Cesar Aira - La costurera y el viento

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En la novela corta ` La costurera y el viento` César Aira hace uso de lo que más sabe. Su facilidad para imaginar y a través de la imaginación confrontar al olvido, para que junto a la memoria como apoyo, ir cosechando los recuerdos de a uno, que sin su ayuda sólo serían desechos en la playa después de la marea.
César Aira(a los nueve años) juega con su amigo Omar en la caja del acoplado de un camión gigante, curiosamente llamado ` el chiquito`.
En esa tarde de verano, en su pueblo natal, Coronel Pringles, Omar y Aira, juegan a asustarse dentro del acoplado. Un lugar extraño para jugar a eso, aunque la imaginación de los chicos no encuentre límites.
Imprevistamente el amigo, Omar, desaparece y a partir de allí, comienza una carrera maratónica, en que la madre del chico, ` Delia Ziffoni, la costurera del pueblo`, deja su lugar de ama de casa intrascendente, para convertirse en la heroína del pueblo, saliendo en busca del hijo desaparecido.
Aira no lo dice, pero una mujer común ante la desaparición de su hijo, y ante la incertidumbre de no saber como está y si está con vida o en buen estado de salud, saca fuerzas de donde no sabe que tiene, para hacer la violencia y salir en su busca. Puede que uno no pueda evitar asociar la historia de esta mujer común, Delia Ziffoni, con las madres de plaza de Mayo, quienes debieron salir en busca de sus hijos desaparecidos, y aqui otra vez fueron las mujeres y no los hombres, quienes juntaron coraje para rebelarse contra lo que sea, cuando se puso en juego la vida del hijo.

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– Soy yo, Delia.

– No, Delia soy yo.

– Quiero decir: Delia, oh Delia, soy yo quien te habla.

– ¿Quién es yo? Perdóneme, señor, pero no veo a nadie.

La voz era de un hombre: grave, culta, modulada con una calma superior.

– Yo: el viento.

– Ah. ¿Es una voz que trae el viento? ¿Pero dónde está el hombre?

– No hay ningún hombre. Soy el viento.

– ¿El viento habla?

– Me estás oyendo.

– Sí, sí, lo oigo. Pero no entiendo… No sabía que el viento podía hablar.

– Yo puedo.

– ¿Qué viento es usted?

– Me llamo Ventarrón.

El nombre le sonaba conocido.

– Me suena… ¿No nos hemos cruzado antes?

– Muchas veces. A ver si te acordás.

– ¿Usted se acuerda?

– Por supuesto.

Hizo memoria.

– ¿No fue aquella vez…?

– Sí, sí.

– ¿Y aquella otra cuando…?

– ¡Sí! Qué buena fisonomista sos.

No lo decía en broma. Debía de ser un modo de hablar.

– ¡Cuántas veces…! Ahora me acuerdo de otras, pero podría estar horas mencionándolas.

– Yo te escucharía sin aburrirme. Sería música para mí.

– Millones de veces.

– No tantas, Delia, no tantas. Además, soy inconfundible.

Era muy amistoso, realmente. Pero la pobre Delia no estaba en condiciones de llevar su cortesía al punto de internarse en registros proustianos, así que pasó a un asunto más inmediato.

– ¿Usted me salvó del camionero?

– Sí.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco.

– Me he estado ocupando de vos desde que viniste aquí, Delia. ¿Quién creías que te salvó de esos vientos juguetones que te hacían bailar en el cielo, y te depositó en tierra sana y salva? ¿Quién detuvo la puerta del camión cuando estaba a punto de cortarte la cabeza?

– ¿Fue usted?

– Sí.

– Entonces gracias. No habría querido darle tantas molestias.

– Lo hice por gusto.

– Es que no sé cómo tuvieron que pasarme esos accidentes, cómo me metí en estos problemas… Lo único que sé es que salí en busca de mi hijo…

– Son cosas que pasan, Delia.

– Pero antes nunca me habían pasado.

– Es cierto.

– Y ahora… Estoy perdida, sola, sin nada…

– Lloriqueó un poco, abrumada.

– Estoy yo. Yo me ocuparé de que no te pase nada malo.

– ¡Pero usted es viento! Perdone, no sé lo que digo. ¡Es que yo quiero a mi hijo, a mi casa…!

– No tenés más que decírmelo, Delia. Yo puedo traerte lo que quieras. ¿Tu casa, dijiste?

– ¡No! -exclamó Delia, que ya veía su casa volando por los aires y cayendo hecha un montón de escombros a sus pies en aquel páramo-. No… Déjeme pensarlo. ¿En serio puede traerme lo que yo le pida?

– Para eso soy el viento.

Habría querido pedirle lo contrario: que la llevara a ella a su casa… Pero, aparte del miedo que le daba volar, tuvo en cuenta que no era eso lo que le había ofrecido Ventarrón. Comenzó a sentir una suspicacia. La pregunta que venía a cuento en este punto era: "¿Por qué a mí?" Pero no se atrevió a hacerla. Lo que había oído hasta ahora se parecía a una declaración de amor, y ella no sabía qué intenciones podía tener ese ser misterioso. Prefirió seguir conversando por una vía menos comprometida.

