Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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Ginés sentía ante ella la misma turbada necesidad de abrazarla, contrarrestada por la no menos turbada sensación de que no debía hacerlo que había sentido en el transcurso de sus rondas de adolescencia, cuando los parientes decían que Ginés y Encarna “…se hablaban” y con ello querían decir que merodeaban en torno de sus sentimientos mutuos, sin llegar a las palabras o los gestos decisivos. Y la misma sensación de merodeo tuvo aquella noche y al día siguiente, cuando quedaron citados a una hora que pudieron escoger, sin los impedimentos de hacía veinte años, estudio, trabajo, familia, Paqui o el qué dirán. Y fue ella la que dejó de hablar para mirarle con intención de saltar la barrera de lo que pudo haber sido y no fue, ella la que le besó primero como en un toque de advertencia, luego un beso largo y hondo que llegaba de un largo viaje, empujado por un irracional aplazamiento. Ella era la misma muchacha con los gestos más lentos y el pensamiento medido por un cálculo que controlaba. Estaba libre en una ciudad para ella libre, abierta y podía estarlo periódicamente, coincidiendo con cada uno de los retornos de “La Rosa de Alejandría”, y hablaba fascinada de esa posibilidad en aquella primera tarde en la habitación del hotel donde ella se hospedaba. Primero habían intentado subir a la habitación del hotel de Ginés, pero un radical envaramiento del hombre provocó un diálogo sórdido, cómico con el recepcionista, un diálogo inútil porque ella ya se había metido en el ascensor y fue él quien se creyó en la obligación de razonar el ascenso de aquella mujer a sus habitaciones, un diálogo que ella escuchaba molesta y que terminó cuando abandonó el ascensor y se fue hacia la calle, seguida por las explicaciones y el complejo de culpa de Ginés.

– Sigues siendo de pueblo -le había dicho ella con la amabilidad del atardecer, desnudos, insuficiente el amor, porque en el acto Ginés había depositado veinte años de tiempo, veinte años en un instante y el cuerpo de la mujer se le reveló inaccesible, como una muralla de carne al final de una difícil decisión.

– Me horroriza esta sensación de clandestinidad. Este entrar semiescondidos.

– Yo no he entrado semiescondida.

Nos cambiamos los dos de hotel y nos inscribimos como marido y mujer.

– ¿Qué excusa daría a Germán y los otros?

– No me vas a hacer creer que no os contáis vuestros líos y no os hacéis favores entre vosotros.

– Es otra cosa. No quiero que se enteren. Es otra cosa.

– Sigues siendo el de siempre. Una vez se lo dije a Paca. Si tu primo hubiera sido de otra manera, si hubiera tenido más decisión. Aunque quizá no, para qué engañarnos. Me dabas miedo. Miedo de ser la mujer de un marino sin suerte. Una viuda durante meses y meses y todo para nada o para poco. Yo no soy una monja. No he nacido para monja.

No eran demasiado gratificantes las relaciones sexuales. La maldita urgencia por escalar aquella muralla de carne, de normalizar aquel cuerpo, de una vez desnudo, quitarle el ropaje de mito sentimental del que lo había revestido durante toda su vida, le impedía sentirse seguro. Durante los primeros encuentros trimestrales, una nube de afecto las envolvía y Ginés se disculpaba a sí mismo porque consideraba que algo parecido al amor cumplía efectos compensadores suficientes más allá del éxito o del fracaso sexual. Y ésa parecía la actitud de ella, que le esperaba enamorada, lo más cerca posible del puerto, llegada tras llegada, como si sólo hubiera vivido aquellos meses de separación por el sentido que le daban sus reencuentros. Pocas veces dispuso de lucidez suficiente para distanciar críticamente aquellas relaciones. Se habían insertado en sus vidas, como en la suya estaban insertos los puertos y en la de ella las huidas. Por parte de Ginés no había comparsas importantes que aportar, distanciar u olvidar.

