Carlos Castaneda - El Lado Activo Del Infinito

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El Lado Activo Del Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le señaló a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de chamán: formar una colección a la que don Juan llamaba un álbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del álbum de un chamán son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su discípulo, "ya que nada tienen que ver con él y, no obstante, él está inmerso en ellos. Siempre lo estará, por el resto de su vida, y tal vez aún más allá, pero de una manera no del todo personal".
Este es el álbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprenderán, sacudirán e iluminarán con su belleza. Nos acercarán como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha épica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describió la meta total del conocimiento chamanico que él manejaba, como la preparación para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Señaló que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida después de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una región concreta llena hasta el tope con asuntos prácticos de un orden distinto a los asuntos prácticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad práctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa región concreta, a la que se referían como el lado activo del infinito".

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Falelo Quiroga, siguiendo los consejos de mi abuelo, jugó tan bien como pudo, pero en una instancia, perdió una carambola por un pelo. Tomé el taco. Sentí que me iba a desmayar, pero viendo el júbilo de mi abuelo (daba saltos de un lado a otro) me tranquilicé; y además, me irritaba ver a Falelo Quiroga casi desplomándose de risa al ver cómo yo tomaba el taco. A causa de mi estatura, no podía inclinarme sobre la mesa, como se juega al billar normalmente. Pero mi abuelo, con una paciencia y determinación esmerada, me había enseñado una manera alternativa para jugar. Extendiendo mi brazo totalmente hacia atrás, tomaba el taco levantándolo casi más allá de los hombros, hacia el costado.

– ¿Qué hace cuando tiene que alcanzar la mitad de la mesa? -preguntó Falelo Quiroga muerto de risa.

– Se cuelga de la orilla de la mesa -dijo mi abuelo como si nada-. Sabes que está permitido.

Mi abuelo se me acercó y me susurró entre dientes que si me hacía el correcto y perdía me iba a romper todos los tacos sobre la cabeza. Yo sabía que no hablaba en serio; era su manera de demostrar la confianza que me tenía.

Gané fácilmente. Mi abuelo estaba rebosante de alegría pero, cosa rara, también lo estaba Falelo Quiroga. Soltaba carcajadas dando vueltas alrededor de la mesa de billar, y dando de palmaditas en las orillas. Mi abuelo me puso por los cielos. Le reveló a Falelo Quiroga mi mejor marca y, en tono burlón, dijo que sobresalía porque había encontrado la manera de hacerme practicar: café con pasteles daneses.

– ¡No me digas, no me digas! -repetía Falelo Quiroga. Se despidió; mi abuelo recogió las ganancias y el asunto se olvidó.

Mi abuelo me prometió llevarme a un restaurante y agasajarme con la mejor comida del pueblo, pero jamás lo hizo. Era muy tacaño; todo el mundo sabía que sólo gastaba dinero en mujeres.

Dos días después, dos hombres enormes, socios de Falelo Quiroga, se me acercaron a la hora en que salía del colegio.

– Falelo Quiroga quiere verte -me dijo uno en voz hosca-. Quiere que vayas a su casa para tomar café y pasteles daneses con él.

Si no hubiera dicho lo del café y los pasteles daneses, lo más probable es que me hubiera escapado. Me acordé en aquel momento que mi abuelo le había dicho a Falelo Quiroga que yo daría mi alma por café y pasteles daneses. Con gusto los acompañé. Sin embargo, no podía caminar a la par de ellos, así es que uno de los dos, el que se llamaba Guillermo Falcón, me levantó y me acurrucó en sus enarenes brazos. Soltó una risa entre sus dientes chuecos.

– Más vale que te guste el paseo, joven -me dijo. Su aliento apestaba horrendamente-. ¿Te han llevado así alguna vez? ¡Viendo como te meneas, diría que nunca! -Se echaba grotescas carcajadas.

Afortunadamente, la casa de Falelo Quiroga no quedaba muy lejos de la escuela. El señor Falcón me depositó sobre un sofá en una oficina. Allí estaba Falelo Quiroga, sentado detrás de un enorme escritorio. Se levantó y me dio la mano. En seguida, mandó pedir que me trajeran café y pasteles daneses y los dos nos sentamos a charlar amablemente de la granja de pollos que tenía mi abuelo. Me preguntó si gustaba más pasteles y le dije que no estaría mal. Se rió y él mismo trajo una bandeja de pasteles increíblemente deliciosos del cuarto contiguo.

