El seguir mi lista de personas hizo que la recapitulación fuera muy formal y exigente, tal como lo quería don Juan. Pero de vez en cuando, algo en mí se soltaba, algo exigía que me enfocara en sucesos que no tenían nada que ver con mi lista, sucesos cuya claridad era tan enloquecedora que terminaba atrapado y sumergido en ellos, quizá más intensamente que durante la experiencia misma. Cada vez que recapitulaba de esa manera, tenía un grado de desapego que me permitía ver cosas que había descuidado cuando realmente había estado de lleno en ellas.
La primera vez que el recuerdo de un suceso me sacudió hasta los cimientos fue después de haber dado una conferencia en una universidad de Oregón. Los estudiantes encargados de organizar la conferencia, me llevaron a mí y a otro antropólogo amigo mío a una casa a pasar la noche. Iba a hospedarme en un motel, pero insistieron en llevarnos a la casa para nuestra mayor comodidad. Dijeron que estaba en el campo y que no había ruidos, el lugar más tranquilo del mundo, sin teléfonos y sin posibilidad de contactos con el mundo exterior. Yo, como el tonto que era, acepté ir con ellos. Don Juan no sólo me había advertido ser siempre un ave solitaria, sino que había exigido que observara su recomendación, algo que yo hacía la mayoría de las veces, aunque en ocasiones la criatura gregaria que había en mí me dominaba.
El comité nos llevó a la casa de un profesor que estaba en sabático, y que quedaba bastante lejos de la ciudad de Portland. Muy rápidamente, encendieron las luces por dentro y por fuera de la casa, que de hecho estaba sobre una colina rodeada de faros. Encendidas las luces, la casa debe haber sido visible a una distancia de diez kilómetros.
El comité se fue tan rápido como pudo, algo que me sorprendió porque pensaba que se quedarían a conversar. La casa era de madera, en forma de «A», pequeña, pero muy bien construida. Tenía una sala enorme y un entrepiso encima donde estaba el dormitorio. Justamente en el ángulo del marco en forma de «A» había un crucifijo de tamaño natural que colgaba de una extraña bisagra rotatoria, perforado en la cabeza. Era una vista bastante impresionante, especialmente cuando el crucifijo rotaba, chirriando como si necesitara aceite.
El baño de la casa era todo un espectáculo. Tenía azulejos de espejo en el techo, sobre las paredes y sobre el piso y estaba iluminado con una luz rojiza. No había manera de ir al baño sin verse desde todos los ángulos posibles. Disfruté todas estas características de la casa; me parecían estupendas.
Cuando llegó la hora de dormirme, sin embargo, me encontré con un serio problema, pues había una sola cama angosta, dura, monástica, y mi amigo antropólogo estaba a punto de caer enfermo de pulmonía, resollando y escupiendo flemas cada vez que tosía. Se fue directamente a la cama y se quedó seco. Busqué un rincón para dormirme. No encontraba ninguno. Esa casa carecía totalmente de comodidades. Además hacía frío. El comité había encendido las luces, pero no la calefacción. La busqué. Mi búsqueda fue inútil, como lo fue también el tratar de encontrar el contacto para apagar los faros o siquiera las luces de la casa. Los contactos estaban allí sobre las paredes, pero parecían regidos por un contacto central. Las luces estaban encendidas y no había manera de apagarlas.
