Los ingenieros no estaban en el lugar cuando ocurrió el increíble hecho, pero se apercibieron de que algo anormal había ocurrido, los paneles, en los bancos de observación, indicaron que el río dejó de alimentar la gran bacía acuática. En un jeep fueron tres técnicos a averiguar el asombroso suceso, y, de camino, por la margen del embalse, examinaron las más diversas hipótesis posibles, no les faltó tiempo para eso en casi cinco kilómetros, y una de esas hipótesis era que un desprendimiento o corrimiento de tierras en la montaña hubiese desviado el curso del río, otra que fuese obra de los franceses, perfidia gala, pese al acuerdo bilateral sobre aguas fluviales y sus aprovechamientos hidroeléctricos, otra, y ésta la más radical de todas, que se hubiese agotado el manantial, la fuente, el hontanar, la eternidad que parecía ser y finalmente no era. En este punto se dividían las opiniones. Uno de los ingenieros, hombre sosegado, de la especie contemplativa, y que apreciaba la vida en Orbaiceta, temía que lo mandasen lejos, los otros se frotaban las manos de contento, a ver si los llevaban a uno de los embalses del Tajo, más cerca de Madrid, y de la Gran Vía. Debatiendo estas ansiedades personales llegaron al punto extremo del embalse, donde era el desaguadero, y el río no estaba allí, sólo un menguado hilillo de agua que aún rezumaba de las tierras blandas, un borboteo de agua cenagosa que no tendría fuerza ni para mover una aceña. Dónde rayos se habrá metido el río, eso dijo el conductor del jeep, y no se podría ser más expresivo y riguroso. Perplejos, atónitos, desconcertados, inquietos también, los ingenieros volvieron a discutir entre sí las ya explicadas hipótesis, y hecho esto, comprobada la inutilidad práctica de la prosecución del debate, regresaron a los despachos del pantano, siguieron luego hacia Orbaiceta, donde los esperaba la jerarquía, informada ya de la mágica desaparición del río. Hubo discusiones acerbas, incredulidades, llamadas telefónicas a Pamplona y Madrid, y el resultado del fatigoso trabajo y trato acabó expresándose en una orden muy sencilla, dispuesta en tres partes sucesivas y complementarias, Suban río arriba, descubran lo que ocurre y no les digan nada a los franceses.
La expedición partió al día siguiente, antes de salir el sol, camino de la frontera, siempre aliado o a la vista del río seco, y cuando los fatigados inspectores llegaron, comprendieron que nunca más volvería a haber Irati. Por una grieta que no tendría más de tres metros de ancho se precipitaban las aguas hacia el interior de la tierra, rugiendo como un pequeño Niágara. Del otro lado había ya ayuntamiento de franceses, sería sublime ingenuidad pensar que los vecinos, astutos y cartesianos, no iban a enterarse del fenómeno, pero al menos se mostraban tan estupefactos y desorientados como los españoles de este lado, y todos hermanados en la ignorancia. Llegaron a hablar ambas partes, pero la conversación no fue extensa ni provechosa, poco más que las interjecciones de un justificado asombro, un vacilante aventurar hipótesis nuevas por el lado de los españoles, en fin, una irritación general que no hallaba contra quién volverse, los franceses poco después sonreían, en definitiva seguían dueños del río hasta la frontera, no tendrían que reformar los mapas.
