Esa mañana desayunamos en el bar de Raoul cafés con leche y croissants y el desconocido me dijo que se llamaba Arturo Belano y que andaba buscando a un amigo. Yo le pregunté qué amigo era ése y por qué lo estaba buscando precisamente aquí, en Port Vendres. Él sacó sus últimos francos del bolsillo, pidió dos copas de coñac y se largó a hablar. Dijo que su amigo vivía en casa de otro amigo, dijo que su amigo estaba esperando algún trabajo, no lo recuerdo, dijo que el amigo de su amigo lo echó de casa y que cuando él lo supo se vino a buscarlo. ¿Dónde vive tu amigo?, le dije yo. No tiene casa, dijo él. ¿Y dónde vives tú?, le dije yo. En una cueva, dijo él, pero sonriendo, como si me estuviera tomando el pelo. Al final resultó que estaba alojado en casa de un profesor de la Universidad de Perpignan, en Colliure, aquí al lado, desde El Borrado se ve Colliure. Y entonces yo le pregunté cómo había sabido él que su amigo se había quedado en la calle. Y él me dijo: el amigo de mi amigo me lo dijo. Y yo le pregunté: ¿el mismo que lo echó? Y él me dijo: el mismo. Y yo le pregunté: ¿o sea que primero lo echa y después te lo cuenta? Y él me dijo: es que se asustó. Y yo le pregunté: ¿pero de qué se asustó ese mal amigo? Y él me dijo: de que mi amigo se fuera a suicidar. Y yo le pregunté: ¿o sea que el amigo de tu amigo incluso maliciándose de que tu amigo se podía suicidar, va y lo echa? Y él me dijo: así es, no podías haberlo expresado mejor. Y ya para entonces él y yo nos reíamos y estábamos medio borrachos y cuando se marchó, con su pequeña mochila al hombro, a seguir recorriendo en autostop los pueblos de la zona, bueno, para entonces ya éramos bastante amigos, habíamos comido juntos (el Pirata se nos unió poco después) y yo le había contado la injusticia que los jueces de Albi estaban cometiendo conmigo y dónde trabajábamos y ya al caer la tarde él se marchó y no lo volví a ver hasta una semana después. Y para entonces todavía no había encontrado a su amigo, pero yo creo que él ya ni pensaba en eso. Compramos una botella de vino y estuvimos dando vueltas por el puerto y él me dijo que hacía un año había trabajado en la descarga de un barco. Aquella vez sólo estuvo unas horas. Se le veía mejor vestido que la vez anterior. Me preguntó cómo tenía mi juicio en Albi. También me preguntó por el Pirata y por las cuevas. Quería saber si todavía vivíamos allí. Le dije que no, que nos habíamos trasladado al barco, más que por el frío que ya se empezaba a notar, por una cuestión de economía, no teníamos un franco en los bolsillos y en el barco al menos podíamos comer caliente. Poco después se marchó. Según el Pirata el tipo se había enamorado de mí. Estás loco, le dije. ¿Por qué, si no, viene a Port Vendres? ¿Qué se le ha perdido aquí?
A mediados de octubre volvió a aparecer. Yo estaba tirado en mi litera contemplando las musarañas cuando escuché que afuera alguien pronunciaba mi nombre. Cuando salí a cubierta lo vi sentado en uno de los pilotes del puerto. Qué tal, Lebert, me dijo. Bajé a saludarlo y encendimos unos cigarrillos. Era una mañana fría, con algo de niebla y no se veía un alma por los alrededores. Toda la gente, supuse, estaría en el bar de Raoul. A lo lejos se escuchaba el ruido de los toros de un barco que estaba siendo estibado. Vamos a desayunar, me dijo. De acuerdo, vamos a desayunar, dije yo. Pero ninguno de los dos se movió. Del fondo de la escollera vimos que venía una persona. Belano se sonrió. Joder, dijo, es Ulises Lima. Nos quedamos quietos, esperándolo, hasta que llegó a donde estábamos. Ulises Lima era un lipo más bajo que Belano, pero más fornido. Como Belano, llevaba una mochila pequeña colgando del hombro. Nada más verse se pusieron a hablar en español, aunque su saludo, la forma en que se saludaron, fue más bien casual, sin énfasis. Les dije que me iba al bar de Raoul. Belano dijo de acuerdo, luego iremos nosotros para allá y yo los dejé allí, conversando.
