Anthony Burgess - La Naranja Mecánica

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La pregunta que plantea este libro, una de las obras fundamentales en la literatura del siglo XX, no debería ser la más obvia, la que aparece en la superficie del texto: `¿Es el hombre un ser violento?`, sino: `¿Es la sociedad violenta con sus miembros?`.
Porque La naranja mecánica trata principalmente de la libertad del individuo contrapuesta al bien del colectivo, o más bien se plantea hasta qué punto es legítimo que el colectivo, a través de sus representantes (¿o son los representantes los que deciden en última instancia por el colectivo?), destruya al individuo en función del interés general.
Aquí podríamos insertar el comentario de que el libro no ha perdido interés y que explora un tema de rabiosa actualidad. Eso es innecesario y superfluo: se trata de un tema universal, como tal, La naranja mecánica se puede calificar como obra imperecedera.
¿Quién hay que no conozca el argumento de la obra del músico y escritor Anthony Burgess, a través de la mítica película de Stanley Kubrick? Parece ser que el que suscribe estas líneas y pocos más. Esto permite abordar el argumento distanciándose de la violencia explícita de las imágenes y centrándose en el transfondo de la novela.
¿Por qué, a pesar de ser pieza fundamental, no es la violencia de Alex, el nadsat protagonista (no de Álex, el crítico ya no tan adolescente), tan atractiva y tan repulsiva a los ojos occidentales, el eje central de la narración? Porque Burgess (y así lo aclara en el prólogo de esta edición, el author`s cut que proclamaría la moda fatua de reeditar grandes éxitos del séptimo arte, pero tan necesaria en este caso) pone en manos (y boca) del adolescente y su panda de drugos una forma de entender la diversión que no está viciada por el moralismo monoteísta. La crueldad, tan común en el ser humano desde sus primeros estadios, aparece como una fórmula más a escoger para su esparcimiento, una opción válida según los cánones aprehendidos del entorno hiperindividualista y desestructurado en el que viven, donde otras preocupaciones (vivienda, trabajo, dinero) priman sobre una familia y una educación decadentes o inexistentes, incapaz de atajar los instintos agresivos en sus primeras manifestaciones.
Juventud y violencia: rasgos reconocibles, lugares comunes muy visitados en nuestra sociedad. Como ven, la realidad no anda demasiado lejos.
Burgess habla en su prólogo de elección moral, de esa libertad primigenia del ser humano que lo distingue de las bestias: la capacidad de percibir, razonar y decidir sobre sí mismo, sus acciones y su futuro. Alex es eminentemente un ser libre y como tal se expresa, rasreceando lo que hay a su alrededor en el puro ejercicio de su libre albedrío. Destrucción, pero también creación: los más débiles deben sucumbir para que los más fuertes vivan, o Alex es capaz de violar a dos niñas tontas que no entienden lo sublime de la música de Beethoven (¡por el gran Bogo!, que diría Alex).
Cuando Alex comete un crimen (es decir, cuando el Estado tutelar establece que ha rebasado el límite impuesto por el colectivo al que representa) su libertad se ve brutalmente amputada. No sólo eso, sino también su identidad (ahora será el recluso 6655321, un golpe de efecto algo burdo pero efectivo por parte del autor) y, posteriormente, su capacidad de decidir: es condicionado para rechazar cualquier forma de violencia, una suerte de `naranja mecánica` incapaz de manifestar su condición humana. Ya no puede escoger entre el bien y el mal, algo que Bogo (o Dios) reprobaría (`Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquél a quien se le impone el bien`, según el capellán de la prisión en que es internado Alex).
Así volvemos a la pregunta planteada al principio: ¿es la sociedad violenta con sus miembros? ¿Justifica el bien de la sociedad la violencia de Estado? En palabras del responsable de la técnica empleada sobre el nadsat: `No nos interesan los motivos, la ética superior. Sólo queremos eliminar el delito…`. La observación del Ministro del Interior es harto indicativa: `Y aliviar la espantosa congestión de las prisiones`. Lo que conduce, inevitablemente, a la legitimidad del Estado como representante del colectivo. Aunque este punto no centra el interés del autor, sobre el que pasa de puntillas.
La necesidad de recuperar su humanidad, y a partir de ahí ser libre para escoger libremente, serán las bases del desenlace, en el que un Alex abocado a la madurez contempla su pasado con una mirada crítica y sabia. Llega la hora de decidir, y de decidir correctamente. El camino es lo de menos, lo importante es que uno mismo conduzca sus pasos por el camino que quiere la voluntad.
Esta obra, que en manos de un autor con menos talento hubiese dado lugar a un texto zafio cuyos objetivos hubieran quedado diluidos por los golpes de efecto, la narra hábilmente un Alex vital y desmedido, imprimiendo a La naranja mecánica cotas de verosimilitud raramente leídas en primera persona. Por otra parte, el uso de la jerga nadsat, creada por Burgess mezclando el habla coloquial de los jóvenes rusos con el dialecto cockney londinense, es un hallazgo usado con inteligencia y mesura, que otorga la identificación de Alex a un grupo del que nos excluye, habladores del lenguaje estándar, no nadsat. Descubrimos que su voz es la adecuada como canal de expresión de las inquietudes de Burgess, pues nos hace saltar al otro lado, al lado del que sufre en sus carnes el Estado todopoderoso, en el que su estructura sirve para aplastar al que no encaja en él. Aunque sea porque es un criminal.
Un libro realmente joroschó, que no pueden dejar de leer.
Álex Vidal
"Uno de los pocos libros que he sido capaz de leer en los últimos años".
WILLIAM BURROUGHS

