Roberto Bolaño - Los detectives salvajes

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La novela narra la búsqueda de la poetisa mexicana Cesárea Tinajero, por parte de dos jóvenes poetas y ocasionales vendedores de droga, el chileno Arturo Belano y el también mexicano Ulises Lima. Bolaño utiliza a estos personajes para componer una ficción en la que se mezclan las ciudades y los personajes, en un homenaje a la poesía.
La obra se divide en tres partes. La primera y la última comprenden la búsqueda de Tinajero por parte de Belano, Lima y un joven seguidor, Juan García Madero. En la segunda, un narrador innombrado sigue las pistas de los dos poetas a lo largo de 20 años y recorre el mundo, partiendo del DF, y pisando entre otros lugares, Managua, París, Barcelona, Tel Aviv, Austria y África.
Antes de partir, Lima y Belano forman un grupo, un movimiento de poesía, llamado los real visceralistas, un homenaje al estilo de Tinajero, que se desintegra poco después de su partida. El libro se estructura como una serie de testimonios tomados por un autor desconocido, de los miembros, sus allegados y las personas con las que Lima y Belano tuvieron contacto en sus viajes. Los testimonios, narrados en primera persona, no siguen nigún orden aparente, lo que ha servido a algunos críticos para comparar Los detectives salvajes con Rayuela de Cortazar.
Belano es considerado por algunos críticos como el alter ego de Roberto Bolaño.

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Marco Antonio Palacios, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994.He aquí algo sobre el honor de los poetas. Yo tenía diecisiete años y unos deseos irrefrenables de ser escritor. Me preparé. Pero no me quedé quieto mientras me preparaba, pues comprendí que si así lo hacía no triunfaría jamás. Disciplina y un cierto encanto dúctil, ésas son las claves para llegar a donde uno se proponga. Disciplina: escribir cada mañana no menos de seis horas. Escribir cada mañana y corregir por las tardes y leer como un poseso por las noches. Encanto, o encanto dúctil: visitar a los escritores en sus residencias o abordarlos en las presentaciones de libros y decirles a cada uno justo aquello que quiere oír. Aquello que quiere oír desesperadamente. Y tener paciencia, pues no siempre funciona. Hay cabrones que te dan una palmadita en la espalda y luego si te he visto no me acuerdo. Hay cabrones duros y crueles y mezquinos. Pero no todos son así. Es necesario tener paciencia y buscar. Los mejores son los homosexuales, pero, ojo, es necesario saber en qué momento detenerse, es necesario saber con precisión qué es lo que uno quiere, de lo contrario puedes acabar enculado de balde por cualquier viejo maricón de izquierda. Con las mujeres ocurre tres cuartas partes de lo mismo: las escritoras españolas que pueden echarte un cable suelen ser mayores y feas y el sacrificio a veces no vale la pena. Los mejores son los heterosexuales ya entrados en la cincuentena o en el umbral de la ancianidad. En cualquier caso: es ineludible acercarse a ellos. Es ineludible cultivar un huerto a la sombra de sus rencores y resentimientos. Por supuesto, hay que empollar sus obras completas. Hay que citarlos dos o tres veces en cada conversación. ¡Hay que citarlos sin descanso! Un consejo: no criticar nunca a los amigos del maestro. Los amigos del maestro son sagrados y una observación a destiempo puede torcer el rumbo del destino. Un consejo: es preceptivo abominar y despacharse a gusto contra los novelistas extranjeros, sobre todo si son norteamericanos, franceses o ingleses. Los escritores españoles odian a sus contemporáneos de otras lenguas y publicar una reseña negativa de uno de ellos será siempre bien recibida. Y callar y estar al acecho. Y delimitar las áreas de trabajo. Por la mañana escribir, por la tarde corregir, por las noches leer y en las horas muertas ejercer la diplomacia, el disimulo, el encanto dúctil. A los diecisiete años quería ser escritor. A los veinte publiqué mi primer libro. Ahora tengo veinticuatro y en ocasiones, cuando miro hacia atrás, algo semejante al vértigo se instala en mi cerebro. He recorrido un largo camino, he publicado cuatro libros y vivo holgadamente de la literatura (aunque si he de ser sincero, nunca necesité mucho para vivir, sólo una mesa, un ordenador y libros). Tengo una colaboración semanal con un periódico de derechas de Madrid. Ahora pontifico y suelto tacos y le enmiendo la plana (pero sin pasarme) a algunos políticos. Los jóvenes que quieren hacer una carrera como escritor ven en mí un ejemplo a seguir. Algunos dicen que soy la versión mejorada de Aurelio Baca. No lo sé. (A los dos nos duele España, aunque creo que por el momento a él le duele más que a mí.) Puede que lo digan sinceramente, pero puede que lo digan para que me confíe y afloje. Si es por esto último no les voy a dar el gusto: sigo trabajando con el mismo tesón que antes, sigo produciendo, sigo cuidando con mimo mis amistades. Aún no he cumplido los treinta y el futuro se abre como una rosa, una rosa perfecta, perfumada, única. Lo que empieza como comedia acaba como marcha triunfal, ¿no?