En el bar estaban todos los tripulantes del Isobel, todos cariacontecidos, lo que no era para menos, aunque como yo digo, si las cosas te van mal, con entristecerte sólo te pueden ir peor. Así que entré, miré a la parroquia, dije un chiste en voz alta o me burlé de ellos y luego pedí un café con leche y un croissant y una copa de coñac y me puse a leer el Liberation del día anterior que compraba Francois y que solía dejar en el bar. Estaba leyendo un artículo sobre los yuyú del Zaire cuando Belano y su amigo entraron y se fueron directos a mi mesa. Pidieron cuatro croissants y los cuatro se los comió el desaparecido Ulises Lima. Luego pidieron tres sandwiches de jamón y queso y me invitaron uno. Me acuerdo que Lima tenía una voz rara. Hablaba el francés mejor que su amigo. No sé de qué hablamos, tal vez de los yuyús del Zaire, sólo sé que en un determinado momento de la conversación Belano me dijo si le podía conseguir trabajo a Lima. De buena gana me hubiera reído. Todos los que estamos aquí, le dije, buscamos trabajo. No, dijo Belano, me refiero a un trabajo en el barco. ¿En el Isobel? ¡Pero si son los del Isobel los que andan buscando trabajo!, le dije. Precisamente, dijo Belano, seguro que en estas circunstancias hay una plaza libre. En efecto, dos de los pescadores del Isobel habían encontrado trabajo de albañiles en Perpignan, algo que podía tenerlos ocupados por lo menos una semana. Sería cosa de consultarlo con el patrón, le dije. Lebert, dijo Belano, seguro que tú le puedes conseguir el trabajo a mi amigo. Pero no hay dinero, dije. Pero sí una litera, dijo Belano. El problema es que tu amigo no creo que sepa nada de pesca o de barcos, dije yo. Claro que sabe, dijo Belano, ¿eh, Ulises, verdad que sabes? Un chingo, dijo Lima. Yo me los quedé mirando porque estaba claro que eso no podía ser verdad, bastaba con verles las caras, pero luego pensé que quién era yo para estar tan seguro de los oficios de la gente, nunca he estado en América, yo qué sé cómo son los pescadores en esos parajes.
Esa misma mañana me fui a hablar con el patrón y le dije que tenía un nuevo tripulante y el patrón me dijo: de acuerdo, Lebert, que se instale en la litera de Amidou, pero sólo una semana. Y cuando volví al bar de Raoul, en la mesa de Belano y de Lima había una botella de vino, y luego Raoul trajo tres platos de sopa de pescado, una sopa bastante mediocre pero que Belano y Lima se tomaron ponderándola como digna representante de la cocina francesa, yo no supe si se estaban riendo de Raoul, de ellos mismos o lo decían en serio, creo que lo decían en serio, y después nos comimos una ensalada con pescado hervido, y lo mismo, felicitaciones, decían, soberbia ensalada o típica ensalada provenzal, cuando estaba a la vista que aquello ni siquiera llegaba a ensalada rosellonesa. Pero Raoul estaba feliz y además eran clientes de pago al contado, así que ¿qué más se podía pedir? Luego aparecieron Francois y Margueritte y los invitamos a que se sentaran con nosotros y Belano se empeñó en que todos comiéramos un postre, y luego pidió una botella de champán, pero Raoul no tenía champán y se tuvo que conformar con otra botella de vino y un par de pescadores del Isobel que estaban en la barra se vinieron a nuestra mesa y yo les presenté a Lima, les dije: éste va a trabajar con nosotros, un marinero de México, sí, señor, dijo Belano, el holandés errante del lago de Pátzcuaro, y los pescadores saludaron a Lima y le dieron la mano, aunque algo en la mano de Lima les pareció raro, claro, no era una mano de pescador, eso se nota enseguida, pero debieron de pensar como yo, que vaya uno a saber cómo son los pescadores de aquel país tan lejano, el pescador de almas de la Casa del Lago de Chapultepec, dijo Belano, y así seguimos, si la memoria no me falla, hasta las seis de la tarde. Después Belano pagó, nos dijo adiós y se marchó a Colliure.
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