No se lo dije a Claudia. De hecho, en aquellos días comencé, por primera vez, a ocultarle cosas, a hurtarle partes de la historia, a mentirle. Por lo que respecta a nuestra cotidianidad de estudiantes, en Claudia ésta no varió un ápice, al menos ella se mostró siempre dispuesta a no demostrarnos lo contrario. Los primeros días de su estancia en Tel-Aviv el compañero habitual de Ulises era Daniel, pero al cabo de dos o tres semanas éste también hubo de retomar la disciplina universitaria so riesgo de hacer peligrar sus exámenes. Poco a poco, el único que quedó disponible para Ulises fui yo. Pero yo estaba ocupado con el neo-kantismo, con la Escuela de Marburgo, con Salomón Maimón, y la cabeza me daba vueltas porque cada noche, cuando salía a orinar, encontraba a Ulises llorando en la oscuridad, y eso no era lo peor, lo peor era que algunas noches pensaba: hoy lo veré llorar, es decir, que vería su rostro, porque hasta entonces sólo lo oía, ¿y quién me asegura a mí que lo que escuchaba era un llanto y no los gemidos, por ejemplo, de alguien en el proceso de hacerse una paja? Y cuando pensaba que vería su rostro, lo imaginaba alzándose en la oscuridad, un rostro anegado en llanto, un rostro tocado por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas de la sala. Y ese rostro expresaba tanta desolación que ya desde el mismo momento en que me sentaba en la cama, en la oscuridad, sintiendo a Claudia a mi lado, su respiración algo ronca, el peso como de una roca me oprimía el corazón y yo también sentía ganas de llorar. Y a veces me quedaba mucho rato sentado en la cama, aguantándome las ganas de ir al baño, aguantándome las ganas de llorar, todo por el miedo de que aquella noche sí, de que aquella noche su cara se levantase de la oscuridad y yo pudiera verla.
Para no hablar del sexo, de mi vida sexual, que desde que él traspuso la puerta de nuestro departamento se fue al garete.
Simplemente no podía hacerlo. Es decir, sí podía, pero no quería. La primera vez que lo intentamos, creo que a la tercera noche, Claudia me preguntó qué me ocurría. No me ocurre nada, le dije, ¿por qué me lo preguntas? Porque estás más silencioso que un muerto, dijo ella. Y así era como yo me sentía, no como un muerto pero sí como un visitante involuntario en el mundo de los muertos. Debía permanecer en silencio. No gemir, no lanzar alaridos, no suspirar, venirme con la máxima circunspección. E incluso los gemidos de Claudia, que antes tanto me excitaban, en aquellos días se convirtieron en ruidos insoportables que me ponían frenético aunque siempre me guardé mucho de manifestarlo, ruidos ofensivos para mis tímpanos que intentaba acallar tapándole la boca con la palma de mi mano o con mis labios. En una palabra, que hacer el amor se convirtió en una tortura y que a la tercera o cuarta experiencia intenté evitar o dilatar por todos los medios. Siempre era el último en acostarme. Me quedaba con Ulises (que por lo demás casi nunca aparentaba tener sueño) y conversábamos sobre cualquier cosa. Le pedía que me leyera lo que había escrito aquel día, sin importarme que fueran poemas en donde rabiosamente se percibía el amor que sentía por Claudia. A mí me gustaban igual. Por supuesto, prefería los otros, aquellos en donde hablaba de las cosas nuevas que veía cada día cuando se quedaba solo y salía a pasear sin rumbo por Tel-Aviv, por Giv'at Rokach, por Har Shalom, por las viejas callejuelas portuarias de Yafo, por el campus de la universidad o por el parque Yarkon, o aquellos en donde recordaba a México, al DF, tan lejano, o aquellos que eran o que a mí me parecían exploraciones formales. Cualquiera, excepto los de Claudia. Pero no por mí, no porque me hirieran a mí, o la hirieran a ella, sino porque intentaba evitar la cercanía de su dolor, de su obstinación de mula, de su profunda estupidez. Una noche se lo dije. Le dije: Ulises, ¿por qué te estás haciendo esto? Él hizo como que no me escuchaba, me miró de reojo (de manera tal, además, que yo recordé, en medio de cien relámpagos o más, la mirada de un perro que tuve cuando niño, cuando vivía en la colonia Polanco y al que mis padres sacrificaron porque de repente le dio por morder a la gente) y luego siguió hablando, como si yo no hubiera dicho nada.
Aquella noche, cuando me fui a la cama, le hice el amor a Claudia dormida, y gemí o grité cuando por fin pude alcanzar un estado de excitación conveniente, lo que no fue fácil.
