Roberto Bolaño - Los detectives salvajes

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La novela narra la búsqueda de la poetisa mexicana Cesárea Tinajero, por parte de dos jóvenes poetas y ocasionales vendedores de droga, el chileno Arturo Belano y el también mexicano Ulises Lima. Bolaño utiliza a estos personajes para componer una ficción en la que se mezclan las ciudades y los personajes, en un homenaje a la poesía.
La obra se divide en tres partes. La primera y la última comprenden la búsqueda de Tinajero por parte de Belano, Lima y un joven seguidor, Juan García Madero. En la segunda, un narrador innombrado sigue las pistas de los dos poetas a lo largo de 20 años y recorre el mundo, partiendo del DF, y pisando entre otros lugares, Managua, París, Barcelona, Tel Aviv, Austria y África.
Antes de partir, Lima y Belano forman un grupo, un movimiento de poesía, llamado los real visceralistas, un homenaje al estilo de Tinajero, que se desintegra poco después de su partida. El libro se estructura como una serie de testimonios tomados por un autor desconocido, de los miembros, sus allegados y las personas con las que Lima y Belano tuvieron contacto en sus viajes. Los testimonios, narrados en primera persona, no siguen nigún orden aparente, lo que ha servido a algunos críticos para comparar Los detectives salvajes con Rayuela de Cortazar.
Belano es considerado por algunos críticos como el alter ego de Roberto Bolaño.

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24 de enero

Belano está cada día más nervioso y Lima más ensimismado. Hoy vimos a Alberto y a su amigo policía. Belano no lo vio o no lo quiso ver. Lima sí lo vio, pero le da igual. Sólo a Lupe y a mí nos preocupa (y mucho) el previsible encontronazo con su antiguo padrote. No pasa nada grave, dijo Belano para zanjar la discusión, al fin y al cabo nosotros los doblamos en número. Yo me puse a reír de los nervios que tenía. No soy cobarde, pero tampoco soy suicida. Ellos van armados, dijo Lupe. Yo también, dijo Belano. Por la tarde me mandaron a mí a los Archivos de Educación. Dije que estaba escribiendo un artículo para una revista del DF sobre las escuelas rurales de Sonora en la década de los treinta. Qué reportero más jovencito, dijeron las secretarias que se pintaban las uñas. Encontré la siguiente pista: Cesárea Tinajero había sido maestra durante los años 1930-1936. Su primer destino fue El Cubo. Después estuvo de maestra en Hermosillo, en Pitiquito, en Bábaco y en Santa Teresa. A partir de allí había dejado de pertenecer al cuerpo de maestros del estado de Sonora.

25 de enero

Según Lupe, Alberto ya sabe dónde estamos, en qué pensión vivimos, en qué coche viajamos y sólo espera el momento propicio para caernos por sorpresa. Fuimos a ver la escuela de Hermosillo en donde Cesárea había trabajado. Preguntamos por viejos maestros de los años treinta. Nos dieron la dirección del antiguo director. Su casa estaba junto a la ex penitenciaria del estado. El edificio es de piedra. Tiene tres plantas y una torre que sobresale de las demás torres de vigilancia y que produce en quien la observa una sensación de opresión. Una obra arquitectónica destinada a perdurar, dijo el director.

26 de enero

Viajamos a Pitiquito. Hoy Belano ha dicho que tal vez lo mejor sería volver al DF. A Lima le da igual. Dice que al principio se cansaba de tanto conducir pero que ahora le ha cogido gusto al volante. Incluso hasta cuando está dormido, se sueña manejando el Impala de Quim por estos caminos. Lupe no habla de volver al DF pero dice que lo mejor sería escondernos. Yo no quiero separarme de ella. Tampoco tengo planes. Adelante, entonces, dice Belano. Las manos, lo noto cuando me inclino hacia el asiento delantero para pedirle un cigarrillo, le tiemblan.

27 de enero

En Pitiquito no encontramos nada. Durante un rato estuvimos con el coche detenido en la carretera que va a Caborca y que luego se bifurca hacia El Cubo, pensando si hacerle una nueva visita a la maestra o no. La última palabra la tenía Belano y nosotros esperamos sin impacientarnos, mirando la carretera, los pocos coches que de vez en cuando pasaban, las nubes blanquísimas que el viento arrastraba desde el Pacífico. Hasta que Belano dijo vámonos a Bábaco y Lima sin decir una palabra encendió el motor y giró hacia la derecha y nos alejamos de allí.

