Juan Marsé - El embrujo de Shanghai

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Galardonada en 1993 con el Premio de la Crítica y ahora adaptada al cine por Fernando Trueba, El embrujo de Shanghai es una estremecedora fábula sobre los sueños y las derrotas de niños y adultos, asfixiados todos por el aire gris de un presente desahuciado. En la Barcelona de la posguerra -ese espacio ya mítico donde transcurren todas las novelas de Marsé-, el capitán Blay, con su cabeza vendada y sus suspicacias sobre los escapes de gas que están a punto de hacer volar toda la ciudad, se pasea por el barrio sacudido aún por los estertores de la guerra perdida y acompañado por los espectros gimientes de sus hijos muertos. El pequeño Daniel le escolta a través de aquellas calles póstumas, en las que conocerá a los hermanos Chacón, quienes custodian la verja de entrada de la casa en la que convalece Susana, una niña enferma de los pulmones, hija de la señora Anita, bella y ajada taquillera de cine, y de Forcat, un revolucionario, huido del país y nimbado por el fulgor mítico de los furtivos. Pronto llegará a la casa un amigo y compañero de viaje de Forcat, que narrará a los niños la arriesgada aventura que el padre de la niña emprendió en Shanghai, enfrentado a nazis sanguinarios, pistoleros sin piedad y mujeres fatales que le salen al paso en los más sórdidos cabarets de la ciudad prohibida.
Dueño más que nunca de una extraordinaria fuerza evocadora y de un estilo deslumbrante, pero engastado en una prosa transparente y a un tiempo hipnótica, Juan Marsé construye aquí lo que es sin duda una de las obras maestras de las narrativas europeas de finales del siglo XX.

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– Necesito un poco de perejil. Se lo pediré a la vecina -y con paso inseguro, llevándose el vaso a la boca, se escabulló por el corredor como una sombra y se metió en su cuarto.

3

Si había sufrido una recaída, la superó y de qué modo: no parecía la misma muchacha, no era la misma. Llevaba el lustroso pelo negro recogido en dos gruesas trenzas y partido por una raya perfecta sobre la frente, orlada de diminutos rizos rebeldes y algo sudorosa, y a pesar de las trenzas y los ricitos, parecía mayor: los ojos más hundidos, la cara más angulosa y morena, los labios como inflados. Sentada en la cama con un holgado jersey gris de hombre sobre el camisón, las rodillas alzadas y abierta de piernas bajo la fina sábana, tenía las manos metidas entre los muslos y toda su atención puesta en el manejo de una cajita plana, un entretenimiento con bolas del tamaño de perdigones que había que introducir en unos agujeros, y del que no se desprendió en ningún momento mientras yo estuve allí. Me miró de soslayo y respondió a mi saludo con una parodia burlona del lenguaje de los tebeos:

– Pero, ¡hola!, ¿a quién tenemos aquí?

– Me dijeron que no querías ver a nadie…

– Seguramente. Ya no me acuerdo.

– ¿Te encuentras mejor? ¿Ya no tienes fiebre?

– Dicen que estoy como una rosa. Ja.

– ¿Sigues teniendo décimas…?

– Cada vez menos -cortó impaciente-. Y ya salgo al jardín.

Observé que en la mesilla de noche ya no estaba la foto del Kim con el sombrero ladeado y sonriendo al futuro. Habían encendido la estufa, pero sobre ella no hervía ninguna olla con eucaliptos.

– ¿Sabes que ya trabajo? -le dije-. Ahora sólo tengo libres los domingos.

– Bueno, los domingos y la tarde del sábado, ¿no?

– La tarde del sábado me toca limpiar el taller.

– Vaya. Así que ya eres joyero -dijo haciendo rodar las bolitas en la caja-. ¿Y qué, te gusta?

– Todo el mundo dice que es un buen oficio.

– ¿Ah, sí? ¿Y tú qué dices?

– Yo nada.

No había vuelto a mirarme desde que entré. La cajita que balanceaba entre sus piernas era un poco más grande que una caja metálica de cigarrillos Craven, pero ésta era de plexiglás y con tapa transparente; las bolitas rodaban sobre una mar rizada y esmeralda con tiburones que abrían la boca, y cada boca era un agujero por el que había que meter las bolitas. Le pregunté quién se lo había regalado y no me contestó.

– Nunca lo había visto -dije-. ¿Es un juego nuevo?

– Claro, ¿no lo ves? Sigues igual de lento y tontarrón, Dani.

Me senté a su lado en el borde de la cama y me incliné para ver mejor.

– Terminé tu dibujo. -Dejé resbalar la carpeta del sobaco y me dispuse a abrirla-. ¿No quieres verlo?

– Mierda y mierda -dijo como para sí misma-. Me queda una bola y no le da la gana de entrar… Tú y tus dibujitos, niño. Eres bobo.

– Pensé que te gustaría…

– ¡Ja! -me cortó-. Vaya con el artista. Me tenías que haber dibujado de otra manera, criatura, ¿es que no te das cuenta? Sí, de otra manera… -nerviosa porque no conseguía meter la bolita en el agujero-. Me va a dar la risa, oye. ¿Por qué no me has dibujado cagando, sí, cagando una buena tifa debajo de una gran chimenea y con un negro abanicándome el culo, o mejor un chinito, eh? ¿Qué te parece? ¿No crees que quedaría mejor? -Apartó los ojos del juego para mirarme y añadió con una sonrisa triste y el tono más suave -: Rómpelo, bobo. ¿Para qué lo queremos?

