Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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– Flaca, soy yo.

Ella pensó que alguien quería tomarle el pelo y estaba a punto de colgar cuando reconoció la voz. «¡Ay, Dios mío!», gritó. Orlando tenía tanta prisa, que sólo alcanzó a decirle que todavía estaba en Medellín y que llegaría esa tarde. Liliana no tuvo un instante de sosiego el resto del día por la preocupación de no haber reconocido la voz del esposo. Juan Vitta le había dicho cuando lo liberaron que Orlando estaba tan cambiado por el cautiverio que costaba trabajo reconocerlo, pero nunca pensó que el cambio fuera hasta en la voz. Su impresión fue más grande aún esa tarde en el aeropuerto, cuando se abrió camino a través del tropel de los periodistas y no reconoció al hombre que la besó. Pero era Orlando al cabo de cuatro meses de cautiverio, gordo, pálido y con un bigote retinto y áspero. Ambos por separado habían decidido tener el segundo hijo tan pronto como se encontraran. «Pero había tanta gente alrededor que no pudimos ese día», ha dicho Liliana muerta de risa. «Ni el otro día tampoco por el susto». Pero recuperaron bien las horas perdidas: nueve meses después del tercer día tuvieron otro varón, y el año siguiente un par de gemelos. La racha de liberaciones -que fue un soplo de optimismo para los otros rehenes y sus familias- acabó de convencer a Pacho Santos de que no había ningún indicio razonable de que algo avanzara en favor suyo. Pensaba que Pablo Escobar no había hecho más que quitarse el estorbo de las barajas menores para presionar el indulto y la no extradición en la Constituyente, y se quedó con tres ases: la hija de un ex presidente, el hijo del director del periódico más importante del país, y la cuñada de Luis Carlos Galán. Beatriz y Marina, en cambio, sintieron renacer la esperanza, aunque Maruja prefirió no engañarse con interpretaciones ligeras. Su ánimo andaba decaído, y la cercanía de la Navidad acabó de postrarlo. Detestaba las fiestas obligatorias. Nunca hizo pesebres ni árboles de Navidad, ni repartió regalos ni tarjetas, y nada la deprimía tanto como las parrandas fúnebres de la Nochebuena en las que todo el mundo canta porque está triste o llora porque es feliz. El mayordomo y su mujer prepararon una cena abominable. Beatriz y Marina hicieron un esfuerzo por participar, pero Maruja se tomó dos barbitúricos arrasadores y despertó sin remordimientos.

El miércoles siguiente el programa semanal de Alexandra estuvo consagrado a la noche de Navidad en la casa de Nydia, con la familia Turbay completa en torno del ex presidente; con familiares de Beatriz, y Maruja y Alberto Villamizar. Los niños estaban en primer término: los dos hijos de Diana y el nieto de Maruja -hijo de Alexandra-. Maruja lloró de emoción, pues la última vez que lo había visto apenas balbucía algunas palabras y ya era capaz de expresarse. Villamizar explicó al final, con voz pausada y muchos detalles, el curso y el estado de sus gestiones. Maruja resumió el programa con una frase justa: «Fue muy lindo y tremendo».

El mensaje de Villamizar le levantó los ánimos a Marina Montoya. Se humanizó de pronto y reveló la grandeza de su corazón. Con un sentido político que no le conocían empezó a oír y a interpretar las noticias con gran interés. Un análisis de los decretos la llevó a la conclusión de que las posibilidades de ser liberadas eran mayores que nunca. Su salud empezó a mejorar hasta el punto de que menospreció las leyes del encierro y hablaba con su voz natural, bella y bien timbrada.

El 31 de diciembre fue su noche grande. Damaris llevó el desayuno con la noticia de que celebrarían el Año Nuevo con una fiesta en regla, con champaña criolla y un pernil de cerdo. Maruja pensó que aquélla sería la noche más triste de su vida, por primera vez lejos de su familia, y se hundió en la depresión. Beatriz acabó de derrumbarse. Los ánimos de ambas estaban para todo menos para fiestas. Marina, en cambio, recibió la noticia con alborozo, y no ahorró argumentos para darles ánimos. Inclusive a los guardianes.

– Tenemos que ser justas -les dijo a Maruja y a Beatriz-. También ellos están lejos de su familia, y a nosotras lo que nos toca es hacerles su Año Nuevo lo más grato que se pueda.

