Carlos Castaneda - El Lado Activo Del Infinito

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El Lado Activo Del Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le señaló a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de chamán: formar una colección a la que don Juan llamaba un álbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del álbum de un chamán son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su discípulo, "ya que nada tienen que ver con él y, no obstante, él está inmerso en ellos. Siempre lo estará, por el resto de su vida, y tal vez aún más allá, pero de una manera no del todo personal".
Este es el álbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprenderán, sacudirán e iluminarán con su belleza. Nos acercarán como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha épica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describió la meta total del conocimiento chamanico que él manejaba, como la preparación para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Señaló que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida después de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una región concreta llena hasta el tope con asuntos prácticos de un orden distinto a los asuntos prácticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad práctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa región concreta, a la que se referían como el lado activo del infinito".

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LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR

Los Ángeles siempre había sido mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad. Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total. Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que revisarlo o renovarlo, nunca.

Tenía en Los Ángeles mi familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.

Por la razón que fuera, yo era el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones y del psiquiatra.

Además, no me daba cuenta de que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio, porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían. Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.

La verdadera confrontación conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer, Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido. Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un accidente, estaba herida o hasta muerta.

– Pero, ¿se encuentra bien? -le pregunté, sinceramente afligido.

– Claro que está bien -ladró-. Es una puta y una bestia y nada les pasa a las putas-bestias más que se las cogen y les gusta.

Pete estaba lleno de rabia. Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por todas partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de tasmania.

– Todo estaba normal hasta hoy -continuó mi amigo-. Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.

Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo interrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.

– Si eres un culo, no te revela nada -dijo con veneno en la voz-. Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!

Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron al estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.

– ¿Son los que te golpearon, Pete? -le pregunté.

– No -dijo, abatido-. Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.

Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté -continuó Pete-, estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.

Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.

La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo-normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?

Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.

El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallara; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.

– ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo? -le pregunté una vez, con sincera curiosidad.

– No sé -respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo-: Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.

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