Carlos Castaneda - El Lado Activo Del Infinito

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El Lado Activo Del Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le señaló a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de chamán: formar una colección a la que don Juan llamaba un álbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del álbum de un chamán son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su discípulo, "ya que nada tienen que ver con él y, no obstante, él está inmerso en ellos. Siempre lo estará, por el resto de su vida, y tal vez aún más allá, pero de una manera no del todo personal".
Este es el álbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprenderán, sacudirán e iluminarán con su belleza. Nos acercarán como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha épica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describió la meta total del conocimiento chamanico que él manejaba, como la preparación para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Señaló que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida después de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una región concreta llena hasta el tope con asuntos prácticos de un orden distinto a los asuntos prácticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad práctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa región concreta, a la que se referían como el lado activo del infinito".

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Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.

– Desde el día que vino a trabajar conmigo -siguió-, sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.

Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.

– Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable -dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo-. Hasta le di la llave del apartamento -siguió y se le quebró la voz.

»Muy sumisamente, llegó a las once y media -continuó-. Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.

»Pero al momento que entré en la alcoba -continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido-, Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.

Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.

Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.

– El resultado de toda esta mierda -dijo- fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria impidió que la echara a la calle.

Dijo que entonces decidió que en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo, estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan completamente que no pudo hacerlo.

– Esa mujer para mí ya no tiene nada de hermosa -dijo-, es más bien fea. Cuando está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien. Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.

El veneno le salía al psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un cigarrillo tras otro.

Dijo que el sexo oral fue aún más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo llamó puto impotente.

A estas alturas de la narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba pálido.

– Tengo que usar tu baño -dijo-. Quiero bañarme. Estoy pestífero. Créeme, traigo sabor a puta.

Estaba hecho un mar de llanto y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.

Me fui a clase lleno de una ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.

El profesor de antropología empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de Bolivia, los aymará . Los llamaba los «ey-MEH-ra», alargando el nombre como si su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración de la chicha, que él pronunciaba «CHAI-cha», una bebida alcohólica elaborada de maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotizas que eran consideradas semidiosas por los aymará . Dijo en tono de revelación, que aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.

El profesor parecía estar encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó diciendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como las «masticadoras de chai-cha». Miró a la primera fila del aula donde se encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.

– Tuve el pr-r-r-r-rivilegio -dijo con esa entonación extraña, casi extranjera- de que me invitaran a dormir con una de las masticadoras de chai-cha. El arte de masticar la pasta de chai-cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo que pueden hacer maravillas.

Miró al asombrado foro, haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.

– Estoy seguro de que comprenden a lo que me refiero -dijo-, y se puso histérico de risa.

La clase se enloqueció con las insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a contestar, causando más risas.

Me sentí tan comprimido por la presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai-cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad y me regresé a Los Ángeles.

– Lo que me pasó con el psiquiatra y con el profesor de antropología -le dije a don Juan-, me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.

– Tu enfermedad es de algo muy sencillo -dijo don Juan sacudiéndose de risa.

Aparentemente, mi situación le encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.

– Tu mundo se termina -dijo-. Es el final de una era para ti. ¿Crees que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la cola.

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