Hernando García León, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994.Todo empezó, como todo lo grande, con un sueño. Hace un tiempo, menos de un año, me di un garbeo por uno de los cafés de mayor raigambre literaria y conversé con diversos autores de nuestra España doliente. Entre el guirigay de costumbre todos aquellos con quienes dialogué afirmaron (y aquí la unanimidad no es sospechosa) que mi último libro era, si no uno de los más vendidos, sí uno de los más leídos. Puede ser, de mercadeos yo no me ocupo. Tras la cortina de elogios, sin embargo, entrevi una sombra. Mis pares me elogiaban, los más jóvenes veían en mí -y se ufanaban de ello- a un maestro, pero tras la cortina de halagos yo presentí la respiración, la inminencia de algo desconocido. ¿Qué era aquello? Lo ignoraba. Un mes después, hallándome en una de las salas de embarque del aeropuerto, dispuesto a ausentarme por unos días de nuestra España maldiciente, se me acercaron tres jóvenes, espigados y cerúleos, y me dijeron en buen romance que mi último libro les había cambiado la vida. Curioso, aunque ciertamente no eran, ni mucho menos, los primeros en interpelarme de esta guisa. Proseguí mi viaje. Hice una escala en Roma. En el duty free shop se me quedó mirando fijamente un hombre de aspecto interesante. Era un austríaco en viaje de negocios (no le pregunté a qué se dedicaba), de nombre Hermann Künst, y que seducido por mi anterior libro, que había leído en español pues que yo sepa aún no se ha traducido al alemán, deseaba conseguir de mí un autógrafo. Sus alabanzas me dejaron anonadado. Al llegar a Nepal, en el hotel, un muchacho de no más de quince años me preguntó si yo era Hernando García León. Le dije que sí y ya me disponía a darle una propina cuando el mozalbete se declaró ferviente admirador de mi obra y poco después, casi sin darme cuenta, me vi estampando mi firma sobre un ajado ejemplar de Entre toros y ángeles, para ser más concretos en la octava edición española, con fecha de 1986. Lamentablemente en aquel momento ocurrió un percance que no viene a cuento relatar aquí que me privó de interrogar a aquel joven lector por las visicitudes o vericuetos que habían hecho llegar mi libro hasta sus manos. Esa noche soñé con San Juan Bautista. El descabezado se me acercaba a la cama del hotel y me decía: ve a Nepal, Hernando, y se abrirán para ti las páginas de un libro magnífico. Pero si estoy en Nepal, le contestaba con la media lengua de los durmientes. Pero el Bautista repetía: ve a Nepal, Hernando, etcétera, etcétera, como si se tratara de mi agente literaria. A la mañana siguiente olvidé el sueño. Durante una excursión por las montañas de Katmandú me encontré de sopetón con un grupo de turistas de nuestra España azorada. Fui reconocido (yo estaba solo, demás está precisarlo, meditando tras una roca) y sometido a la usual sesión de preguntas y respuestas, cual si estuviéramos en un programa televisivo. La sed de conocimientos de mis compatriotas era grande, compulsiva, inagotable. Firmé dos ejemplares. De vuelta al hotel, aquella noche volví a soñar con San Juan Bautista, mas con la variante, prestigiosa variante, de que esta vez venía acompañado de una sombra, un ser embozado que permanecía a una cierta distancia mientras el descabezado hablaba. Su alocución, en esencia, venía a ser la misma de la noche anterior. Me urgía a visitar el Nepal y me prometía las mieles de un libro magnífico, digno de la pluma más arriesgada. Estos sueños se repitieron, una noche sí y otra también, prácticamente durante toda mi estancia en Oriente. Regresé a Madrid y tras someterme de mala gana al imperativo de las entrevistas de rigor, me desplacé a Orejuela de Arganda, un pueblito o aldea de la sierra, con la