Le habían dado tres camisas de dormir la noche en que la secuestraron, pero sólo había usado una, y guardaba las otras en su talego personal. Más tarde, cuando llevaron a Maruja y a Beatriz, las tres usaban sudaderas deportivas como un uniforme de cárcel, que lavaban cada quince días.

Nadie volvió a acordarse de las camisas hasta la tarde del 31 de diciembre, cuando Marina dio un paso más en su entusiasmo. «Les propongo una cosa -les dijo-: Yo tengo aquí tres camisas de dormir que nos vamos a poner para que nos vaya bien el resto el año entrante». Y le preguntó a Maruja:

– A ver, mijita, ¿qué color quiere?

Maruja dijo que a ella le daba lo mismo. Marina decidió que le iba mejor el color verde. A Beatriz le dio la camisa rosa y se reservó la blanca para ella. Luego sacó del bolso una cajita de cosméticos y propuso que se maquillaran unas a otras. «Para lucir bellas esta noche», dijo. Maruja, que ya tenía bastante con el disfraz de las camisas, la rechazó con un humor agrio.

– Yo llego hasta ponerme la camisa de dormir -dijo-. Pero estar aquí pintada como una loca, ¿en este estado? No, Marina, eso sí que no. Marina se encogió de hombros.

– Pues yo sí.

Como no tenían espejo, le dio a Beatriz los útiles de belleza, y se sentó en la cama para que la maquillara. Beatriz lo hizo a fondo y con buen gusto, a la luz de k veladora: un toque de colorete para disimular la palidez mortal de la piel, los labios intensos, la sombra de los párpados. Ambas se sorprendieron de cuan bella podía ser todavía aquella mujer que había sido célebre por su encanto personal y su hermosura. Beatriz se conformó con la cola de caballo y su aire de colegiala.

Aquella noche Marina desplegó su gracia irresistible de antioqueña. Los guardianes la imitaron, y cada quien dijo lo que quiso con la voz que Dios le dio. Salvo el mayordomo, que aun en la altamar de la borrachera seguía hablando en susurros. El Lamparón, envalentonado por los tragos, se atrevió a regalarle a Beatriz una loción de hombre. «Para que estén bien perfumadas con los millones de abrazos que les van a dar el día que las suelten», les dijo. El bruto del mayordomo no lo pasó por alto y dijo que era un regalo de amor reprimido. Fue un nuevo terror entre los muchos de Beatriz.

Además de las secuestradas, estaban el mayordomo y su mujer, y los cuatro guardianes de turno. Beatriz no podía soportar el nudo en la garganta. Maruja la pasó nostálgica y avergonzada, pero aun así no podía disimular la admiración que le causó Marina, espléndida, rejuvenecida por el maquillaje, con la camisa blanca, la cabellera nevada, la voz deliciosa. Era inconcebible que fuera feliz, pero logró que lo creyeran.

Hacía bromas con los guardianes que se levantaban la máscara para beber. A veces, desesperados por el calor, les pedían a las rehenes que les dieran la espalda para respirar. A las doce en punto, cuando estallaron las sirenas de los bomberos y las campanas de las iglesias, todos estaban apretujados en el cuarto, sentados en la cama, en el colchón, sudando en el calor de fragua. En la televisión estalló el himno nacional. Entonces Maruja se levantó, y les ordenó a todos que se pusieran de pie para cantarlo con ella. Al final levantó el vaso de vino de manzana, y brindó por la paz de Colombia. La fiesta terminó media hora después, cuando se acabaron las botellas, y en el platón sólo quedaba el hueso pelado del pernil y las sobras de la ensalada de papa.

El turno de relevo fue saludado por las rehenes con un suspiro de alivio, pues eran los mismos que las habían recibido la noche del secuestro, y ya sabían cómo tratarlos. Sobre todo Maruja, cuya salud la mantenía con el ánimo decaído. Al principio el terror se le convertía en dolores erráticos por todo el cuerpo que la obligaban a asumir posturas involuntarias. Pero más tarde se volvieron concretos por el régimen inhumano impuesto por los guardianes. A principios de diciembre le impidieron ir al baño un día entero como castigo por su rebeldía, y cuando se lo permitieron no le fue posible hacer nada. Ése fue el principio de una cistitis persistente y, más tarde, de una hemorragia que le duró hasta el final del cautiverio.

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