Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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– Te toca a ti -me dijo.

Era la primera vez que tenía un revólver en la mano y me sorprendió que fuera tan pesado y caliente. No supe qué hacer. Estaba empapado de un sudor glacial y el vientre pleno de una espuma ardiente. Quise decir algo pero no me salió la voz. No se me ocurrió dispararle, sino que le devolví el revólver sin darme cuenta de que era mi única oportunidad.

– Qué, ¿te cagaste? -preguntó él con un desprecio feliz-. Podías haberlo pensado antes de venir.

Pude decirle que también los machos se cagan, pero me di cuenta de que me faltaban huevos para bromas fatales. Entonces abrió el tambor del revólver, sacó la única cápsula y la tiró en la mesa: estaba vacía. Mi sentimiento no fue de alivio sino de una terrible humillación.

El aguacero perdió fuerza antes de las cuatro. Ambos estábamos tan agotados por la tensión, que no recuerdo en qué momento me dio la orden de vestirme, y obedecí con una cierta solemnidad de duelo. Sólo cuando volvió a sentarse me di cuenta de que era él quien estaba llorando. A mares y sin pudor, y casi como alardeando de sus lágrimas. Al final se las secó con el dorso de la mano, se sopló la nariz con los dedos y se levantó.

– ¿Sabes por qué te vas tan vivo? -me preguntó. Y se contestó a sí mismo-: Porque tu papá fue el único que pudo curarme una gonorrea de perro viejo con la que nadie había podido en tres años.

Me dio una palmada de hombre en la espalda, y me empujó a la calle. La lluvia seguía, y el pueblo estaba enchumbado, de modo que me fui por el arroyo con el agua a las rodillas, y con el estupor de estar vivo.

No sé cómo supo mi madre del altercado, pero en los días siguientes emprendió una campaña obstinada para que no saliera de casa en la noche. Mientras tanto, me trataba corno habría tratado a papá, con recursos de distracción que no servían de mucho. Buscaba signos de que me había quitado la ropa fuera de casa, descubría rastros de perfumes donde no los había, me preparaba comidas difíciles antes de que saliera a la calle por la superstición popular de que ni su esposo ni sus hijos nos atreveríamos a hacer el amor en el soponcio de la digestión. Por fin, una noche en que no tuvo más pretextos para retenerme, se sentó frente a mí y me dijo:

– Andan diciendo que estás enredado con la mujer de un policía y él ha jurado que te pegará un tiro.

Logré convencerla de que no era cierto, pero el rumor persistió. Nigromanta me mandaba razones de que estaba sola, de que su hombre andaba en comisión, de que hacía tiempo lo había perdido de vista. Siempre hice lo posible para no encontrarme con él, pero se apresuraba a saludarme a distancia con una señal que lo mismo podía ser de reconciliación que de amenaza. En las vacaciones del año siguiente lo vi por última vez, una noche de fandango en que me ofreció un trago de ron bruto que no me atreví a rechazar.

No sé por qué artes de ilusionismo los maestros y condiscípulos que me habían visto siempre como un estudiante retraído empezaron a verme en el quinto año como a un poeta maldito heredero del ambiente informal que prosperó en la época de Carlos Martín. ¿No sería para parecerme más a esa imagen por lo que empecé a fumar en el liceo a los quince años? El primer golpe fue tremendo. Pasé media noche agonizando sobre mis vómitos en el piso del baño. Amanecí exhausto, pero la resaca del tabaco, en vez de repugnarme, me provocó unos deseos irresistibles de seguir fumando. Así empecé mi vida de tabaquista empedernido, hasta el extremo de no poder pensar una frase si no era con la boca llena de humo. En el liceo sólo estaba permitido fumar en los recreos, pero yo pedía permiso para ir a los orinales dos y tres veces en cada clase, sólo por matar las ansias. Así llegué a tres cajetillas de veinte cigarrillos al día, y pasaba de cuatro según el fragor de la noche. En una época, ya fuera del colegio, creí enloquecer por la resequedad de la garganta y el dolor de los huesos. Decidí abandonarlo pero no resistí más de dos días de ansiedad.

