Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro
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Gabriel García Márquez
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Las víctimas menos recordadas fueron Liliana Rojas Arias -la esposa del camarógrafo Orlando Acevedo y Martha Lupe Rojas -la madre de Richard Becerra-. Aunque no eran amigas cercanas, ni parientas -a pesar del apellido-, el secuestro las volvió inseparables. «No tanto por el dolor -ha dicho Liliana- como por hacernos compañía». Liliana estaba amamantando a Erick Yesid, su hijo de año y medio, cuando le avisaron del noticiero Criptón que todo el equipo de Diana Turbay estaba secuestrado. Tenía veinticuatro años, se había casado hacía tres, y vivía en el segundo piso de la casa de sus suegros, en el barrio San Andrés, en el sur de Bogotá. «Es una muchacha tan alegre -ha dicho una amiga- que no merecía una noticia tan fea». Y además de alegre, original, pues cuando se restableció del primer impacto puso al niño frente al televisor a la hora de los noticieros para que viera a su papá, y siguió haciéndolo sin falta hasta el final del secuestro.
Tanto a ella como a Martha Lupe les avisaron del noticiero que seguirían ayudándolas, y cuando el niño de Liliana se enfermó se hicieron cargo de los gastos. También las llamó Nydia Quintero para tratar de infundirles una tranquilidad que ella misma no tuvo nunca. Les prometió que toda gestión que hiciera ante el gobierno no sería sólo por su hija sino por todo el equipo, y que les transmitiría cualquier información que tuviera d? los secuestrados. Así fue.
Martha Lupe vivía con sus dos hijas, que entonces tenían catorce y once años, y dependía de Richard. Cuando él se fue con el grupo de Diana le dejó dicho que era un viaje de tres días, de modo que después de la primera semana empezó a inquietarse. No cree que fuera una premonición, ha dicho, pero lo cierto es que llamaba al noticiero a cualquier hora, hasta que le dieron la noticia de que algo raro había sucedido. Poco después se hizo público que habían sido secuestrados. Desde entonces dejó el radio encendido todo el día, a la espera del regreso, y llamó al noticiero cada vez que el corazón se lo indicó. La inquietaba la idea de que su hijo era el más desvalido de los secuestrados. «Pero no podía hacer nada más que llorar y rezar», dice. Nydia Quintero la convenció de que había otras muchas cosas que hacer por la liberación. La invitaba a sus actos cívicos y religiosos, y le inculcó su espíritu de lucha. Liliana pensaba lo mismo de Orlando, y eso la encerró en un dilema: o bien podía ser el último ejecutado por ser el menos valioso, o bien podía ser el primero porque podría provocar la misma conmoción pública pero con menos consecuencias para los secuestradores. Este pensamiento la sumió en un llanto irresistible que se prolongó durante todo el secuestro. «Todas las noches, después de acostar al niño, me sentaba a llorar en la terraza mirando la puerta para verlo llegar», ha dicho. «Y así seguí durante noches y noches hasta que volví a verlo. «
A mediados de octubre, el doctor Turbay le pasó por teléfono a Hernando Santos uno de sus mensajes cifrados en su código personal. «Tengo unos periódicos muy buenos si te interesa la cosa de toros. Si quieres te los mando». Hernando entendió que era una novedad importante sobre los secuestrados. Se trataba, en efecto, de una casete que llegó a casa del doctor Turbay, franqueada en Montería, con una prueba de supervivencia de Diana y sus compañeros, que la familia había pedido con insistencia desde hacía varias semanas. La voz inconfundible: Papito, es difícil enviarle un mensaje en estas condiciones pero después de solicitarlo mucho nos han permitido hacerlo. Sólo una frase daba pistas para acciones futuras: Vemos y oímos noticias permanentemente.
El doctor Turbay decidió mostrarle el mensaje al presidente y tratar de obtener algún indicio nuevo. Gavina los recibió justo al final de sus labores del día, siempre en la biblioteca de la casa privada, y estaba relajado y de una locuacidad poco frecuente. Cerró la puerta, sirvió whisky, y se permitió algunas confidencias políticas. El proceso de la entrega parecía estancado por la tozudez de los Extraditables, y el presidente estaba dispuesto a desencallarlo con algunas aclaraciones jurídicas en el decreto original. Había trabajado en eso toda la tarde, y confiaba en que se resolviera esa misma noche. Al día siguiente, prometió, les daría la buena noticia.
