Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso para las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine -que eran un ingreso sustancial para los periódicos- como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontifical. Una precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla.

Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Entre ellas, Puccini, una extensa recapitulación de la vida del gran músico; Cumbres doradas, que era la historia bien contada de la cantante Grace Moore, y La fiesta de Enriqueta, una comedia pacífica de Jean Dellanoi. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia.

– ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo! -me gritó muerto de risa en el teléfono-. ¡Con lo bruto que es usted para el cine!

Se convirtió en mi asistente constante, por supuesto aunque nunca estuvo de acuerdo con la idea de que no se trataba de hacer escuela sino de orientar a un público elemental sin formación académica. La luna de miel con los empresarios tampoco fue tan dulce como pensamos al principio. Cuando nos enfrentamos al cine comercial puro y simple, hasta los más comprensivos se quejaron de la dureza de nuestros comentarios. Eduardo Zalamea y Guillermo Cano tuvieron la suficiente habilidad para distraerlos por teléfono, hasta fines de abril, cuando un exhibidor con ínfulas de líder nos acusó en una carta abierta de estar amedrentando al público para perjudicar sus intereses. Me pareció que el nudo del problema era que el autor de la carta no conocía el significado de la palabra amedrentar, pero me sentí al borde de la derrota, porque no creí posible que en la crisis de crecimiento en que estaba el periódico, don Gabriel Cano renunciara a los anuncios de cine por el puro placer estético. El mismo día en que se recibió la carta convocó a sus hijos y a Ulises para una reunión urgente, y di por hecho que la sección quedaría muerta y sepultada. Sin embargo, al pasar frente a mi escritorio después de la reunión, don Gabriel me dijo sin precisar el tema y con una malicia de abuelo:

– Esté tranquilo, tocayito.

Al día siguiente apareció en «Día a día» la respuesta al productor, escrita por Guillermo Cano en un deliberado estilo doctoral, y cuyo final lo decía todo: «No se amedrenta al público ni mucho menos se perjudican los intereses de nadie al publicar en la prensa una crítica cinematográfica seria y responsable, que se asemeje un poco a la de otros países y rompa las viejas y perjudiciales pautas del elogio desmedido a lo bueno, igual que a lo malo». No fue la única carta ni nuestra única respuesta. Funcionarios de los cines nos abordaban con reclamos agrios y recibíamos cartas contradictorias de lectores despistados. Pero todo fue inútil: la columna sobrevivió hasta que la crítica de cine dejó de ser ocasional en el país, y se convirtió en una rutina de la prensa y la radio.

A partir de entonces, en poco menos de dos años, publiqué setenta y cinco notas críticas, a las cuales habría que cargarles las horas empleadas en ver las películas. Además de unas seiscientas notas editoriales, una noticia firmada o sin firmar cada tres días, y por lo menos ochenta reportajes entre firmados y anónimos. Las colaboraciones literarias se publicaron desde entonces en el «Magazine Dominical», del mismo periódico, entre ellas varios cuentos y la serie completa de «La Sierpe», que se había interrumpido en la revista Lámpara por discrepancias internas.

Fue la primera bonanza de mi vida pero sin tiempo para disfrutarla. El apartamento que alquilé amueblado y con servicio de lavandería no era más que un dormitorio con un baño, teléfono y desayuno en la cama, y una ventana grande con la llovizna eterna de la ciudad más triste del mundo. Sólo lo usé para dormir desde las tres de la madrugada, al cabo de una hora de lectura, hasta los noticieros de radio de la mañana para orientarme con la actualidad del nuevo día.

No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que tenía un lugar fijo y propio para vivir pero sin tiempo ni siquiera para darme cuenta. Estaba tan ocupado en sortear mi nueva vida, que mi único gasto notable fue el bote de remos que cada fin de mes le mandé puntual a la familia. Sólo hoy caigo en la cuenta de que apenas si tuve tiempo de ocuparme de mi vida privada. Tal vez porque sobrevivía dentro de mí la idea de las madres caribes, de que las bogotanas se entregaban sin amor a los costeños sólo por cumplir el sueño de vivir frente al mar. Sin embargo, en mi primer apartamento de soltero en Bogotá lo logré sin riesgos, desde que pregunté al portero si estaban permitidas las visitas de amigas de medianoche, y él me dio su respuesta sabia:

– Está prohibido, señor, pero yo no veo lo que no debo.

A fines de julio, sin aviso previo, José Salgar se plantó frente a mi mesa mientras escribía una nota editorial y me miró con un largo silencio. Interrumpí en mitad de una frase, y le dije intrigado:

– ¡Qué es la vaina!

Él ni siquiera parpadeó, jugando al bolero invisible con su lápiz de color, y con una sonrisa diabólica cuya intención se notaba demasiado. Me explicó sin preguntárselo que no me había autorizado el reportaje de la matanza de estudiantes en la carrera Séptima porque era una información difícil para un primíparo. En cambio, me ofreció por su cuenta y riesgo el diploma de reportero, de un modo directo pero sin el menor ánimo de desafío, si era capaz de aceptarle una propuesta mortal:

– ¿Por qué no se va a Medellín y nos cuenta qué carajo fue lo que pasó allá?

No fue fácil entenderlo, porque me estaba hablando de algo que había sucedido hacía más de dos semanas, lo cual permitía sospechar que fuera un fiambre sin salvación. Se sabía que el 12 de julio en la mañana había habido un derrumbe de tierras en La Media Luna, un lugar abrupto en el norte de Medellín, pero el escándalo de la prensa, el desorden de las autoridades y el pánico de los damnificados habían causado unos embrollos administrativos y humanitarios que no dejaban ver la realidad. Salgar no me pidió que tratara de establecer lo que había pasado hasta donde fuera posible, sino que me ordenó de plano reconstruir toda la verdad sobre el terreno, y nada más que la verdad, en el mínimo de tiempo. Sin embargo, algo en su modo de decirlo me hizo pensar que por fin me soltaba la rienda.

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