Gabriel Márquez - La Hojarasca

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En La Hojarasca nació Macondo, ese poblachón cercano a la costa atlántica colombiana que ya se ha convertido en uno de los grandes mitos de la literatura universal. En él transcurre la historia de un entierro imposible. Ha muerto un personaje extraño, un antiguo médico odiado por el pueblo, y un viejo coronel retirado, para cumplir una promesa, se ha empeñado en enterrarle frente a la oposición de todo el poblado y sus autoridades.

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Esa noche, cuando empezaba a dormirme, sentí un olor que no existe en ninguno de los cuartos de la casa. Era un olor fuerte y tibio como si hubieran puesto a remecer un jazminero. Abrí los ojos, olfateando el aire grueso y cargado; Dije: «¿Lo sientes?» Ada estaba mirándome, pero cuando le hablé cerró los ojos y miró hacia el otro lado. Yo volví a decirle: «¿Lo sientes? Parece como si hubiera jazmines en alguna parte.» Entonces ella dijo:

– Es el olor de los jazmines que estuvieron hasta hace nueve años contra el muro.

Yo me senté en sus piernas. «Pero ahora no hay jazmines», dije. Y ella dijo: «Ahora no. Pero hace nueve años, cuando tú naciste, había una mata de jazmines contra la pared del patio. De noche hacía calor y olía lo mismo que ahora.»

Yo me recliné en su hombro. Le miraba la boca mientras hablaba. «Pero eso fue antes de que naciera», dije. Y ella dijo: «Fue que en ese tiempo hubo un gran invierno y fue necesario limpiar el jardín.» El olor seguía allí, tibio, casi palpable, meneando los otros olores de la noche. Yo le dije a Ada: «Quiero que me digas eso.» Y ella guardó silencio un instante, miró después hacia el muro blanco de cal con luna y dijo:

– Cuando estés grande, sabrás que el jazmín es una flor que sale.

Yo no entendí, pero sentí un extraño estremecimiento, como si me hubiera tocado una persona. Dije: «Bueno»; y ella dijo: «Con los jazmines sucede lo mismo que con las personas, que salen a vagar de noche después de muertas.»

Yo me quedé recostado contra su hombro, sin decir nada. Estaba pensando en otras cosas, en el asiento de la cocina en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos cuando llueve. Yo sabía desde entonces que en la cocina hay un muerto que todas las noches se sienta, sin quitarse el sombrero, a contemplar las cenizas del fogón apagado. Al cabo de un instante, dije: «Eso debe ser como el muerto que se sienta en la cocina.» Ada me miró, abrió los ojos y dijo: «¿Cuál muerto?» Y yo le dije: «El que todas las noches está en el asiento donde mi abuelo pone a secar los zapatos.» Y ella dijo: «Allí no hay ningún muerto. El asiento está junto al fogón porque ya no sirve para otra cosa, que para secar zapatos.»

Eso fue el año pasado. Ahora es distinto, ahora he visto un cadáver y me basta con cerrar los ojos para seguir viéndolo adentro, en la oscuridad de los ojos: Voy a decir a mi madre, pero ella ha empezado a conversar con mi abuelo. «¿Cree usted que pueda pasar algo?», dice. Y mi abuelo, levantando la barba del bastón, moviendo la cabeza: «Por lo menos estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche.»

6

Al principio dormía hasta las siete. Se le veía aparecer en la cocina, con la camisa sin cuello y retoñada hasta arriba, enrolladas hasta los codos de las mangas arrugadas y sucias, los escuálidos pantalones a la altura del pecho y el cinturón amarrado por fuera, mucho más abajo que la pretina. Se tenía la impresión de que los pantalones iban a resbalar, a caer, por falta de un cuerpo sólido en que sostenerse. No había

enflaquecido, pero en su rostro se advertía no ya el gesto militar y altanero del primer año, sino la expresión abúlica y fatigada del hombre que no sabe qué será de su vida un minuto después, ni tiene el menor interés en averiguarlo. Tomaba su café negro, a las siete pasadas, y regresaba después al cuarto, repartiendo al regreso sus inexpresivos buenos días.

Llevaba cuatro años de vivir en nuestra casa y estaba acreditado en Macondo como un profesional serio, a pesar de que su carácter brusco y sus maneras desordenadas crearon en torno a él una atmósfera más parecida al temor que al respeto.

