Roberto Bolaño - Los detectives salvajes

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La novela narra la búsqueda de la poetisa mexicana Cesárea Tinajero, por parte de dos jóvenes poetas y ocasionales vendedores de droga, el chileno Arturo Belano y el también mexicano Ulises Lima. Bolaño utiliza a estos personajes para componer una ficción en la que se mezclan las ciudades y los personajes, en un homenaje a la poesía.
La obra se divide en tres partes. La primera y la última comprenden la búsqueda de Tinajero por parte de Belano, Lima y un joven seguidor, Juan García Madero. En la segunda, un narrador innombrado sigue las pistas de los dos poetas a lo largo de 20 años y recorre el mundo, partiendo del DF, y pisando entre otros lugares, Managua, París, Barcelona, Tel Aviv, Austria y África.
Antes de partir, Lima y Belano forman un grupo, un movimiento de poesía, llamado los real visceralistas, un homenaje al estilo de Tinajero, que se desintegra poco después de su partida. El libro se estructura como una serie de testimonios tomados por un autor desconocido, de los miembros, sus allegados y las personas con las que Lima y Belano tuvieron contacto en sus viajes. Los testimonios, narrados en primera persona, no siguen nigún orden aparente, lo que ha servido a algunos críticos para comparar Los detectives salvajes con Rayuela de Cortazar.
Belano es considerado por algunos críticos como el alter ego de Roberto Bolaño.

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– En enero, el seis de enero.

– Eres Capricornio, como Ulises Lima.

– ¿El famoso Ulises Lima? -dijo Lupe.

Le pregunté si lo conocía. Temí que me dijeran que Ulises Lima también iba a la Escuela de Danza. ¡Me vi a mí mismo, en una microfracción de segundo, bailando en las puntas de los pies en un gimnasio vacío! Pero Lupe dijo que sólo de oídas, que María y Ernesto San Epifanio hablaban a menudo de él.

Después Lupe se puso a hablar de su hijo muerto. El bebé tenía cuatro meses cuando murió. Había nacido enfermo y Lupe le había prometido a la Virgen que dejaría la calle si su hijo se curaba. Los tres primeros meses mantuvo la promesa y el niño, según ella, pareció mejorar. Pero al cuarto mes tuvo que volver a hacer la calle y el niño se murió. Me lo quitó la Virgen por haber roto mi juramento. Por aquel tiempo Lupe vivía en un edificio de Paraguay, cerca de la plaza de Santa Catarina, y le dejaba el niño a una vieja para que se lo cuidara por las noches. Una mañana, al volver, le dijeron que su hijo se había muerto. Y eso fue todo, dijo Lupe.

– La culpa no es tuya, no seas supersticiosa -dijo María.

– ¿Cómo no va a ser mía, quién rompió su promesa, quién dijo que iba a dejar esta vida y luego no cumplió?

– ¿Y por qué entonces la Virgen no te mató a ti y sí a tu niño?

– La Virgen no mató a mi hijo -dijo Lupe-. Se lo llevó, que es bien distinto, mana. A mí me castigó sin su presencia, a él se lo llevó a una vida mejor.

– Ah, bueno, si lo ves así no hay ningún problema, ¿verdad?

– Claro, así está todo solucionado -dije yo-. ¿Y ustedes cuándo se conocieron, antes o después del niño?

– Después -dijo María-, cuando ésta iba de torpedo loco por la vida. Yo creo que querías morirte, Lupe.

– Si no hubiera sido por Alberto hubiera felpado -suspiró Lupe.

– Alberto es tu… novio, supongo -dije yo-. ¿Lo conoces? -le pregunté a María y ésta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Es su padrote -dijo María.

– Pero la tiene más grande que tu amiguito -dijo Lupe.

– ¿No te estarás refiriendo a mí, verdad? -dije yo.

María se rió.

– Se está refiriendo a ti, por supuesto, estúpido -dijo.

Me puse colorado y luego me reí. María y Lupe también se

rieron.

– ¿De qué tamaño la tiene Alberto? -dijo María.

– Del mismo que su cuchillo.

– ¿Y de qué tamaño es su cuchillo? -dijo María.

– Así.

– No exageres -dije yo aunque más me hubiera valido cambiar de conversación. Para intentar remediar lo irremediable, dije-: No hay cuchillos tan grandes. -Me sentí peor.

– Ay, mana, ¿y cómo estás tan segura con eso del cuchillo? -dijo María.

– Tiene el cuchillo desde los quince años, se lo regaló una puta de la Bondojo, una ruca que ya se murió.

– ¿Pero tú le has medido la cosita con el cuchillo o hablas sólo a tientas?

– Un cuchillo tan grande es un estorbo -insistí yo.

– Se lo mide él, no necesito medírselo yo, a mí qué más me da, se lo mide él mismo y se lo mide a cada rato, una vez al día, lo menos, dice que para comprobar que no se le ha achicado.

– ¿Tiene miedo de que se le reduzca la pilila? -dijo María.