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– ¿Y ahora qué pasa, eh?

El estéreo funcionaba, y uno se hacía la idea de que la golosa del cantante volaba de una punta a la otra del bar, remontaba hasta el techo y volvía a caer y zumbaba de pared a pared. Era Berti Laski aullando una antigualla realmente starriaque se llamaba Me levantas la pintura. Una de las tres ptitsasdel mostrador, la de la peluca verde, entraba y sacaba la barriga al compás de lo que llamaban música. Sentí que los cuchillos del viejo molocoempezaban a punzar, y que ya estaba preparado para un poco de la una-menos-veinte. Entonces grité: -iFuera fuera fuera fuera! -y al vecoque estaba sentado junto a mí, en su propio mundo, le largué un alarido joroschóen el ucoo la oreja, pero él no lo oyó y siguió con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan». Se sentiría perfecto cuando volviera, bajando de las alturas.

– ¿Adónde vamos? -dijo Georgie.

– A caminar un poco -le contesté- y a videar qué pasa, oh hermanitos míos.

Así que nos largamos a la gran noche invernal y descendimos por el bulevar Marghanita, y luego doblamos entrando en la avenida Boothby, y allí encontramos justo lo que buscábamos, una broma malencapara empezar la noche. Era un vecotipo maestro de escuela, starrioy tembleque, con anteojos y la rotaabierta al frío aire de la naito. Llevaba unos libros bajo el brazo y un paraguas raído y daba vuelta a la esquina viniendo de la bibliopública, frecuentada por no muchos liudosen esos tiempos. Después del anochecer no se veían demasiados tipos del viejo estilo burgués, por la escasez de policía y por nosotros los magníficos y jóvenes málchicosque rondábamos, y este chelovecode tipo profesoral era el único que caminaba en toda la calle. Así que gulamoshacia él y le dijimos muy corteses: -Disculpe, hermano.

Parecía un malenco pugliocuando nos videóa los cuatro, que nos acercábamos tan serenos, corteses y sonrientes, pero dijo: -¿Sí? ¿Qué pasa? -con una golosamuy alta, de maestro de escuela, como si intentara demostramos que no era un puglio. Le dije:

– Veo que llevas unos libros bajo el brazo, hermano. Realmente, es un placer raro en estos tiempos tropezar con alguien que todavía lee, hermano.

– Oh -dijo, todo agitado-. ¿De veras? Ah, comprendo. -Y siguió mirándonos, y se encontraba en medio de un grupo muy sonriente y cortés.

– Sí -añadí-. Me interesaría mucho, hermano, que tuvieras la amabilidad de dejarme ver qué son esos libros que llevas bajo el brazo. Un libro bueno y limpio, hermano, es la cosa más linda del mundo.

– Limpio -repitió-. Limpio, ¿eh? -Y entonces Pete le scvateólos tres libros y verdaderamente scorrolos distribuyó entre nosotros. Como eran tres, todos menos el Lerdo teníamos uno para videar. El mío se llamaba Cristalografía elemental, así que lo abrí y dije:- Excelente, realmente de primera -mientras volvía las páginas. Entonces exclamé, con la golosamuy escandalizada-: Pero, ¿qué es esto? ¿Qué significa este sucio slovo? Me ruborizo de ver esta palabra. Me decepcionas, hermano, de veras te lo digo.

– Pero -quiso replicar-, pero, pero…

– Aquí -dijo Georgie- hay algo que me parece una verdadera porquería. Aquí veo un slovoque empieza con p y otro con c. -Tenía un libro llamado El milagro del copo de nieve.

– Oh -dijo el pobre Lerdo, smotandosobre el hombro de Pete, y como siempre se le fue la mano- y aquí y aquí dice lo que él le hizo a ella, con foto y todo. Pero si no eres más que un carcamal repulsivo de mente podrida.