El único rincón que encontré para dormir fue sobre un tapete delgado, y la única cobija que había era la piel curtida de un gigantesco perro lanudo francés. Evidentemente, había sido la mascota de la casa y lo habían preservado. Tenía brillantes ojos negros y le colgaba la lengua del hocico abierto. Puse la cabeza del perro sobre mis piernas. Me tenía que tapar con la parte trasera, que me daba al cuello. La cabeza embalsamada era como un duro objeto entre mis rodillas, lo que resultaba algo incómodo. Si hubiera estado oscuro, podría haber aguantado. Recogí un montón de toallas de mano y las usé como almohada. Usé la mayor cantidad posible de la mejor manera que pude para cubrir la piel del animal. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Fue entonces, recostado allí, mientras me maldecía por haber sido tan bestia y no haber seguido las recomendaciones de don Juan, cuando experimenté el primer recuerdo enloquecedoramente claro de toda mi vida. Me había acordado del suceso que don Juan llamó el acomodador con la misma claridad, pero mi tendencia siempre había sido de semi-dejar de lado lo que me pasaba cuando estaba con don Juan, porque a mi parecer en su presencia todo era posible. Sin embargo, esta vez estaba solo.
Años antes de haber conocido a don Juan, había trabajado pintando anuncios para edificios. Mi jefe se llamaba Luigi Palma. Un día, Luigi consiguió un contrato para pintar un anuncio en la pared trasera de un edificio viejo, de venta y alquiler de fracs y trajes de novias. El dueño del edificio quería atraer toda la clientela posible con un gran anuncio. Luigi iba a pintar a la novia y al novio y yo iba a pintar el letrero. Fuimos al techo plano del edificio y pusimos los andamios.
Sin razón aparente, yo me sentía bastante inquieto. Había pintado docenas de anuncios en edificios altos. Luigi pensó que había empezado a tener miedo a las alturas, pero que se me iba a pasar. Cuando llegó el momento de empezar a trabajar, él bajó el andamio unos cuantos pies del techo, y saltó sobre las tablas planas. Él se fue a un lado mientras yo me quedé al otro para no vedarle el paso. Él era el artista.
Luigi comenzó a hacer alarde de su talento. Al pintar, sus movimientos se volvieron tan irregulares y tan agitados que el andamio comenzó a moverse de lado a lado. Me mareé. Quise regresar al techo con el pretexto que necesitaba más pintura y otros trastos. Me agarré de la orilla de la pared que bordeaba el techo y traté de levantarme, pero las puntas de los pies se me metieron entre las tablas del andamio. Intenté liberar mis pies y a la vez atraer el andamio hacia la pared; pero entre más tiraba, más alejaba el andamio de la pared. En vez de ayudarme a desenredar los pies, Luigi se sentó y se abrazó a las cuerdas que ataban el andamio al techo. Hizo la señal de la cruz mientras me miraba horrorizado. Desde esa posición se arrodilló y, sollozando, empezó a recitar el Padre Nuestro.
Me agarré de la orilla de la pared con todo lo que tenía; lo que me dio la fuerza desesperada para aguantar fue la certeza de que si yo me controlaba, podría evitar que el andamio se alejara más y más. No iba soltar mi agarre y caer trece pisos a mi muerte. Luigi, compulsivo y dominante hasta el final, me gritó en medio de sus lágrimas que debía rezar. Juró que los dos íbamos a caer y a morir y lo único que nos quedaba era rezar por la salvación de nuestras almas. Por un momento, reflexioné acerca de si valía la pena rezar. Decidí gritar en vez. La gente en el edificio debe haber oído mis gritos, pues llamaron a los bomberos. Con toda sinceridad, pensé que habían pasado apenas dos o tres segundos desde que empecé a gritar, hasta que los bomberos subieron al techo, agarraron a Luigi y a mí y aseguraron el andamio.
En realidad, yo había pasado veinte minutos colgado del costado del edifico. Cuando los bomberos finalmente me subieron al techo, perdí todo vestigio de control. Vomité sobre el piso duro del techo, mi estómago revuelto de terror y del fétido olor de la brea derretida. Hacía mucho calor; la brea entre las grietas de las hojas rasposas que cubrían el techo se derretía con el calor. La experiencia había sido tan penosa que no quería recordarla y terminé alucinando que los bomberos me habían metido en un cuarto amarillo y acogedor; me habían acostado en una cama sumamente cómoda y me había dormido plácidamente, en mis pijamas, libre de todo peligro.
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