Aquella tarde, helicópteros de los dos países sobrevolaron el lugar, hicieron fotografías, bajaron por cuerdas observadores que, suspensos sobre la catarata, miraban y nada veían, sólo aquella enorme boca negra y el dorso curvo y reluciente del agua. Para ir adelantando algo de provecho, las autoridades municipales de Orbaiceta, por el lado español, y las de Larrau por el lado francés, se reunieron junto al río, bajo un toldo armado para el caso y dominado por tres banderas, las bicolor y tricolor nacionales, más la de Navarra, con el propósito de estudiar las virtualidades turísticas de un fenómeno natural sin duda único en el mundo y las condiciones de su explotación en interés mutuo. Considerando la insuficiencia y el carácter provisional de los elementos de análisis disponibles, no surgió de la reunión ningún documento definidor de las obligaciones y derechos de las partes, pero fue nombrada una comisión mixta que, en brevísimo plazo, elaboraría la agenda del próximo encuentro, ya formal. No obstante, a última hora, un factor de perturbación vino a enturbiar el relativo consenso a que se había llegado, y fue la intervención, casi simultánea en Madrid y París, de los representantes de los dos Estados en la comisión permanente de límites fronterizos. Planteaban esos señores una grave duda, Primero hay que saber hacia qué lado se abre el agujero, si hacia el francés o hacia el español. Parecía detalle intrascendente, pero, una vez explicado el fundamento, la delicadeza del caso saltó a la vista. Era indiscutible, claro está, que el Irati, a partir de ahora, pertenecía enteramente a Francia, departamento de los Bajos Pirineos, pero si la grieta se abría enteramente hacia el lado de España, provincia de Navarra, la cosa tendría que ser estudiada muy a fondo, dado que cada uno de los dos países, en cierta manera, habría contribuido por parte igual. Si, por el contrario, también la grieta era francesa, el negocio les pertenecería a ellos por entero como les pertenecían las respectivas materias primas, el río y el vacío. Ante la nueva situación, las dos autoridades, ocultando reservas mentales, acordaron mantenerse en contacto mientras no se aclarara aquella acuciante cuestión. Por su parte, en una declaración conjunta laboriosamente redactada, los ministerios de Asuntos Exteriores de ambos países anunciaron la intención de proseguir conversaciones urgentes en el ámbito de la referida comisión permanente de límites, asesorada, lógicamente, por los respectivos equipos de técnicos geodésicos.
Fue entonces cuando, en profusión y diversidad internacional, aparecieron los geólogos. Entre Orbaiceta y Larrau ya había de todo un poco, si no mucho, como antes se enumeró. Ahora llegaban en multitud los sabios de la tierra y de las tierras, los averiguadores de movimientos y accidentes, estratos y bloques erráticos, martillo en mano, batiendo cuanto fuese piedra o piedra pareciese. Un periodista francés, Michel y cínico, le decía a un colega español, serio y Miguel, quien ya había anunciado a Madrid que la grieta era ab-so-lu-ta-men-te española, o, para hablar con precisión geográfica y nacionalista, navarra, Pues quédense ustedes con ella, fue lo que dijo el francés insolente, si les da tanto gusto y tan necesitados están, sólo en el Cirque de Gavarnie tenemos los franceses una cascada de cuatrocientos veinte metros de altura, no necesitamos agujeros artesianos vueltos al revés. No se le ocurrió a Miguel la respuesta de que también en este lado español de los Pirineos abundan las caídas de agua, muy bellas y altas, pero la cuestión era otra, una cascada a cielo abierto no es ningún misterio, siempre igual, a la vista de la gente, mientras que a la grieta del Irati se le ve el principio pero no se le conoce el final, es como la vida. Sin embargo, fue otro periodista, gallego y de paso, como suelen andar siempre los gallegos, quien lanzó la pregunta que aún faltaba por hacer, Hacia dónde va el agua. Estaban discutiendo entonces, con ciencia brusca y seca, los geólogos de ambas partes, y la pregunta, como de niño tímido, sólo fue oída por quien ahora la registra. Siendo la voz gallega, y por tal discreta y comedida, la sofocaron de inmediato la elocuencia gala y la arrogancia castellana, pero luego otros repitieron lo dicho arrogándose vanidades de primer descubridor, a los pueblos pequeños nadie les da oídos, no es manía persecutoria, sino histórica evidencia. La discusión de los sabios se había vuelto casi impenetrable para entendimientos legos, pero, aun así, se veía que eran dos las tesis centrales en discusión, la de los monoglacialistas y la de los poliglacialistas, ambas irreductibles y a no tardar enemigas, como dos religiones antitéticas, monoteísta una, politeísta la otra. Algunas declaraciones llegaban aparecer interesantes, como la de las deformaciones, ciertas deformaciones, que podrían ser debidas, bien a una elevación tectónica, bien a una compensación isostática de la erosión. Tanto más, añadían, cuanto que el examen de las formas actuales de la cordillera permite afirmar que no es antigua, geológicamente hablando, claro. Todo esto, probablemente tendría que ver con la hendidura. En definitiva, una montaña sujeta a tales juegos de tracción y palanca no es extraño que un día se vea obligada a ceder, a partirse, a desmoronarse, o, como en este caso, a rajarse. No fue ése el caso de la laja grande, inerte sobre los montes Alberes, pero ésa no la vieron nunca los geólogos, estaba lejos, en un yermo desolado, nadie se acercó a ella, el perro Ardent se fue tras el conejo y no volvió.
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