– Un viejo como tú, hermano -dije, y empecé a destrozar el libro que me había tocado, y los otros hicieron lo propio con los suyos, el Lerdo y Pete a los tirones con El sistema romboédrico. El starriode tipo profesoral comenzó a crichar-: Pero si no son míos, son del municipio, esto es abusivo y vandálico -y otros slovospor el estilo. Y trataba de arrebatarnos los libros, y resultaba una escena bastante patética-. Mereces una lección, hermano -dije-, te la has ganado. -El libro sobre cristales que yo tenía estaba sólidamente encuadernado, y era difícil rasrecearloen pedazos, era lo que se dice starrio, como que era del tiempo en que las cosas se hacían para durar, pero me las arreglé para arrancar las páginas y echarlas al aire como copos de nieve, aunque grandes, sobre el viejo vecoque crichaba; y entonces los otros hicieron lo mismo con los suyos, y el viejo Lerdo, iqué payaso!, comenzó a bailar alrededor.- Ahí tienes los restos -dijo Pete-, asqueroso lector de basura y porquerías.

– Viejo vecoperverso -dije, y comenzamos a jugar con él. Pete le sostuvo las rucasy Georgie consiguió abrirle la rota, y el Lerdo le arrancó los subospostizos, arriba y abajo. Los tiró al suelo, y yo se los machaqué con las botas, aunque eran más duros que una piedra, como que estaban hechos con un nuevo y joroschómaterial plástico. El viejo vecoempezó a refunfuñar no sé qué chumchum- uuf aaf uuf -de modo que Georgie le soltó las gubasy le descargó una buena en la rotadesdentada con el puño anillado, y entonces el viejo vecocomenzó a quejarse de lo lindo y le brotó la sangre, hermanos míos, y qué hermosa era. Así que nos limitamos a sacarle los platis, y lo dejamos en chaqueta y calzoncillos largos (muy starrio; el Lerdo casi se enferma de tanto reír), y finalmente Pete le encajó una cariñosa patada en el culo y lo soltamos. Se alejó tambaleándose, a pesar de que no había sido un tolchocotan impresionante, pero él gimoteaba oh oh oh, sin saber dónde estaba o qué pasaba, y nosotros nos reímos con ganas; después le vaciamos los bolsillos, mientras el Lerdo bailaba una danza con el paraguas raído; pero no encontramos gran cosa. Había unas pocas cartas starrias, algunas de 1960 que empezaban «Mi muy querido», y todas esas chepucas, además de un llavero y una lapicera starriaque perdía. El Lerdo acabó su danza del paraguas, y naturalmente no se le ocurrió nada mejor que empezar a leer en voz alta una de las cartas, como para demostrar a la calle desierta que sabía leer. «Querido mío», recitó con golosamuy aguda, «pensaré en ti mientras estás lejos, y espero que recuerdes abrigarte bien cuando salgas de noche». Aquí largó una smecamuy chumchum-. Jo, jo, jo -haciendo como que se limpiaba el yamacon la carta-. Bueno -dije-. Basta, hermanos míos. -En los pantalones del veco starriosólo encontramos malencodinero, apenas tres golis, así que tiramos esa porquería de moneditas, comida para pájaros comparadas con lo que teníamos encima. Después rompimos el paraguas y le rasreceamoslos platis, y tiramos los pedazos al aire, hermanos míos, y así acabamos con el asunto del veco starriode aire profesoral. No era gran cosa, ya lo sé, pero no por eso voy a pedir disculpas a nadie, y además la noche apenas comenzaba. Los cuchillos de la leche-plus ya estaban descargando pinchazos fuertes y joroschós.

Ahora había que hacer una buena acción, que era un modo de gastar un poco de dinero, cosa de tener más de un incentivo para crastaruna tienda, y también de prepararnos de antemano una coartada; de modo que fuimos todos al Duque de Nueva York, en la calle Amis, y por supuesto allí se habían refugiado tres o cuatro viejas bábuchcas piteandocafé y menjunjes pagados con bonos AE (Ayuda del Estado). Ahora éramos los málchicosbondadosos, que saludaban sonrientes a todo el mundo, pero las viejas y arrugadas harpías comenzaron a agitarse, les temblaban las viejas rucasvenosas y los vasos salpicaban las mesas con sus menjunjes. -Déjennos tranquilas, muchachos -dijo una de ellas, la cara con más líneas que un mapa-, no somos más que unas pobres viejas. -Pero nos contentamos con mostrar la dentadura, flash, flash, flash, nos sentamos, tocamos la campanilla y esperamos que viniese el camarero. Cuando apareció, todo nervioso y frotándose las rucasen el delantal grasiento, le pedimos cuatro veteranos: una mezcla de ron y jerez muy popular entonces, y que algunos preferían a la canadiense, con un chorrito de lima. Le dije al camarero:

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