El viaje fue largo y por lugares por donde no habíamos estado nunca, aunque, al menos para mí, la sensación de cosa vista persistió todo el tiempo. De Pitiquito fuimos a Santa Ana y enlazamos con la federal. Por la federal fuimos hasta Hermosillo. De Hermosillo cogimos la carretera que lleva hasta Mazatán, hacia el este, y de Mazatán a La Estrella. A partir de allí se acabó la carretera pavimentada y seguimos por caminos de terracería hasta Bacanora, Sahuaripa y Bábaco. Desde la escuela de Bábaco nos mandaron de vuelta a Sahuaripa, que era la cabecera municipal y supuestamente allí podíamos encontrar los registros. Pero era como si la escuela de Bábaco, la escuela del Bábaco de los años treinta, hubiera desaparecido barrida por un huracán. Volvimos a dormir, como en los primeros días, dentro del coche. Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales. La presencia (más bien debería decir la inminencia) de Alberto es por momentos tan real como los ruidos nocturnos. Con las luces del coche encendidas, en las afueras de Bábaco adonde hemos vuelto no sé por qué, antes de dormirnos hablamos de cualquier cosa, menos de Alberto. Hablamos del DF, hablamos de poesía francesa. Luego Lima apaga las luces. Bábaco también está a oscuras.

28 de enero

¿Y si encontráramos a Alberto en Santa Teresa?

29 de enero

Esto encontramos: una maestra aún en activo nos cuenta que conoció a Cesárea. Fue en 1936 y nuestra interlocutora tenía entonces veinte años. Ella acababa de ganar la plaza y Cesárea hacía pocos meses que trabajaba en la escuela, por lo que fue natural que se hicieran amigas. No sabía la historia del torero Avellaneda ni la historia de ningún otro hombre. Cuando Cesárea dejó el trabajo tardó en comprenderlo, pero lo aceptó como una de las peculiaridades que distinguían a su amiga.

Durante un tiempo, meses, tal vez un año, desapareció. Pero una mañana la vio a la puerta de la escuela y reanudaron la amistad. Por entonces Cesárea tenía treintaicinco o treintaiséis años y ella la consideraba, aunque ahora se arrepentía de ello, una solterona. Consiguió trabajo en la primera fábrica de conservas que hubo en Santa Teresa. Vivía en un cuarto de la calle Rubén Darío, que por entonces estaba en una colonia del extrarradio y que para una mujer sola resultaba peligroso o poco recomendable. ¿Si sabía que Cesárea era poeta? No lo sabía. Cuando ambas trabajaban en la escuela, en muchas ocasiones la vio escribir, sentada en el aula vacía, en un cuaderno de tapas negras muy grueso que Cesárea llevaba siempre consigo. Suponía que era un diario de vida. En la época en que Cesárea trabajó en la fábrica de conservas, cuando se citaban en el centro de Santa Teresa para ir al cine o para que la acompañara de compras, cuando acudía tarde a las citas solía encontrarla escribiendo en un cuaderno de tapas negras, como el anterior, pero de formato más pequeño, un cuaderno que parecía un misal y en donde la letra de su amiga, de caracteres diminutos, se deslizaba como una estampida de insectos. Nunca le leyó nada. Una vez le preguntó sobre qué escribía y Cesárea le contestó que sobre una griega. El nombre de la griega era Hipatía. Tiempo después buscó el nombre en una enciclopedia y supo que Hipatía era una filósofa de Alejandría muerta por los cristianos en el año 415. Pensó, tal vez impulsivamente, que Cesárea se identificaba con Hipatía. No le preguntó nada más o si se lo preguntó ya lo había olvidado.

Quisimos saber si Cesárea leía y si recordaba algunos títulos. En efecto, leía mucho pero la maestra no recordaba ni uno solo de los libros que Cesárea sacaba de la biblioteca y que solía cargar a todas partes. Trabajaba en la fábrica de conservas de ocho de la mañana a seis de la tarde, por lo que mucho tiempo para leer no tenía, pero ella suponía que le robaba horas al sueño para dedicárselas a la lectura. Después la fábrica de conservas tuvo que cerrar y Cesárea durante un tiempo se quedó sin trabajo. Eso fue allá por 1945. Una noche, después de salir del cine, la acompañó a su cuarto. Por entonces la maestra ya se había casado y veía a Cesárea menos que antes. Sólo una vez había estado en aquel cuarto de la calle Rubén Darío. Su marido, aunque era un santo, no veía con buenos ojos su amistad con Cesárea. La calle Rubén Darío por entonces era como la cloaca adonde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa. Había un par de pulquerías en las cuales, al menos una vez a la semana, se producía un altercado con sangre; los cuartos de las vecindades estaban ocupados por obreros sin empleo o por campesinos recién emigrados a la ciudad; la mayoría de los niños estaban sin escolarizar. Eso la maestra lo sabía porque Cesárea en persona había llevado a unos cuantos a su escuela y los había matriculado. También vivían algunas putas y sus padrotes. No era una calle recomendable para una mujer decente (tal vez el vivir en ese lugar fue lo que predispuso en contra de Cesárea al marido de la maestra), y si ésta todavía no lo había percibido fue porque la primera vez que estuvo allí fue antes de casarse, cuando era, según sus propias palabras, inocente y distraída.

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