Cesar Aira - La costurera y el viento

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En la novela corta ` La costurera y el viento` César Aira hace uso de lo que más sabe. Su facilidad para imaginar y a través de la imaginación confrontar al olvido, para que junto a la memoria como apoyo, ir cosechando los recuerdos de a uno, que sin su ayuda sólo serían desechos en la playa después de la marea.
César Aira(a los nueve años) juega con su amigo Omar en la caja del acoplado de un camión gigante, curiosamente llamado ` el chiquito`.
En esa tarde de verano, en su pueblo natal, Coronel Pringles, Omar y Aira, juegan a asustarse dentro del acoplado. Un lugar extraño para jugar a eso, aunque la imaginación de los chicos no encuentre límites.
Imprevistamente el amigo, Omar, desaparece y a partir de allí, comienza una carrera maratónica, en que la madre del chico, ` Delia Ziffoni, la costurera del pueblo`, deja su lugar de ama de casa intrascendente, para convertirse en la heroína del pueblo, saliendo en busca del hijo desaparecido.
Aira no lo dice, pero una mujer común ante la desaparición de su hijo, y ante la incertidumbre de no saber como está y si está con vida o en buen estado de salud, saca fuerzas de donde no sabe que tiene, para hacer la violencia y salir en su busca. Puede que uno no pueda evitar asociar la historia de esta mujer común, Delia Ziffoni, con las madres de plaza de Mayo, quienes debieron salir en busca de sus hijos desaparecidos, y aqui otra vez fueron las mujeres y no los hombres, quienes juntaron coraje para rebelarse contra lo que sea, cuando se puso en juego la vida del hijo.

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No le llevó mucho tiempo salirse con la suya. Primero desarmó toda la chatarra, tornillo por tornillo. Hizo un bricolage brillante; colocó el motor adelante, sujeto con grampas, el tanque de nafta, el ventilador, etcétera. Las poleas, los palieres, las ruedas, en las cuatro aberturas de las patas… Listo. Es más fácil contarlo que hacerlo, pero en su caso fue facilísimo. El paso siguiente era ponerlo en marcha y probarlo. Lo hizo. El aparato andaba, lento al principio, después más rápido.

Cayó la noche y seguía viajando, viajando, con el cuerno por delante… Porque había puesto el cono-cola del tatú como trompa a su vehículo, lo había atornillado, por así decir, a la abertura delantera. Quedaba bien, le pareció; lo había hecho por estética nada más, no por aerodinámica. Lo que más le gustaba era que cambiaba totalmente el aspecto de los restos: con esa especie de cuerno al frente ya no parecía un tatú. Le hizo pensar qué fácil era cambiar el aspecto de algo, lo que parece más inherente a su ser, lo más eterno… se transformaba por completo mediante un trámite tan sencillo como cambiar de lugar la cola. ¡Cuántas cosas que parecen distintas, pensó, serán en realidad las mismas, con algún pequeño detalle trocado!

Lo que era impresionante era el ruido que hacía. El ronquido del motor resonaba en el gran óvalo hueco y se volvía un trueno.

Como no había dormido la noche anterior, se caía de sueño. Así que estacionó en cualquier parte (cualquiera daba lo mismo) y se acostó en la membrana, atrás del asiento. Le sobraba lugar. Se durmió de inmediato. Cerca del amanecer, lo despertó una brusca sacudida. El círculo de la luna, que se estaba poniendo, había calzado justo en la abertura de la cola, que era la única entrada o salida del vehículo. Apenas atinaba a pensar si habría estado soñando, cuando una segunda sacudida, esta más prolongada, volvió a mecerlo. Y siguió haciéndolo mientras él se levantaba, entumecido y lleno de sueño todavía. Tanto se bamboleaba la caparazón que Ramón se cayó tres veces antes de poder asirse del respaldo del asiento. Cuando se sentó, miró por la media luna que había dejado libre en la parte superior del hueco delantero, sobre el volante, que hacía de parabrisas sin vidrio. La meseta estaba penumbrosa y tranquila, los pastos no se movían. Pero el armatoste seguía vibrando, ahora un poco menos, y no bien pudo orientar su atención notó que los golpes y rasguños venían de arriba, de la cúpula de la maravillosa caparazón nacarada. Era evidente que algún animal se había trepado; no necesitaba ser muy grande para provocar esas sacudidas, por lo liviana que era la estructura, pero de todos modos podía ser peligroso. Se decidió a averiguar usando el espejito retrovisor del Chrysler, que había tenido la precaución de traer. Lo empuñó y sacó la mano por la medialuna, apuntándolo hacia atrás. Lo que vio le heló la sangre de espanto.

Era el Monstruo. Ramón nunca había visto nada tan feo, pero nadie había visto nada tan feo. Era un niño monstruo. Trepado a la capota… como el Omar estaba trepado siempre al camión del Chiquito… A los niños les gustaba eso.