Y después estaba lo del dinero. Claudia, Daniel y yo estudiábamos y recibíamos de nuestros padres una asignación mensual. En el caso de Daniel esta asignación apenas le alcanzaba para vivir. En el caso de Claudia era más generosa. La mía estaba justo en el término medio. Si hacíamos un fondo común, podíamos pagar el departamento, los estudios, las comidas y salir al cine o al teatro o comprar libros en español en la Librería Cervantes, de la calle Zamenhof. La llegada de Ulises, sin embargo, lo trastocó todo, pues al cabo de una semana a éste ya casi no le quedaba nada de dinero y nosotros, como dicen los sociólogos, de la noche a la mañana teníamos una boca más que alimentar. Por mi parte, sin embargo, no hubo problemas, estaba dispuesto a renunciar a ciertos lujos. Por parte de Daniel, tampoco, aunque éste siguió llevando un ritmo de vida exactamente igual al de antes. Fue Claudia, quién lo diría, la que se revolvió contra la nueva situación. Al principio abordó el problema con frialdad y sentido práctico. Una noche le dijo a Ulises que debía buscar trabajo o pedir que le mandaran dinero desde México. Recuerdo que Ulises se la quedó mirando con una sonrisa medio ladeada y luego le dijo que buscaría trabajo. La noche siguiente, durante la cena, Claudia le preguntó si había encontrado chamba. Todavía no, dijo Ulises. ¿Pero has salido a la calle y has buscado?, dijo Claudia. Ulises estaba lavando los platos y no se volvió cuando le dijo que sí, que había salido y había buscado, pero sin suerte. Yo estaba sentado a la cabecera de la mesa y pude verle la cara, de perfil, y me pareció que sonreía. Carajo, pensé, se sonríe, se sonríe de pura felicidad. Como si Claudia fuera su mujer, una mujer exigente, una mujer que se preocupa por que su marido trabaje, y eso a él le gustara. Esa noche le dije a Claudia que lo dejara en paz, que ya bastante mal lo estaba pasando como para que encima ella le diera la lata con lo del trabajo. Además, le dije, de qué quieres que encuentre trabajo en Tel-Aviv, ¿de peón de la construcción?, ¿de changador en el mercado?, ¿de lavaplatos? Tú qué sabes, me dijo Claudia.
La historia, por supuesto, se repitió la noche siguiente, y la siguiente, y cada vez Claudia se comportaba de forma más tiránica, acosándolo, picándolo, poniéndolo entre las cuerdas, y Ulises siempre respondía de la misma manera, calmado, resignado, feliz, sí, cada vez que nosotros nos íbamos a la universidad él salía y buscaba una chamba, daba vueltas por aquí y por allá, pero sin encontrar nada, aunque al día siguiente, claro, lo volvería a intentar. Y llegamos al extremo en que después de cenar Claudia extendía sobre la mesa el periódico y buscaba las ofertas de trabajo, las anotaba en un papel, le indicaba a Ulises adonde había que ir, que autobús tomar o por qué calles meterse para acortar camino, porque no siempre Ulises tenía dinero para el autobús y Claudia decía que no era necesario darle porque a él le gustaba caminar, y cuando Daniel y yo decíamos pero cómo va a ir caminando hasta Ha'Argazim, por ejemplo, hasta la calle Yoreh, o hasta Petah Tikva o Rosh Ha'ayin, en donde necesitaban albañiles, ella nos contaba, delante de él, que entonces la miraba y sonreía como un marido apaleado, pero como un marido al fin y al cabo, sus andanzas por el DF, en donde solía ir caminando, y además de noche, desde la UNAM hasta Ciudad Satélite, que casi casi era como decir de una punta a otra de Israel. Y día a día la situación empeoraba. Ulises ya no tenía nada de dinero y tampoco tenía trabajo y una noche Claudia llegó hecha una furia diciendo que su amiga Isabel Gorkin había visto a Ulises durmiendo en Tel-Aviv Norte, la estación de trenes, o mendigando por la avenida Hamelech George o por el Gan Meir, y Claudia dijo entonces que eso era inadmisible, con un cierto matiz en la palabra inadmisible, como si mendigar en el DF sí lo fuera, pero no en Tel-Aviv, y lo peor de todo fue que nos lo dijo a Daniel y a mí, pero con Ulises al lado, sentado en su sitio de la mesa, escuchando como si fuera el hombre invisible, y Claudia afirmó entonces que Ulises nos engañaba, que de buscar trabajo nada de nada y que a ver qué hacíamos.
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