Fue el único médico en el pueblo hasta cuando llegó la compañía bananera y se hicieron los trabajos del ferrocarril. Entonces empezaron a sobrar sillas en el cuartito. La gente que lo visitó durante los primeras cuatro años de su estada en Macondo, empezó, a desviarse después de que la compañía organizó el servicio médico para sus trabajadores. Él debió ver los nuevos rumbos trazados por la hojarasca, pero no dijo nada. Siguió abriendo la puerta de la calle, sentándose en su asiento de cuero, durante todo el día, hasta cuando pasaron muchos sin que volviera un enfermo. Entonces echó el cerrojo a la puerta, compró una hamaca y se encerró en el cuarto.

Meme adquirió para esa época la costumbre de llevarle un desayuno compuesto de plátanos y naranjas. Comía las frutas y tiraba las cáscaras al rincón, de donde la guajira las sacaba los sábados, cuando hacía la limpieza del dormitorio. Pero por la manera como procedía, cualquiera hubiera sospechado que a él le importaba muy poco si un sábado hubiera dejado de hacer la limpieza y el cuarto se hubiera convertido en un muladar.

Ahora no hacía absolutamente nada. Se pasaba las horas en la hamaca, meciéndose. A través de la puerta entreabierta se le vislumbraba en la oscuridad, y su rostro seco e inexpresivo, su cabello revuelto, la vitalidad enfermiza de sus duros ojos amarillos, le daban el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado ¿ sentirse derrotado por las circunstancias.

Durante los primeros años de su permanencia en nuestra casa, Adelaida se mostró en apariencia indiferente o en apariencia conforme realmente de acuerdo con mi voluntad de que permaneciera en la casa. Pero cuando cerró el consultorio y sólo abandonaba el cuarto a las horas de las comidas, a sentarse en la mesa con la misma apatía silenciosa y dolorida de siempre, mi esposa rompió los diques de su tolerancia. Me dijo: «Es una herejía seguirlo sosteniendo. Es como si estuviéramos alimentando al demonio.» Y yo, siempre inclinado hacia él por un complejo sentimiento de piedad, admiración y lástima (pues aunque yo quiera desfigurarlo ahora, había mucho de lástima en aquel sentimiento), insistía: «Hay que soportarlo. Es un hombre sin nadie en el mundo y necesita que se le comprenda.»

Poco después el ferrocarril empezó a prestar servicios. Macondo era un pueblo próspero, lleno de caras nuevas, con un salón de cine y numerosos lugares de diversiones. Entonces hubo trabajo para todo el mundo, menos para el. Siguió encerrado, esquivo, hasta la mañana en que intempestivamente se hizo presente en el comedor a la hora del desayuno y habló con espontaneidad y hasta con entusiasmo de las

magnificas perspectivas del pueblo. Esa mañana oí la palabra por primera vez. Él la dijo: «Todo esto pasará cuando nos acostumbremos a la hojarasca.»

Meses más tarde se le vio salir a la calle con frecuencia, antes del atardecer. Permanecía sentado en la peluquería hasta las últimas horas del día e intervenía en las tertulias que se formaban a la puerta, junto al tocador portátil, junto al taburete alto que el peluquero sacaba a la calle para que su clientela disfrutara del fresco al atardecer.

Los médicos de la compañía no se conformaron con privarlo de hecho de sus medios de vida, sino que en 1907, cuando ya no había en Macondo un paciente que se acordara de él y cuando él mismo había desistido de esperarlo, alguno de los médicos de las bananeras sugirió a la alcaldía que exigiera a todos los profesionales del pueblo el registro de sus títulos. Él no debió de sentirse aludido, cuando apareció el edicto, un lunes, en las cuatro esquinas de la plaza. Fui yo quien le habló de la conveniencia de cumplir con ese requisito. Pero él, tranquilo, indiferente, se limitó a responder: «Yo no, coronel. No volveré a meterme en nada de eso.» Nunca he podido saber si realmente tenía sus títulos en regla. Ni siquiera supe si era francés como se suponía, ni si conservaba recuerdos de una familia que debió tener pero de la que nunca dijo una palabra. Algunas semanas despues, cuando el alcalde y su secretario se hicieron presentes en mi casa para exigirle la presentación y el registro de su licencia, él se negó de manera rotunda a salir de la pieza. Ese día -después de cinco años de vivir en la misma casa, de comer en la misma mesa-, caí en la cuenta de que ni siquiera conocíamos su nombre.

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