– A mí me gusta.

– ¡A él le gusta! -Volvió a centrar su atención en el juego y farfulló -: ¡Pues vaya!

– Sí, ya sé… Pero en el dibujo estás muy bien. Míralo. Por favor.

– Te lo regalo. Y vete ya. Eres un pobre chaval de lo más ridi.

Y se revolvió hacia mí riéndose y quiso golpearme con la cajita, pero agarré su mano en el aire y desistió, rindiendo la cabeza sobre mi hombro. Como tantas otras veces que la había tenido muy cerca a mi lado, en el transcurso de aquellas tardes del último verano en compañía de Forcat, me pareció que el aire salobre del mar tantas veces evocado volvía a enredarse en su pelo y que por un breve instante se quedaba pensativa y entornaba otra vez los párpados para retener una luz de lejanías, la reverberación de un sueño; pensé que tal vez acabaría por aceptar el dibujo y mi candidez. Pero de pronto atenazó mis muñecas arrodillándose en la cama, y yo me dejé hacer; me tumbé de espaldas y ella montó a horcajadas sobre mi vientre, sin soltarme.

– ¿Lo ves? -dijo-. Ahora tengo más fuerza que tú. Apretaba los muslos a mis costillas y se agitó un poco sobre mi vientre como si cabalgara, y yo permanecí inmóvil. Sus cabellos se derramaban en mi cara y, entre esa maraña negra, en su mirada burlona y soñolienta, vi brillar por un brevísimo instante una chispa de crueldad. Se frotó enérgicamente contra mí un rato más, su entrepierna cálida remontando despacio mi torso dócil y mi imaginación rendida, mi traicionada y desvalida complicidad y mi secreta solicitud de fiebre y de microbios, mi sumisión a los caprichos de una voluntad que ahora parecía no pertenecerle ya del todo, a un aroma sexual que de algún modo percibí que no era ya enteramente suyo ni podía compartir conmigo. «Entérate, niño», dijo, y nuevamente vi entre sus cabellos sueltos el fulgor acerado de su ojo. Enseguida me descabalgó y se hizo a un lado, me empujó fuera de la cama y la carpeta cayó al suelo. «Vete», volvió a decir. Me agaché a coger la carpeta y al incorporarme lo vi a él parado en el umbral de la galería.

El Denis se abrochaba la correa del reloj en su muñeca izquierda, las mangas de la camisa blanca arremangadas y el pelo muy estirado peinado con brillantina. Nunca sabré si en sus visitas a la torre se escondía de un peligro real, si aún había contra él orden de caza y captura o si estaba allí sólo por la cara, de golfante, como estuvo antes Forcat. Pero todos sus gestos y posturas a veces un tanto rebuscadas, incluso su manera de andar, viendo siempre dónde pisaba y con fugaces miradas de soslayo, denotaban una larga y consumada relación con la clandestinidad. El sentimiento de la clandestinidad, según yo mismo habría de experimentar años después, es un complemento de los sueños y conforma un estilo, una manera de estar ensimismada e incluso una forma de coquetería. Así es como yo había imaginado siempre al Kim: parsimonioso y alertado, felino, nómada y romántico. Pero aun cuando el Denis mereciera cierta consideración por eso, por los ideales y un destino implacable que había compartido con el Kim y por traer a la torre la verdad verdadera, desenmascarando a Forcat y denunciando su impostura, yo no podía entonces dejar de pensar que esa verdad verdadera que trajo consigo de Francia una tarde lluviosa había arrojado a Forcat a la calle, y simplemente por eso el chulo me cayó mal desde el primer momento.

– Ya lo has oído, chico. -Avanzó muy decidido hasta la cama y tuve que apartarme para dejarle paso. Mirando a Susana añadió -: Hace un buen día y es tu hora de sol, así que ¡arriba! -Apartó la sábana de un manotazo, cogió la colcha arrugada al pie de la cama, envolvió con ella a la enferma y se la llevó en volandas al jardín. Ella le dejó hacer con los ojos cerrados y rodeando su cuello con los brazos.

Me quedé un instante allí parado viéndoles salir, mirando las uñas rojas de Susana y sus dedos entrelazados en la nuca de aquel hombre, su boca entreabierta cobijada en su cuello, rozando con los labios la nuez prominente, y luego salí también al jardín, pero no fui con ellos, ya no les seguí hasta el rincón soleado, más allá del sauce, donde él la depositó suavemente en la mecedora blanca, abrigó sus piernas con la colcha y le habló al oído. Algo se quebró en mi interior. Me dirigí hacia la verja sin despedirme y cuando la abría, con mi carpeta bajo el brazo y maldiciendo en voz baja al intruso, me volví a mirarles. Susana tomaba el sol meciéndose embutida en la colcha, y el Denis, sentado en el suelo bajo el árbol, miraba en lo alto y con fijeza las ramas desfallecidas. Tras él, junto al muro enjalbegado por Forcat, la rinconada de lirios azules, la hiedra polvorienta y los jacintos languidecían bajo la sombra ominosa de la chimenea. Luego, el Denis cerró los ojos.

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