– Alberto no tiene miedo de nada, es un gandalla de los de verdad.

– ¿Entonces por qué lo del cuchillo? La verdad es que yo no lo entiendo -dijo María-. ¿Y nunca, por casualidad, se ha cortado?

– Alguna vez, pero adrede. El cuchillo lo maneja muy bien.

– ¿Quieres decirme que tu pinche padrote a veces se hace cortes en el pene por gusto? -dijo María.

– Pues sí.

– No me lo puedo creer.

– La neta. Le da por ahí, no todos los días, ¿eh?, sólo cuando está nervioso o muy pasado. Pero medírsela, lo que se dice medírsela, pues casi siempre. Dice que es bueno para su hombría. Dice que es una costumbre que aprendió en el tambo.

– Ese cabrón debe ser un psicópata -dijo María.

– Tú es que eres muy delicada, mana, y no entiendes estas cosas. ¿Qué tiene de malo, digo yo? Todos los pinches hombres siempre están midiéndose la verga. El mío lo hace de verdad. Y con un cuchillo. Además, es el cuchillo que le regaló su primera piel, que para él más bien fue como una madre.

– ¿Y de verdad lo tiene tan grande?

María y Lupe se rieron. La imagen de Alberto se fue agrandando y adquiriendo un carácter amenazador. Ya no deseé que apareciera por allí ni defender a todo trance a las muchachas.

– Una vez, en Azcapotzalco, en un garito dedicado al asunto, hicieron un reventón de mamadas y había una ruca de por ahí que las ganaba todas. No había ninguna pulga que pudiera tragarse enteras las vergas que la ruca aquella se tragaba. Entonces Alberto se levantó de la mesa en donde estábamos y dijo espérenme un momentito, que voy a solucionar un negocio. Los que estaban en nuestra mesa le dijeron ya rugiste, Alberto, se ve que lo conocían. Yo mentalmente supe que la pobre ruca ya estaba derrotada. Alberto se plantó en medio de la pista, se sacó el vergajo, lo puso en acción con un par de golpecitos y se lo metió en la boca a la campeona. Ésta era dura de verdad y le hizo el esfuerzo. Poquito a poco empezó a tragarse la verga entre las exclamaciones de asombro. Entonces Alberto la cogió de las orejas y se la metió entera. Para luego es tarde, dijo y todos se rieron. Hasta yo me reí aunque la verdad es que también sentía algo de vergüenza y algo de celos. En los primeros segundos la ruca pareció que aguantaba, pero luego se atragantó y empezó a ahogarse…

– Carajo, qué bestia es tu Alberto -dije.

– Pero sigue contando, ¿qué pasó? -dijo María.

– Pues nada. La ruca empezó a golpear a Alberto, a intentar separarse de él, y Alberto empezó a reírse y a decirle so, yegua, so, yegua, como si estuviera montando una yegua brava, ¿me entiendes, no?

– Claro, como si estuviera en un rodeo -dije.

– A mí eso no me gustó nada y le grité déjala, Alberto, que la vas a desgraciar. Pero yo creo que él ni me oyó. Mientras tanto la cara de la ruca cada vez estaba más congestionada, roja, con los ojos muy abiertos (cuando hacía los guagüis los cerraba) y empujaba a Alberto por las ingles, lo tironeaba desde los bolsillos hasta el cinturón, digamos. Inútilmente, claro, porque a cada tirón que ella daba para separarse Alberto le daba otro de las orejas para impedírselo. Y él llevaba todas las de ganar, eso se veía enseguida.

– ¿Y por qué no le mordió el aparato? -dijo María.

– Porque era un reventón de amigos. Si lo llega a hacer, Alberto la hubiera matado.

– Tú estás loca, Lupe -dijo María.

– Tú también, todas estamos locas, ¿no?

María y Lupe se rieron. Yo quise saber el final de la historia.

– No pasó nada -dijo Lupe-. La vieja no pudo más y se puso a vomitar.

– ¿Y Alberto?

– Él se retiró un poco antes, ¿no? Se dio cuenta de lo que venía y no quiso que le manchara los pantalones. Así que dio un salto como de tigre, pero para atrás, y no le cayó encima ni una gotita. La gente del reventón lo aplaudió a rabiar.

– ¿Y tú estás enamorada de ese energúmeno? -dijo María.

– Enamorada, lo que se dice enamorada, pues no sé. Lo quiero un chingo, eso sí. Tú también lo querrías si estuvieras en mi lugar.

– ¿Yo? Ni loca.

– Es muy hombre -dijo Lupe con la mirada perdida más allá de los ventanales-, ésa es la mera verdad. Y me comprende mejor que nadie.

– Te explota mejor que nadie, querrás decir -dijo María echándose hacia atrás y golpeando la mesa con las manos. Del golpe las tazas saltaron.

– Cámara, no te pongas así, mana.

– Es verdad, no te pongas así, ella es dueña de hacer con su vida lo que quiera -dije yo.

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