– Debe de ser interesante ser un viento, ¿no?

– Yo no soy un viento cualquiera. Soy el más rápido y el más fuerte. Ya viste lo que le hice a ese camión.

– Fue muy impresionante. Ese hombre había empezado a darme miedo. ¿Sabe que es vecino mío allí en Pringles?

Un silencio.

– Claro que lo sé.

– Lo que no me explico es cómo podía estar la de Balero ahí adentro.

– Ya lo entenderás.

– Espero que a él no se le ocurra perseguirme.

– Te perseguirá, Delia, no hará otra cosa de ahora en adelante.

– ¿En serio?

– Pero no te preocupes, que para eso estoy yo.

– Perdóneme, señor, pero no creo que un viento, por fuerte que sea, pueda detener a un camión.

El viento resopló con desdén.

– ¡Nadie puede vencerme! ¡Nadie! ¡Mira cómo corro! -Fue hasta el horizonte y volvió. -¡Mira esta frenada! -Se detuvo en seco, como un milímetro de mármol. -¡Mira este salto! -Hizo una pirueta prodigiosa. -¡Arriba! ¡Abajo!

La noche estaba transparente como un día azul oscuro. La luna miraba impasible. Delia creía ver, pero no estaba segura. Si no hubiera estado tan impresionada, esa exhibición le habría parecido un poco pueril.

Ventarrón volvió a su lado, y entonces sí estuvo segura de verlo, invisible, fuerte y hermoso, como un dios.

– ¿Qué querés, entonces?

Ella seguía sin saber qué debía pedir.

– ¿Podría ser… algo de comer?

– ¡Cómo no!

Se fue y volvió en un minuto, trayendo una mesa, una silla, un mantel, platos, cubiertos, servilleta, salero, una milanesa con papas fritas, una copa de vino y una pera a la crema. Todo venía volando, suelto, las papas fritas como un enjambre de langostas doradas, la crema batida como una nubécula… Pero todo se acomodó en orden sobre la mesa, y la silla fue apartada con la mayor cortesía para que ella se sentara… Ni siquiera tuvo que desplegar la servilleta y ponérsela en el regazo, porque Ventarrón lo hizo por ella.

– Sólo faltan las velas, pero no podría encenderlas -le dijo él-. Va contra mi naturaleza. De todos modos la luna, que he estado lustrando para que brille más, será tu lámpara.

– Muchas gracias.

Se quedó silbando a cierta distancia hasta que ella hubo terminado. Después le apartó la silla, Delia se levantó, y él se llevó todo.

"Quién sabe a quién se lo habrá arrebatado", pensó la costurera. "¡Pensar que tuve que cenar lo que me trajo un viento ladrón!"

– Ahora querrás dormir.

Al punto, vinieron volando desde el horizonte una cama, un colchón, sábanas, un quillango, una almohada. Se tendió ante sus ojos en un instante, sin una sola arruga.

– Dulces sueños.

– Gracias…

La voz de él se había hecho acariciadora, y él mismo se había hecho acariciador, la envolvía, agitaba su cabello y su vestido, daba vueltas por sus piernas con soplos aterciopelados…

– Hasta mañana, Delia.

– Hasta mañana, Ventarrón.

Hubo una especie de torbellino de vacío, y el viento trepó al cielo estrellado. Delia se quedó un momento indecisa junto a la cama. El vino le había dado muchísimo sueño. Las sábanas blancas de hilo la invitaban a dormir. Miró a su alrededor. Era un poco incongruente, esa cama en medio de la meseta. Y ella tenía el vestido imposible de grasa. Vaciló un momento, y después se dijo, mintiéndose con la verdad: "Nadie me ve". Se desnudó, y su cuerpo brilló bajo la luna mientras se metía bajo las sábanas. La noche suspiró.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, creyó que estaba en su casa, como le suele pasar a los viajeros… Salvo que en ella no fue un estado pasajero y fugaz, un pequeño lapso de desconocimiento… sino que la extrañeza se instaló en su mente como un mundo, y ahí se quedó. En circunstancias normales, ella estaba en su cama, su cama en su dormitorio, su dormitorio en su casa, y su casa en Pringles. Hoy, parecía como si toda esa cadena de inclusiones se hubiera roto. El cielo era muy azul, y el sol un punto blanco ubicado en lo más lejano del cielo. Se volvió hacia la derecha, y a su lado no estaba Ramón, y más allá no estaba la camita de Omar con el niño dormido. A la izquierda no estaba la cómoda, con el espejo encima… por lo tanto en el espejo no se reflejaba la ventana sobre la cama de Omar… En una palabra, no estaba en su casa. No estaba en ningún lado. Un espacio inmenso la rodeaba por todos lados. Lo único que parecía estar en su lugar era la hora, y ni siquiera ese amanecer tardío tenía aspecto de hora: se lo diría más bien un lapso de eternidad. No parecía la hora de levantarse… Se desperezó.

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