Lo escalofriante era la forma que tenía el Monstruo… Más que una forma, se trataba de una acumulación de formas, fluidas y fijas a la vez, fluidas en el espacio y fijas en el tiempo, y viceversa… Eso no tenía explicación. El Monstruo había visto (porque tenía ojos, o un ojo, o era un ojo) el espejito asomando de la ranura y brillante por la luna a la que apuntaba, y se extendió hacia él…

Ramón metió adentro la mano, que había empezado a temblar, puso el contacto, apretó el acelerador… El vehículo se precipitó hacia adelante, con el Monstruo dando tumbos arriba.

Omar… el juego… el niño monstruo… el niño perdido… Todo daba tumbos en su mente igual que esa criatura en la capota de su paleomóvil… A Omar lo veía duplicado en su amigo inseparable César Aira… Confiaba en que los Aira hubieran alojado a Omar y le hubieran dado de comer esa noche y la anterior; en el fondo eso no tenía importancia… Pero qué paradójico, dentro de todo, que el niño perdido estuviera en su casa, y los padres dando vueltas en el desierto a cientos de leguas de distancia… Eso no lo hacía menos "niño perdido", como en el cuento de los osos: entraba a una casa vacía, se preguntaba quién viviría allí, con la sensación de inminencia… en cualquier momento podían irrumpir los dueños… Daba lo mismo que fuera su casa, que hubiera vivido ahí toda la vida… Era un detalle sin peso decisivo en el sentido de la historia…

Éramos unos chicos sanos, normales, bastante lindos, buenos alumnos… Adorábamos a nuestras mamás y venerábamos a nuestros papás, y les teníamos algo de miedo también; eran tan estrictos, tan perfeccionistas… Creo que éramos la quintaesencia de la normalidad pequeño-burguesa. Y sin embargo, sin saberlo, todo se apoyaba en el miedo, como la roca flota sobre la cresta de la lava al final de Viaje al centro de la Tierra ; el miedo, podría decirse, la lava, era la biología, el plasma. Simplificando en el sentido de lo sucesivo, primero estaba el miedo de las embarazadas (es decir que empezaba antes de que empezáramos nosotros mismos), a parir un monstruo. La realidad, indiferente y aristocrática, seguía su curso. Entonces el miedo se transformaba… Todo es cuestión de transformación de miedos: eso vuelve a la sociedad lábil, cambiante, los mundos cambian, los distintos mundos sucesivos que sumados son la vida. Uno de los avatares del miedo es: que el niño se pierda, desaparezca… A veces el miedo se transfiere de la madre al padre; a veces no; el niño registra estas oscilaciones y se transforma en consecuencia. Que sean los padres los que desaparezcan, que el viento se enamore de la mamá, que un monstruo los persiga, que un camionero no se pierda nunca porque viaja con su casa a cuestas como Raymond Roussel, etc. etc. etc., todo eso, y mucho más que queda por ver, es parte de la literatura.

Ahora me acuerdo de una golosina que adorábamos los chicos de Pringles en aquel entonces, una especie de antecedente de lo que después fue el chicle. Era muy regional, no sé quién lo habrá inventado ni en qué época desapareció, sólo sé que hoy no existe. Era una bolita envuelta en papel manteca, acompañada de un palito suelto, todo muy casero. Había que masticarla hasta que se pusiera esponjosa, y crecía mucho en volumen; sabíamos que estaba lista cuando ya no nos entraba en la boca. La sacábamos, y se había transformado en una masa livianísima que tenía la propiedad de cambiar de forma modelada por el viento, al que la exponíamos clavándola a la punta del palito. Debía de ser por eso que era una golosina regional: los vientos de Pringles son cuchilladas. Era como tener una nube portátil, y verla cambiar y sugerir toda clase de cosas… Era sano y entretenido… El viento, que a nosotros nos dejaba iguales (se limitaba a despeinarnos) a la masa la transfiguraba sin cesar… y no valía la pena enamorarse de una forma porque ya era otra, y otra… hasta que de pronto se había solidificado, o cristalizado, en una cualquiera de las formas que nos habían estado encantando durante largos minutos, y la comíamos como un chupetín.

Dije antes, creo, que cuando nevaba por la noche el Chiquito me dejaba de regalo, para cuando yo saliera a la escuela, al amanecer, un muñeco de nieve en la puerta de mi casa. Para mí, como para Omar, que no conocíamos su vida secreta, el Chiquito era un héroe, con su camión grande como una cordillera y sus viajes por toda la maravillosa Argentina… Los vecinos elogiaban su corazón, su gesto un poco infantil, haciendo más honor a su nombre que a su físico hercúleo, de modelar un muñeco con la nieve a esas horas imposibles a las que partía, sólo para darme una fugaz sorpresa, un placer. A veces en esas ocasiones, cuando yo salía, ya había soplado el viento, y mi muñeco me recibía con ocho brazos, o jorobado, o más a menudo con una torsión picassiana, la nariz en la nuca, el ombligo en la espalda, los dos hombros del mismo lado… A mi regreso al mediodía ya no quedaba nada: se había derretido.

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