento suficiente, también se interrogó Cipriano Algor, pensando en el viejo horno de la alfarería, cuántos platos, fuentes, tazas y jarras por minuto escupirían las malditas máquinas, cuántas cosas para sustituir botijos y damajuanas. El resultado de estas y de otras preguntas que no quedaron registradas ensombreció otra vez el semblante del alfarero, y a partir de ahí, el resto del camino fue, todo él, un continuo cavilar sobre el futuro difícil que esperaba a la familia Algor si el Centro persistía en la nueva valoración de productos, cuya primera víctima fuera, tal vez, la alfarería. Pero honor sea dado a quien de sobra lo merece, pues en ningún momento Cipriano Algor permitió que su espíritu fuese tomado por el arrepentimiento de haber sido generoso con el hombre que le debería haber robado, si es que es verdad todo cuanto se viene diciendo sobre la gente de las chabolas. En la salida del Cinturón Industrial había algunas modestas manufacturas que no se entiende cómo pueden haber sobrevivido a la gula de espacio y a la múltiple variedad de producción de los modernos gigantes fabriles, pero el hecho es que estaban allí, y mirarlas al pasar siempre era un consuelo para Cipriano Algor cuando, en algunas horas más inquietas de la vida, le daba por cavilar sobre los destinos de su profesión. No van a durar mucho, pensó, esta vez se refería a las manufacturas, no al futuro de la actividad alfarera, pero eso ocurrió porque no se tomó el trabajo de reflexionar durante tiempo suficiente, sucede así muchas veces, creemos que ya se puede afirmar que no merece la pena esperar conclusiones sólo porque decidimos detenernos a la mitad del camino que nos conduciría hasta ellas.

Cipriano Algor atravesó el Cinturón Verde rápidamente, no miró ni una vez los campos, el monótono espectáculo de las enormes extensiones cubiertas de plástico, bazas por naturaleza y soturnas de suciedad, si siempre le causaba un efecto deprimente, imagínese lo que sería hoy, en el estado de ánimo que lleva, ponerse a contemplar este desierto. Como el que alguna vez ha levantado la túnica bendita de una santa de altar para saber si lo que la sustenta por debajo son piernas de persona o un par de estacas mal desbastadas, hace mucho tiempo que el alfarero no necesita resistir la tentación de parar la furgoneta y atisbar si es cierto que en el interior de aquellas coberturas y de aquellos armazones había plantas reales, con frutos que se pudieran oler, palpar y morder, con hojas, tubérculos y brotes que se pudiesen cocer, aliñar y poner en el plato, o si la melancolía abrumadora expuesta al exterior contaminaba de incurable artificio lo que dentro crecía, fuese lo que fuese. Después del Cinturón Verde el alfarero tomó una carretera secundaria, había unos restos escuálidos de bosque, unos campos mal ordenados, un riachuelo de aguas oscuras y fétidas, después aparecieron en una curva las ruinas de tres casas ya sin ventanas ni puertas, con los tejados medio caídos y los espacios interiores casi devorados por la vegetación que siempre irrumpe entre los escombros, como si allí hubiese estado, a la espera de su hora, desde que se pusieron los cimientos. La población comenzaba unos cien metros más allá, era poco más que la carretera que la cruzaba por en medio, unas cuantas calles que desembocaban en ella, una plaza irregular que se ensanchaba hacia un solo lado, ahí un pozo cerrado, con su bomba de sacar agua y la gran rueda de hierro, a la sombra de dos plátanos altos. Cipriano Algor saludó a unos hombres que conversaban, pero, contra lo que era su costumbre cuando regresaba de llevar la loza al Centro, no se detuvo, en un momento así no suponía qué podría apetecerle, pero seguro que no una conversación, incluso tratándose de personas conocidas. La alfarería y la casa en que vivía con la hija y el yerno quedaban en el otro extremo de la población, adentradas en el campo, apartadas de los últimos edificios. Al entrar en la aldea, Cipriano Algor había reducido la velocidad de la furgoneta, pero ahora avanzaba más despacio aún, la hija debía de estar acabando de preparar el almuerzo, era hora de eso, Qué hago, se lo digo ya o después de haber comido, se preguntó a sí mismo, Es preferible después, dejo la furgoneta en el alpendre de la leña, ella no vendrá a ver si traigo algo, hoy no es día de compras, así podremos comer tranquilos, es decir, comerá ella tranquila, yo no, y al final le cuento lo que ha pasado, o lo dejo para media tarde, cuando estemos trabajando, tan malo será para ella saberlo antes de almorzar como inmediatamente después. La carretera hacía una curva ancha donde