Juan Marsé - El embrujo de Shanghai

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Galardonada en 1993 con el Premio de la Crítica y ahora adaptada al cine por Fernando Trueba, El embrujo de Shanghai es una estremecedora fábula sobre los sueños y las derrotas de niños y adultos, asfixiados todos por el aire gris de un presente desahuciado. En la Barcelona de la posguerra -ese espacio ya mítico donde transcurren todas las novelas de Marsé-, el capitán Blay, con su cabeza vendada y sus suspicacias sobre los escapes de gas que están a punto de hacer volar toda la ciudad, se pasea por el barrio sacudido aún por los estertores de la guerra perdida y acompañado por los espectros gimientes de sus hijos muertos. El pequeño Daniel le escolta a través de aquellas calles póstumas, en las que conocerá a los hermanos Chacón, quienes custodian la verja de entrada de la casa en la que convalece Susana, una niña enferma de los pulmones, hija de la señora Anita, bella y ajada taquillera de cine, y de Forcat, un revolucionario, huido del país y nimbado por el fulgor mítico de los furtivos. Pronto llegará a la casa un amigo y compañero de viaje de Forcat, que narrará a los niños la arriesgada aventura que el padre de la niña emprendió en Shanghai, enfrentado a nazis sanguinarios, pistoleros sin piedad y mujeres fatales que le salen al paso en los más sórdidos cabarets de la ciudad prohibida.
Dueño más que nunca de una extraordinaria fuerza evocadora y de un estilo deslumbrante, pero engastado en una prosa transparente y a un tiempo hipnótica, Juan Marsé construye aquí lo que es sin duda una de las obras maestras de las narrativas europeas de finales del siglo XX.

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Corría el mes de noviembre y la pequeña plaza ensimismada y gris se cubría con las hojas amarillas de los plátanos, el frío se había anticipado y el invierno prometía ser duro. La gente transitaba deprisa y encogida, pero el señor Sucre iba siempre como sonámbulo, hablando solo y comportándose como si dudara de su propia existencia o como si temiera convertirse de pronto en un fantasma. Solía decir que, en días desapacibles y de mucho viento, tenía que echarse a la calle en busca de su propio yo extraviado. Y, en efecto, le veíamos rastreándose a sí mismo por las calles de Gracia con las manos a la espalda y la cabeza gacha, indagando en tabernas y farmacias y droguerías, en recónditas y polvorientas librerías de viejo y en humildes exposiciones de pintura, preguntando a la gente hasta dar con su nombre y sus señas. Y nos contaba a los Chacón y a mí que le costaba tanto volver a ser el que era, y que recibía tan poca ayuda, que a veces tenía ganas de mandarlo todo a paseo y resignarse a ser nadie tomando el sol tranquilamente sentado en un banco de la plaza Rovira. Pero lo más frecuente era verle buscándose ansioso y enrabiado en los sitios más inesperados, dicen que un día se paró ante el cuartel de la Guardia Civil de la Travesera y preguntó al centinela cuál era su nombre y domicilio -el suyo propio, no el del centinela-, y que éste se espantó y llamó a gritos al sargento de guardia y menudo follón se armó.

– A ver, chicos, ¿queréis hacer el favor de decirme cómo me llamo y dónde vivo? -El señor Sucre se había parado en la puerta de la taberna y distrajo momentáneamente nuestra atención del portal número 8-. Por favor.

– Se llama usted don Josep Maria de Sucre y vive en la calle San Salvador -respondí automáticamente.

Asintió pensativo, parecía bastante satisfecho con los datos. Sin embargo, antes de admitir completamente su identidad, volvió a recelar:

– ¿Y qué os parece, es posible, es verosímil que haya nacido en Cataluña y que sea artista pintor, poco o más bien nada cotizado, viejo amigo de Dalí, y que no tenga un duro…? -susurró mirándonos con una luz burlona en los ojos.

– Sí, señor. Eso dicen.

– En fin, qué le vamos a hacer -suspiró, y con la mano afectuosa despeinó mi cabeza y la de Finito Chacón-. Sois unos chicos muy atentos y respetuosos con este ganso explorador… Gracias.

Para tranquilizarle del todo y no para pitorrearse de él, como habría pensado más de uno, Finito Chacón le proporcionó más datos:

– Y cada día suele usted venir a charlar un rato con los tranviarios en la parada, y luego compra el periódico en el quiosco y lo quema con una cerilla sentado en un banco, a veces en compañía del capitán. Y luego se viene al bar.

– Ya. Enterado. Y ahora, ¿podrías decirme a qué he venido, si me haces el favor?

– Pues ha venido usted -intervino Juan Chacón pacientemente-a tomarse un carajillo de anís, como todas las tardes, y a ver si por fin ese tal Forcat se decide a salir a la calle.

– Será eso -admitió resignado el señor Sucre, y se encaminó hacia el mostrador farfullando-: Sí, será eso, qué le vamos a hacer.

