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Gabriel Márquez: Vivir para contarla

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Gabriel Márquez Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX. Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva. «A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.» CARLOS FUENTES

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No eran los mejores tiempos para soñar. Desde el relato del náufrago me habían aconsejado que permaneciera un tiempo fuera de Colombia mientras se aliviaba la situación por las amenazas de muerte, reales o ficticias, que nos llegaban por diversos medios. Fue lo primero en que pensé cuando Luis Gabriel Cano me preguntó sin preámbulos qué pensaba hacer el miércoles próximo. Como no tenía ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara mis papeles para viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de los Cuatro Grandes, que se reunía la semana siguiente en Ginebra.

Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le pareció tan grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba Ginebra. «Es una ciudad de Suiza», le dije. Sin inmutarse, con su serenidad interminable para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión. Sin embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el bote de remos aunque sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de que no lo supiera la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión perturbar a mi madre con la perfidia de que su hijo vivía como un príncipe en París después de engañarla con el cuento de que sólo estaría allá dos semanas.

– Gabito no engaña a nadie -le dijo ella con una sonrisa inocente-, lo que pasa es que a veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.

Nunca había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real como los millones desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de una cédula de ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de Zipaquirá. Un amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una agencia de viajes que se comprometió a embarcarme en el avión en la fecha indicada, mediante el pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al calce de diez hojas en blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola de que mi saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual del bote de remos para la familia.

La víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio para que no los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de paz y salvo con la oficina de impuestos y los certificados de vacuna contra la viruela y la fiebre amarilla. Al final me pidió una propina adicional para el muchacho escuálido que se había vacunado las dos veces a nombre mío, como se vacunaba a diario desde hacía años para los clientes apresurados.

Viajé a Ginebra con el tiempo justo para la conferencia inaugural de Eisenhower, Bulganin, Edén y Faure, sin más idiomas que el castellano y viáticos para un hotel de tercera clase, pero bien respaldado por mis reservas bancarias. El regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento, incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la asesoría de Álvaro Cepeda y Luis Vicens.

El poeta Jorge Gaitán Duran llegó a despedirse cuando estaba rompiendo papeles inútiles, y tuvo la curiosidad de revisar la canasta de la basura por si encontraba algo que pudiera servirle para su revista. Rescató tres o cuatro cuartillas rasgadas por la mitad y las leyó apenas mientras las armaba como un rompecabezas sobre el escritorio. Me preguntó de dónde habían salido y le contesté que era el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», eliminado en el primer borrador de La hojarasca. Le advertí que no era inédito, porque lo habían publicado en Crónica y en el «Magazine Dominical» de El Espectador, con el mismo título puesto por mí y con una autorización que no recordaba haber dado deprisa en un ascensor. A Gaitán Duran no le importó y lo publicó en el siguiente número de la revista Mito.

La despedida de la víspera en casa de Guillermo Cano fue tan tormentosa que cuando llegué al aeropuerto ya se había ido el avión de Cartagena, donde dormiría esa noche para despedirme de la familia. Por fortuna alcancé otro al mediodía. Hice bien, porque el ambiente doméstico se había distendido desde la última vez, y mis padres y hermanos se sentían capaces de sobrevivir sin el bote de remos que yo iba a necesitar más que ellos en Europa.

Viajé a Barranquilla por carretera al día siguiente muy temprano para tomar el vuelo de París a las dos de la tarde. En la terminal de buses de Cartagena me encontré con Lácides, el portero inolvidable del Rascacielos, a quien no veía desde entonces. Se me echó encima con un abrazo de verdad y los ojos en lágrimas, sin saber qué decir ni cómo tratarme. Al final de un intercambio atropellado, porque su autobús llegaba y el mío se iba, me dijo con un fervor que me dio en el alma:

– Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.

– Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.

Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de julio a una hora tan temprana, y por un instante pensé en parar el taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino tan incierto y persistente como el mío.

En el avión en vuelo seguía castigado por los retortijones del arrepentimiento. Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa, crema o azul, y a veces perfumado. En mis pocos viajes anteriores los había usado para escribir poemas de adioses que convertía en palomitas de papel y las echaba al vuelo al bajar del avión. Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer. Le había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad. Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un relámpago al mediodía en el instante de firmar: «Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Me permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta.

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