terminaba la población, pasada la última casa se veía en la distancia un gran moral que no debería de tener menos de unos diez metros de altura, allí estaba la alfarería. El vino fue servido, va a ser necesario beberlo, dijo Cipriano Algor con una sonrisa cansada, y pensó que mucho mejor sería si lo pudiese vomitar. Giró la furgoneta a la izquierda, hacia un camino en subida poco pronunciada que conducía a la casa, a la mitad dio tres avisos sonoros anunciando que llegaba, siempre la misma señal, a la hija le parecería extraño si hoy no la hiciese. La vivienda y la alfarería fueron construidas en este amplio terreno, probablemente una antigua era, o en un ejido, en cuyo centro el abuelo alfarero de Cipriano Algor, que también usara el mismo nombre, decidió, en un día remoto del que no quedó registro ni memoria, plantar el moral. El horno, un poco apartado, ya era obra modernizadora del padre de Cipriano Algor, a quien también le fue dado idéntico nombre, y sustituía a otro horno, viejísimo, por no decir arcaico, que, visto desde fuera, tenía la forma de dos troncos cónicos sobrepuestos, el de encima más pequeño que el de abajo, y de cuyos orígenes tampoco quedó memoria. Sobre sus vetustos cimientos se construyó el horno actual, este que coció la carga de la que el Centro sólo quiso recibir la mitad, y que ahora, ya frío, espera que lo carguen de nuevo. Con una atención exagerada Cipriano Algor estacionó la furgoneta debajo del alpendre, entre dos cargas de leña seca, después pensó que todavía podría pasar por el horno y ganar algunos minutos, pero le faltaba el motivo, le faltaba la justificación, no era como otras veces, cuando regresaba de la ciudad y el horno estaba funcionando, en esos días iba a mirar dentro de la caldera para calcular la temperatura por el color de los barros incandescentes, si el rojo oscuro ya se había convertido en rojo cereza. o éste en naranja. Se quedó allí parado, como si el ánimo que necesitaba se le hubiese retrasado por el camino, pero fue la voz de la hija la que le obligó a moverse, Por qué no entra, el almuerzo está listo. Intrigada por la demora, Marta apareció entre las puertas, Venga, venga, que la comida se enfría. Cipriano Algor entró, le dio un beso a la hija y se encerró en el cuarto de baño, comodidad doméstica instalada cuando ya era adolescente y, desde hace mucho tiempo, necesitada de ampliación y mejoras. Se observó en el espejo, no encontró ninguna arruga de más en la cara, La tengo dentro, seguro, pensó, después vertió aguas, se lavó las manos y salió. Comían en la cocina, sentados ante una gran mesa que había conocido días más felices y asambleas más numerosas. Ahora, tras la muerte de la madre, Justa Isasca, de quien tal vez no se vuelva a hablar mucho más en este relato, pero de quien aquí se deja escrito el nombre propio, que el apellido ya lo conocíamos, los dos comen en un extremo, el padre a la cabecera, Marta en el lugar que la madre dejó vacío, y frente a ella Marcial, cuando está. Cómo le ha ido la mañana, preguntó Marta, Bien, lo habitual, respondió el padre agachando la cabeza sobre el plato, Marcial telefoneó, Ah sí, y qué quería, Que había estado hablando con usted sobre lo de vivir en el Centro cuando lo asciendan a guarda residente, Sí, hablamos de eso, Estaba enfadado porque usted volvió a decir que no está de acuerdo, Entre tanto lo pensé mejor, creo que será una buena solución para ambos, Qué le ha hecho, de repente, mudar de ideas, No querrás seguir trabajando de alfarera el resto de tu vida, No, aunque me gusta lo que hago, Debes acompañar a tu marido, mañana tendrás hijos, tres generaciones comiendo barro es más que suficiente, Y usted está de acuerdo en venirse con nosotros al Centro, en dejar la alfarería, preguntó Marta, Dejar esto, nunca, eso está fuera de cuestión, Quiere decir que lo hará todo solo, cavar el barro, amasarlo, trabajarlo en el tablero y en el torno, cargar y encender el horno, descargarlo, desmoldarlo, limpiarlo, después meterlo todo en la furgoneta e ir a venderlo, le recuerdo que las cosas ya van siendo bastante difíciles pese a la ayuda que nos da Marcial en el poco tiempo que está aquí, He de encontrar quien me eche una mano, no faltan muchachos en el pueblo, Sabe perfectamente que ya nadie quiere ser alfarero, quien se harta del campo se va a las fábricas del Cinturón, no salen de la tierra para llegar al barro, Una razón más para que tú te vayas, No estará pensando que lo voy a dejar aquí solo, Vienes a verme de vez en cuando, Padre, por favor, estoy hablando en serio, Yo también, hija mía.

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