Después de tragar yo a más no poder, me preguntó muy cortésmente si pensaría en la posibilidad de venir a su casa de billar a las altas horas de la noche a jugar unos cuantos partidos amistosos con alguna gente que él seleccionaría. Sin hacer mucho alarde, dijo que se trataba de bastante dinero. Manifestó abiertamente la confianza que me guardaba, y añadió que iba a pagarme, por mi tiempo y mi esfuerzo, un porcentaje de las ganancias. También indicó que sabía cómo era mi familia; iban a tomarlo a mal si me daba dinero, aunque fuera como pago. Así es que prometía abrir una cuenta especial a mi nombre, o para mayor facilidad, se encargaría de cualquier compra que hiciera en las tiendas del pueblo, o de la comida que pidiera en cualquier restaurante.

No le creí ni un pelo de lo que me decía. Sabía que Falelo Quiroga era un estafador. Pero la idea de jugar al billar con desconocidos me gustaba y entonces hice un trato con él.

– ¿Me va a dar café y pasteles daneses como los de hoy? -le dije.

– ¡Claro que sí, niño! -me respondió-. Si vienes a jugar para mí, hasta te compro la pastelería. Voy a pedirle al pastelero que los haga exclusivamente para ti. Te doy mi palabra.

Le advertí a Falelo Quiroga que el único inconveniente era mi incapacidad de salirme de la casa; tenía demasiadas tías que me vigilaban como halcones y además, mi alcoba estaba en el primer piso.

– Eso no es problema -me aseguró Falelo Quiroga-. Eres bastante pequeño. El señor Falcón te va a agarrar si tú saltas por la ventana a sus brazos. ¡Es tan grande como una casa! Te recomiendo que te acuestes temprano esta noche. El señor Falcón va a despertarte con un silbido y tirando piedritas a tu ventana. ¡Pero tienes que estar alerta! Él es muy impaciente.

Me fui a casa sacudido por una gran excitación. No podía dormir. Me encontraba bien despierto cuando oí que el señor Falcón silbaba y tiraba piedritas contra los vidrios de la ventana. La abrí. El señor Falcón estaba justamente debajo de mí, en la calle.

– Salta a mis brazos, chico -me dijo con voz contenida que trataba de modular en un fuerte susurro-. Si no apuntas hacia mis brazos, te voy a dejar caer y te vas a matar. Acuérdate; no me hagas correr en círculos. Apunta a mis brazos. ¡Salta! ¡Salta!

Salté y me agarró con la facilidad de alguien que agarra un saco de algodón. Me puso en el suelo y me dijo que echara a correr. Dijo que era un niño que acababa de despertar de un sueño profundo y que tenía que hacerme correr para que estuviera totalmente despierto al llegar a la casa de billar.

Jugué esa noche contra dos hombres y gané las dos partidas. Me dieron el café y los pasteles más deliciosos que se pudiera uno imaginar. Estaba en el cielo. Eran como las siete de la mañana cuando llegué a casa. Nadie me había extrañado. Era hora de irme al colegio. Todo funcionaba normalmente, sólo que estaba tan cansado que los ojos se me cerraban solos durante todo el día.

Desde ese día, Falelo Quiroga mandaba al señor Falcón por mí dos o tres veces por semana, y gané cada partida que me hacía jugar. Y fiel a su promesa, él me pagaba todo lo que compraba, incluso las comidas en el restaurante chino que más me gustaba y donde iba a diario. A veces hasta invitaba a mis amigos, y los mortificaba, porque salía corriendo y gritando del restaurant cuando el mesero me traía la cuenta. Se asombraban de que nunca los llevaba la policía por comer y no pagar la cuenta.

Una prueba dura para mí fue que nunca había concebido el hecho de que tendría que contender con las esperanzas y las expectativas de toda la gente que apostaba a mi favor. La prueba de pruebas, sin embargo, se llevó a cabo cuando un jugador de primera de una ciudad vecina desafió a Falelo Quiroga apostando una gran cantidad. La noche de la partida era de malos auspicios. Mi abuelo se enfermó y no podía dormir. La familia entera estaba alborotada. Parecía que nadie iba a acostarse. Dudaba poder escaparme de mi alcoba, pero los silbidos y las piedritas del señor Falcón eran tan insistentes que corrí el riesgo y salté de la ventana a sus brazos.

Parecía que todos los hombres del pueblo se habían reunido en la casa de billar. Caras angustiadas me rogaban que no perdiera. Algunos de los hombres me aseguraron abiertamente que habían apostado sus casas y todas sus pertenencias. Uno, medio bromeando, me dijo que había apostado a su mujer; si esa noche no ganaba, resultaría cornudo o asesino. No me dijo específicamente si iba a matar a su mujer para no ser cornudo, o iba a matarme a mí por perder la partida.

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