robusta intención de acometer una labor de creación. Volví a soñar con San Juan Bautista. Macho, Hernando, esto es demasiado, me dije en medio del sueño y con un esfuerzo mental que sólo pueden permitirse quienes han ejercitado sus nervios en situaciones limítrofes, conseguí despertar de golpe. La habitación estaba sumida en el silencio feraz de la noche castellana. Abrí las ventanas y respiré el aire puro de la sierra. No eché en falta la época, ya lejana, en que fumaba dos paquetes diarios, aunque por una micro-fracción de segundo pensé que no hubiera estado mal fumarme un pitillo. Como hombre que no tiene tiempo que perder, dediqué mi insomnio a revisar papeles, concluir cartas, preparar borradores de artículos y conferencias, las servidumbres de un autor de éxito, algo que no comprenderán jamás los resentidos y envidiosos que no pasan nunca de los mil ejemplares. Después volví a la cama y como suele ocurrirme me dormí instantáneamente. De una negrura como pintada por Zurbarán resurgió San Juan Bautista y me miró a los ojos. Me hizo un gesto con la cabeza y después dijo: te dejo, Hernando, pero no te quedas solo. Contemplé el paisaje que poco a poco fue aclarándose, como si una brisa o un aliento angélico deshiciera las brumas y las negruras, aunque preservando, digamos, el luto propio de la mañana. Al fondo, a unos tres metros de mi cama, junto a un peñasco, aguardaba paciente la sombra enrebozada. ¿Quién eres?, dije. Mi voz me sonó temblorosa. Estoy a punto de echarme a llorar, pensé, sobrecogido, en medio del sueño y de aquella lóbrega mañana. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, pude repetir la pregunta: ¿quién eres? Entonces la sombra tembló o con un movimiento preciso (y de todo el cuerpo) se sacudió el rocío del alba o simplemente mis ojos, descolocados, me hicieron percibir como temblor algo que no lo era, y tras el temblor comenzó a caminar en dirección a mi cama, sus pies que no parecían hollar el suelo, y sin embargo yo escuchaba el ruido de las piedras, el canto de las piedras gozosas al sentir la planta de sus pies en el lomo, crujido y tintineo al mismo tiempo, murmullo y rumor, como si las piedras fueran hierba de los campos y los pies aire o agua, y entonces me levanté, con ímprobos esfuerzos, de la cama, y apoyado sobre un codo le pregunté quién eres, qué quieres de mí, sombra, qué se esconde bajo ese rebozo, y la sombra siguió avanzando por el predio de piedras y guijarros cenicientos hasta llegar junto a mi cama, y entonces se detuvo y las piedras dejaron de cantar o arrullar o zurear, un silencio enorme se instaló en mi habitación y en el valle y en las faldas de las montañas, y yo cerré los ojos y me dije valor, Hernando, que en peores sueños te has visto, y los volví a abrir. Y entonces la sombra se quitó el rebozo o tal vez sólo fuera un capidengue y ante mí apareció la Virgen María y su luz no era cegadora, como dice mi amiga Patricia Fernández-García Errázuriz, que ha tenido varias experiencias de este tipo, sino una luz grata a la pupila, una luz acorde con la luz de la mañana. Y antes de quedarme mudo dije: ¿qué quieres, Señora, de este pobre servidor? Y ella dijo: Hernando, hijo mío, quiero que escribas un libro. El resto de nuestra conversación es algo que no puedo contar. Pero escribí. Me puse a la faena dispuesto a dejar la piel en el empeño y al cabo de tres meses tenía trescientas cincuenta cuartillas que puse en la mesa de mi editor. Su título: La nueva era y la escalera ibérica. Hoy, según me han dicho, se han vendido más de mil ejemplares. Por supuesto, no los he firmado todos pues no soy Supermán. Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como misterio.

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