No sé si fue eso mismo lo que me soltó la mano en la prosa con las tareas cada vez más atrevidas del profesor Calderón, y con los libros de teoría literaria que casi me obligaba a leer. Hoy, repasando mi vida, recuerdo que mi concepción del cuento era primaria a pesar de los muchos que había leído desde mi primer asombro con Las mil y una noches. Hasta que me atreví a pensar que los prodigios que contaba Scherezada sucedían de veras en la vida cotidiana de su tiempo, y dejaron de suceder por la incredulidad y la cobardía realista de las generaciones siguientes. Por lo mismo, me parecía imposible que alguien de nuestros tiempos volviera a creer que se podía volar sobre ciudades y montañas a bordo de una estera, o que un esclavo de Cartagena de Indias viviera castigado doscientos años dentro de una botella, a menos que el autor del cuento fuera capaz de hacerlo creer a sus lectores.

Me hastiaban las clases, salvo las de literatura -que aprendía de memoria- y tenía en ellas un protagonismo único. Aburrido de estudiar, dejaba todo a merced de la buena suerte. Tenía un instinto propio para presentir los puntos álgidos de cada materia, y casi adivinar los que más interesaban a los maestros para no estudiar el resto. La realidad es que no entendía por qué debía sacrificar ingenio y tiempo en materias que no me conmovían y por lo mismo no iban a servirme de nada en una vida que no era mía.

Me he atrevido a pensar que la mayoría de mis maestros me calificaban más bien por mi modo de ser que por mis exámenes. Me salvaban mis respuestas imprevistas, mis ocurrencias dementes, mis invenciones irracionales. Sin embargo, cuando terminé el quinto año, con sobresaltos académicos que no me sentía capaz de superar, tomé conciencia de mis límites. El bachillerato había sido hasta entonces un camino empedrado de milagros, pero el corazón me advertía que al final del quinto me esperaba una muralla infranqueable. La verdad sin adornos era que me faltaban ya la voluntad, la vocación, el orden, la plata y la ortografía para embarcarme en una carrera académica. Mejor dicho: los años volaban y no tenía ni la mínima idea de lo que iba a hacer de mi vida, pues había de pasar todavía mucho tiempo antes de darme cuenta de que aun ese estado de derrota era propicio, porque no hay nada de este mundo ni del otro que no sea útil para un escritor.

Tampoco al país le iba mejor. Acosado por la oposición feroz de la reacción conservadora, Alfonso López Pumarejo renunció a la presidencia de la República el 31 de julio de 1945. Lo sucedió Alberto Lleras Camargo, designado por el Congreso para completar el último año del periodo presidencial. Desde su discurso de posesión, con su voz sedante y su prosa de gran estilo, Lleras inició la tarea ilusoria de moderar los ánimos del país para la elección de un nuevo titular.

Por intermedio de monseñor López Lleras, primo del nuevo presidente, el rector del liceo consiguió una audiencia especial para solicitar una ayuda del gobierno en una excursión de estudios a la costa atlántica. Tampoco supe por qué el rector me escogió para acompañarlo a la audiencia con la condición de que me arreglara un poco la pelambre desgreñada y el bigote montuno. Los otros invitados fueron Guillermo López Guerra, conocido del presidente, y Álvaro Ruiz Torres, sobrino de Laura Victoria, una poeta famosa de temas atrevidos en la generación de los Nuevos, a la cual pertenecía también Lleras Camargo. No tuve alternativa: la noche del sábado, mientras Guillermo Granados leía en el dormitorio una novela que nada tenía que ver con mi caso, un aprendiz de peluquero del tercer año me hizo el corte de recluta y me talló un bigote de tango. Soporté por el resto de la semana las burlas de internos y externos por mi nuevo estilo. La sola idea de entrar en el palacio presidencial me helaba la sangre, pero fue un error del corazón, porque el único signo de los misterios del poder que allí encontramos fue un silencio celestial. Al cabo de una espera corta en la antesala con gobelinos y cortinas de raso, un militar de uniforme nos condujo a la oficina del presidente.

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