Al otro lado de la plaza, en la fachada rojiza del cine Rovira, Jesse James llevaba toda la semana cayéndose de la silla en el comedor de su casa, acribillado traicioneramente por la espalda, y en el otro cartelón de toscos colores, la Madonna de las Siete Lunas se asomaba por encima de las ramas deshojadas de los árboles esgrimiendo un puñal y una mirada maligna que escrutaba el paso de los tranvías girando en la curva del Torrente de las Flores. Pero no era el cine lo que esta tarde atraía la atención de algunos vecinos congregados en la puerta del bar Comulada, ni la tan comentada fuga de gas frente al portal número 8, ni era la excitante posibilidad de una explosión lo que nos impedía apartar los ojos de allí, sino la curiosidad de ver salir a un hombre por ese portal. Al principio, nuestro interés en ver al desconocido era un reflejo de la curiosidad de los mayores, porque nunca antes le habíamos visto ni sabíamos nada de él; luego nos enteramos que se llamaba Nandu Forcat, que era un refugiado que volvía de Francia después de casi diez años y que era amigo del Kim, el padre de Susana. Llevaba pocos días en casa, con su anciana madre muy enferma y una hermana soltera, y se comentó que la policía tenía que saberlo y que seguramente ya le habrían interrogado en Jefatura, pero que, por alguna razón que nadie alcanzaba a explicarse, lo habían soltado.

Nosotros no podíamos en aquel entonces ni siquiera intuir que el personaje era improbable, lo mismo que el Kim: inventado, imaginario y sin fisuras, un personaje que sólo adquiría vida en boca de los mayores cuando discutían, reticentes y en voz baja, sus fechorías o sus hazañas, según el criterio de cada cual. Creíamos, eso sí, que nunca llegaría a ser una leyenda como ya lo era el Kim, en cuya banda Forcat había militado o todavía militaba. Tenía partidarios y detractores a partes iguales, unos opinaban que era un hombre culto y educado que luchó por sus ideales, un honrado anarquista criado en la Barceloneta, hijo de pescadores, que se pagó la carrera del Magisterio trabajando de camarero, y otros decían que no era otra cosa que un delincuente, un atracador de bancos que probablemente había traicionado a sus antiguos camaradas y al que, ahora que volvía, más de uno tendría ganas de ajustarle las cuentas. Y que precisamente por eso le costaba tanto salir de casa. Puestos a imaginarlo, los Chacón y yo preferíamos entonces al hombre de acción, el que se jugaba la piel con el revólver en la mano y siempre en compañía del Kim, espalda contra espalda, protegiéndose el uno al otro…

Durante cuatro días, Nandu Forcat no salió a la calle y ni siquiera se asomó al balcón. Frente al portal flotaba noche y día el olor a gas y ahora una sensación doblemente excitante se adueñaba de uno al pasar por allí, como si el gas y el pistolero hubiesen establecido una alianza peligrosa. Al atardecer del quinto día, el capitán Blay compró el diario Solidaridad Nacional y le prendió fuego detrás del quiosco, muy cerca del portal. Dos mujeres que pasaban por allí fueron presa del pánico y echaron a correr chillando, pero no se produjo ninguna explosión.

Al día siguiente, hacia las cuatro de una tarde que amenazaba lluvia, se presentó inesperadamente una brigada de obras de la Compañía del Gas, dos hombres y un capataz, y manejando picos y palas levantaron la acera y abrieron una zanja frente al número 8. Su trabajo despertó expectación en la plaza. Dejaron medio al descubierto una maltrecha red de tuberías como tripas herrumbrosas, pusieron vallas, y a modo de puente tendieron tablas desde el portal hasta el bordillo de la acera para facilitar el paso de los inquilinos. Y eso fue todo lo que hicieron. La verdad es que aquello parecía una chapuza; levantaron seis o siete metros de acera, pero el hoyo que cavaron no tendría más de dos metros de largo y era poco profundo. Y ya no cavaron más. Uno de los obreros se acercó al bar con una botella de gaseosa vacía, pidió que se la llenaran de vino tinto, pagó, volvió junto a sus compañeros y los tres se sentaron en las baldosas apiladas en la acera y se pasaron el resto de la tarde empinando el codo y contemplando medio adormilados el movimiento en la parada de tranvías y en torno al quiosco. El capataz, de vez en cuando, escupía en la tierra negruzca amontonada junto a la acera y echaba una fría mirada a la zanja. Al oscurecer levantaron una pequeña tienda de lona y guardaron allí las herramientas. Luego se fueron.

Al sexto día de la llegada de Forcat, la inactividad de la brigada se hizo aún más ostensible. Ninguno de ellos cogió un pico ni una pala absolutamente para nada. Frecuentaban el bar de uno en uno, para mear o para llenar de vino la botella, y sin entablar conversación con nadie. En otra ocasión, el más joven de ellos, un tipo hosco y fornido con boina calada hasta las cejas, se acercó al vestíbulo del cine para mirar las fotos clavadas en el panel; las miraba ceñudo, como si no entendiera. A ratos también se le veía pegado a los flancos policromados del quiosco, las manos en los bolsillos, entretenido en descifrar las cubiertas de los tebeos colgados con pinzas.

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