Por parte de ella, prescindía funcionalmente de todo lo prescindible, sin lazos con sus familiares barceloneses, sin apenas nexos con los aguileños, sólo su marido era una presencia negativamente necesaria, a la que se refería primero con reticencia dolida y progresivamente con un acrecentado desdén, como si en el inicio de aquellas relaciones clandestinas el marido fuera una causa activa de su propia infidelidad y al final una causa pasiva, una cosa molesta y absurda de la que venía y a la que fatalmente tenía que volver. A lo largo de los años, casi ocho encuentros y dos etapas de difícil delimitación, al principio Ginés el único motivo de la esperanza de aquella espléndida mujer que le esperaba en el café de la Ópera, un cuarto de hora después de la operación de fondeo del barco, aquella mujer que había hecho silbar a sus compañeros cuando les encontraron un día del brazo y por la calle y Germán supo callarse que había reconocido a Encarna. Con el tiempo, ella acudía a la cita tal vez con el cariño original, pero transmitiendo la sensación de que no era él, sino la circunstancia el motivo real de sus huidas y satisfacciones. Y fue en ese punto agridulce cuando Ginés tuvo miedo de perderla otra vez y le propuso encontrar el mismo sentido y para siempre a sus relaciones.

– Puedo encontrar algo relacionado con mi trabajo y que no requiera largas travesías. Podría comprar un pequeño yate, darlo de alta en El Pireo o en Estambul y patronear cruceros de turistas. Se hace mucho, cada vez más. Tú podrías venir en el barco. Podríamos estar juntos siempre. En España hay menos costumbre de alquilar yates medianos, tal vez por las Baleares, pero no hay turistas suficientes. No te importaría que nos fuéramos a vivir al Mediterráneo oriental.

Y le contaba fascinadas ensoñaciones de las islas griegas o el Bósforo. Especialmente Patmos y el Bósforo, con la ansiedad de compartir con ella lo que se había visto obligado a gozar en soledad desde una subjetiva apropiación masturbatoria de paisajes y vivencias sin compartir. Ella aceptaba la idea o la rechazaba, según fluctuaciones del espíritu reservadas a un proceso lógico que nunca le transmitía, como tampoco le traspasaba, según él hubiera querido, todas las notas que conformaban su vida antes y después de sus encuentros.

Cuéntame. Y entonces qué hiciste.

Qué piensas. Qué pensabas. Preguntas que resbalaban sobre la piel de una Encarna en el fondo impenetrable, aquella muralla de carne impenetrable que de pronto encontraba entre sus brazos, con los ojos cerrados, nunca supo si en la elección de verle o no verle o en la necesidad de buscarle en el recuerdo. Y algo parecido a un ultimátum había salido de los labios del marino en los primeros días de su último encuentro.

– Estoy cansado de esta situación.

De esta falsa normalidad. ¿Te has fijado? Es como si estuviéramos casados. Es como si estuvieras esperando a un marido embarcado.

– Lo parece pero no es así.

De hecho él se había convertido en una parte más de un complejo mosaico del que sólo conocía parte de las piezas, el marido la más determinante.

– Ten paciencia. Mi marido se acaba -le había dicho.

– ¿Qué quieres decir?

– No va a durar mucho.

– ¿Te da pena?

– ¿Pena? Ni así. Simplemente no quiero tirar por la borda veinte años.

Si lo hiciera me daría de bofetadas y menuda satisfacción daría a toda aquella gentuza. Ten paciencia.

Pero había más de una, más de dos Encarnas.

– Ginés.

Germán estaba en la puerta. Se había encendido la luz del camarote asaltando sus ojos, despellejándolos en su enfermizo mirar en la oscuridad, embalsamados por la humedad de la evocación o la autocompasión.

– Ginés, ¿estás despierto?

– Sí.

– Avistamos el estrecho.

Era el principio del fin del viaje, de todos los viajes, incluso de los imaginarios.

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