Al otro día volvieron, según lo acordado, y se encontraron con un hombre distinto, desconfiado y sombrío, con quien entablaron desde la primera frase una conversación sin porvenir. «Es un momento muy difícil -les dijo Gaviria-. He querido ayudarlos, y he estado haciéndolo dentro de lo posible, pero está llegando el momento en que no pueda hacer nada». Era claro que algo esencial había cambiado en su ánimo. Turbay lo percibió al instante, y no habrían transcurrido diez minutos cuando se levantó del sillón con una calma solemne. «Presidente -le dijo sin una sombra de resentimiento-. Usted está procediendo como le toca, y nosotros como padres de familia. Lo entiendo y le suplico que no haga nada que le pueda crear un problema como jefe de Estado». Y concluyó señalando con el dedo el sillón presidencial.
– Si yo estuviera sentado allí haría lo mismo.
Gavina se levantó con una palidez impresionante y los despidió en el ascensor. Un edecán descendió con ellos y les abrió la puerta del automóvil en la plataforma de la casa privada. Ninguno habló, hasta que salieron a la prima noche de un octubre lluvioso y triste. El fragor del tráfico en la avenida les llegaba en sordina a través de los cristales blindados.
– Por este lado no hay nada que hacer -suspiró Turbay después de una larga meditación-. Entre anoche y hoy pasó algo que no puede decirnos.
Aquella dramática entrevista con el presidente determinó que doña Nydia Quintero apareciera en primer plano. Había sido esposa del ex presidente Turbay Ayala, tío suyo, con quien tuvo cuatro hijos, y entre ellos Diana, la mayor. Siete años antes del secuestro, su matrimonio con el ex presidente había sido anulado por la Santa Sede, y se casó en segundas nupcias con el parlamentario liberal Gustavo Balcázar Monzón. Por su experiencia de primera dama conocía los límites formales de un ex presidente, sobre todo en su trato con un antecesor. «Lo único que debía hacerse -había dicho Nydia- era hacerle ver al presidente Gaviria su obligación y sus responsabilidades». De modo que fue eso lo que ella, misma intentó, aunque sin muchas ilusiones.
Su actividad pública, aun desde antes de que se oficializara el secuestro, alcanzó proporciones increíbles. Había organizado la toma de los noticieros de radio y televisión en todo el país por grupos de niños que leían una solicitud de ruego para que liberaran a los rehenes. El 19 de octubre, «Día de la Reconciliación Nacional», había conseguido que se dijeran misas a las doce del día en ciudades y municipios para rogar por la concordia e los colombianos. En Bogotá el acto tuvo lugar en la plaza de Bolívar, y a la misma hora hubo manifestaciones de paz con pañuelos blancos en numerosos barrios, y se prendió una antorcha que se mantendría encendida hasta el regreso sanos y salvos de los rehenes. Por gestión suya los noticieros de televisión iniciaban sus emisiones con las fotos de todos los secuestrados, se llevaban las cuentas de los días de cautiverio, y se iban quitando los retratos correspondientes a medida que eran liberados. También por iniciativa suya se hacía un llamado por la liberación de los rehenes al iniciarse los partidos de fútbol en todo el país. Reina nacional de belleza en 1990, Maribel Gutiérrez inició su discurso de agradecimiento con un llamado a la liberación de los secuestrados.
Nydia asistía a las juntas familiares de los otros secuestrados, escuchaba a los abogados, hacía gestiones secretas a través de la Fundación Solidaridad por Colombia que preside desde hace veinte años, y casi siempre se sintió dando vueltas alrededor de nada. Era demasiado para su carácter resuelto y apasionado, y de una sensibilidad casi clarividente. Estuvo pendiente de las gestiones de todos hasta que se dio cuenta de que estaban en un callejón sin salida. Ni Turbay, ni Hernando Santos, ni nadie de tanto peso podría presionar al presidente para que negociara con los secuestradores. Esta certidumbre le pareció definitiva cuando el doctor Turbay le contó el fracaso de su última visita al presidente. Entonces tomó la determinación de actuar por su cuenta, y abrió un segundo frente de rueda libre para buscar la libertad de su hija por el camino recto.
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